Khalil Gibran
El Profeta
Título: El Profeta
Título original: The Prophet
Autor: Khalil Gibran
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2021 AMA Audiolibros
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ÍNDICE
Prólogo
La llegada del barco
Del amor
Del matrimonio
De los hijos
De las dádivas
De la comida y de la bebida
Del trabajo
De la alegría y de la tristeza
De las casas
De la vestimenta
De la compra y de la venta
Del crimen y del castigo
De las leyes
De la libertad
De la razón y de la pasión
Del dolor
Del conocimiento de uno mismo
De la enseñanza
De la amistad
De la conversación
Del tiempo
Del bien y del mal
De la oración
Del placer
De la belleza
De la religión
De la muerte
Despedida
El profeta , reconocida como su obra maestra, fue labor de muchos años. Al parecer, la primera versión en árabe fue iniciada en el periodo de sus estudios en Beirut (1896-1903). Abandonado ese original, durante los cinco años siguientes Gibrán volvió a escribir otra versión, también en árabe. Leído el manuscrito a su madre, según su biógrafa Barbara Young, esta le dijo: «Es muy hermoso, hijo mío, pero no es todavía tiempo de publicarlo». Sobre esos borradores volverá en el periodo 1917-1922, todavía en árabe; pero a partir de entonces elabora en inglés el texto definitivo que publica en 1923. No pararán ahí las peripecias de El profeta , libro ideado como una trilogía. Lo seguirían El jardín del profeta , póstumo, que apareció al cuidado de Barbara Young, donde Gibrán explica las relaciones del hombre con la naturaleza. Y la tercera parte, La muerte del profeta , que en principio iba a tratar de las relaciones del hombre con Dios, no llegó a escribirse.
Libro clave para las «nuevas culturas» que desde entonces se han sucedido en el mundo occidental, El profeta expone las teorías de Gibrán sobre las relaciones del hombre con el hombre. No debe buscarse en el texto un sistema filosófico cerrado ni coherente porque no trata de serlo; tiene más puntos de unión con los libros religiosos, con los manuales de comportamiento moral del hombre para con los demás y para consigo mismo, teniendo siempre presente su destino final. En efecto, la meta que pretende Gibrán es la búsqueda de la felicidad personal, la búsqueda de Dios, pero de un Dios que tiene muchos puntos de contacto con la vieja filosofía árabe. De ahí que en El jardín del profeta reniegue de la aparatosidad de la religión, considerando esta como asunto individual, como expresión mística del hombre.
En última instancia, para Gibrán, Dios es nosotros mismos; Dios pasa de los remotos mundos donde vive, del empíreo, a la vida cotidiana, hecho prójimo, animal, objeto, naturaleza. A lo largo de los veintisiete capítulos que configuran El profeta , se analizan, con una estructura narrativa muy simple, los «temas» esenciales del hombre. Lo vemos abandonando un mundo que no es el suyo, a orillas del mar, para dirigirse, purificado y convertido en voz de la verdad, a sus discípulos, que se limitan a acompañarlo, seguirlo y preguntar sobre el amor, el matrimonio, los hijos, el trabajo, la alegría, la belleza, la religión, la muerte, etc. En resumidas cuentas, los problemas capitales a que se enfrenta el hombre no de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos.
La estructura no puede ser más sencilla. Almustafá, el profeta, es preguntado por el tema apuntado en el título de cada capítulo y él responde evangélicamente, como maestro que adoctrina a sus discípulos enseñando el bien, los caminos rectos, los senderos que llevan a la paz, a la tranquilidad anímica, a la compenetración con los demás, con la naturaleza. Pero no todo es bondad; porque para sanar el mundo, para acabar con la corrupción, el egoísmo, el desamor y la maldad, la bondad sola no basta. De ahí que Gibrán abogue en ocasiones por el látigo para enfrentarse a las plagas que sufre el mundo: la ironía y el rechazo de unos valores negativos, que Gibrán sitúa por regla general en el exterior. Ése es el camino de la mística; el apartamiento del mundo, la interiorización en el yo hasta «conversar» consigo mismo, único juez, único dios que guía en medio de un nimbo del que se han apartado todas las cosas mundanas; ahí, en esa estratosfera del ser, distanciado de las miserias del cuerpo y de la mente, desde enfermedades a envidias, desde lacras a odios, el individuo puede «realizarse», y por lo tanto ser. Ahí radica la única vida del hombre.
De ese modo, Gibrán aboga por un sincretismo que reúne dos ideologías: el pensamiento oriental y el occidental, los dos mundos a los que por vida perteneció. Y ese sincretismo lo conduce a una simbiosis de elementos que también puede visualizarse en Nietzsche o en Rabindranath Tagore; la vida se convierte en misticismo, lo existencial se hace purificación. El fuego de ese crisol lo lleva el hombre en sí, hasta el punto de que el individuo contendría en su ser absolutamente todo, desde la naturaleza hasta la divinidad. Gibrán alcanza un panteísmo de raíz oriental: «¿No son todos los actos y todos los pensamientos religión?», dirá como resumen de un pensamiento que sintetiza milenios de orientalismo.
Del encuentro con uno mismo nacen las virtudes, la bondad, la fraternidad, y en el fuego catártico de ese encuentro desaparecen la maldad, el pecado, el odio, los egoísmos. Así el alma puede entregarse al amor, incluso al amor carnal, porque la carne está trascendida por el espíritu.
Almustafá, el elegido, el bienamado, aurora de su propio día, había aguardado durante doce años en la ciudad de Orfalís el regreso del barco que debía devolverlo a la isla que lo vio nacer.
Y en el duodécimo año, el séptimo día de Ailul, mes de las cosechas, subió a la colina que se alzaba junto a los muros de la ciudad, y miró el mar: y divisó su barco surgiendo entre la bruma.
Se abrieron entonces de par en par las puertas de su corazón, y dejó volar su júbilo sobre el mar, a lo lejos. Y cerrando los ojos, meditó en el silencio de su alma.
Pero cuando bajaba de la colina una honda tristeza se apoderó de él y pensó en su corazón:
«¿Cómo podré marcharme en paz y sin pesar?… No… No podré abandonar esta ciudad sin un desgarrón en mi alma.
Muchos han sido los días del dolor que pasé entre sus muros y largas las noches de soledad infinita… ¿Quién puede separarse sin pena de su dolor y de su soledad?
Muchos fragmentos de espíritu he derramado yo en estas calles, y muchos son los hijos de mis anhelos que caminan desnudos entre estas colinas; ¿cómo alejarme de ellos sin agobio y sin aflicción?
No es una túnica lo que hoy me quito, es una piel lo que desgarro con mis propias manos.
Ni es un corazón suavizado por el hambre y por la sed.
Pero más no puedo detenerme.
El mar, que llama todo hacia su seno, me llama ahora a mí, y debo embarcarme.
Porque quedarse aquí, aunque las horas ardan en la noche, es helarse, cristalizarse, quedar preso en un molde.
Gustoso llevaría conmigo todo cuanto hay aquí, pero ¿cómo llevármelo?
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