El vagabundo (1932) Gibran Khalil Gibran
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
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Edición: Diciembre 2021
Imagen de portada: Pixnio
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Lo encontré en la encrucijada de dos caminos. El hombre con apenas un bastón. Cubría sus ropas con una capa y su rostro con un velo de tristeza.
Nos saludamos el uno al otro y yo le dije:
—Ven a mi casa y sé mi huésped.
Y él, vino.
Mi mujer y mis hijos nos esperaban en la puerta de la casa y él les sonrió y ellos estuvieron contentos de su llegada. Después nos sentamos a la mesa. Y todos nos sentimos felices, con el hombre y con el halo de silencio y de misterio que lo envolvía.
Y, luego de cenar, nos reunimos frente al fuego y yo lo interrogué acerca de sus peregrinaciones. Y nos contó muchas historias durante aquella noche. Y también al día siguiente.
Las historias, que yo he registrado aquí, son fruto de la amargura de sus días, aunque él nunca se mostró amargado. Y están escritas con el polvo del camino.
Cuando nos dejó, tres días después, no lo sentíamos ya como un huésped que había partido sino, más bien, como uno de nosotros, que estaba en el jardín y que aún no había entrado.
Cierto día, Belleza y Fealdad se encontraron a orillas del mar. Y se dijeron:
—Bañémonos en el mar.
Entonces se desvistieron y nadaron en las aguas. Instantes más tarde, Fealdad regresó a la costa y se vistió con las ropas de Belleza, y luego partió.
Belleza también salió del mar, pero no halló sus vestiduras, y era demasiado tímida para quedarse desnuda, así que se vistió con las ropas de Fealdad. Y Belleza también siguió su camino.
Y hasta hoy en día, hombres y mujeres confunden una con la otra.
Sin embargo, algunos hay que contemplan el rostro de Belleza y saben que no lleva sus vestiduras. Y algunos otros que conocen el rostro de Fealdad, y sus ropas, no lo ocultan a sus ojos.
Cierta vez, un poeta, escribió una hermosa canción de amor. E hizo muchas copias y las envió a sus amigos y conocidos; hombres y mujeres y, también, a una joven que había visto, tan sólo una vez y que vivía más allá de las montañas. Y, cuando pasaron dos o tres días, vino un mensajero de parte de la joven, trayendo una carta. Y la carta decía:
“Déjame decirte que estoy profundamente conmovida por la canción de amor que escribiste para mí. Ven pronto y habla con mis padres para tratar los preparativos de la boda”.
Y el poeta respondió, diciendo en su carta:
“Amiga mía, la canción que le envié no era sino una canción de amor brotada del corazón de un poeta, cantada por todo hombre y a toda mujer”.
Y ella le escribió a su vez, diciendo:
“¡Hipócrita y mentiroso! ¡Desde hoy, hasta el día en que me entierren, odiaré a todos los poetas por su causa!”.
Una noche, a orillas del Nilo, una hiena se encontró con un cocodrilo. Ambos se detuvieron y se saludaron. La hiena dijo:
—¿Cómo vas pasando el día, Señor?
—Muy mal —respondió el cocodrilo—. A veces, en mi dolor y tristeza, lloro. Y entonces las criaturas dicen: “son lágrimas de cocodrilo”. Y eso me hiere mucho más de lo que podría contar.
Entonces la hiena dijo:
—Hablas de tu dolor y de tu tristeza, pero, piensa por un momento en mí. Contemplo la belleza del mundo, sus maravillas y sus milagros y, llena de alegría, río, como ríen los días. Y los pobladores de la selva dicen: “no es sino la risa de una hiena”.
Desde la campiña llegó a la feria una niña muy bonita. En su rostro había un lirio y una rosa. Había ocaso en su cabello, y el amanecer sonreía en sus labios.
Ni bien la hermosa extranjera apareció ante sus ojos, los jóvenes se asomaron y la rodearon. Uno deseaba bailar con ella, y otro cortar una torta en su honor. Y todos deseaban besar su mejilla. Después de todo, ¿no se trataba acaso de una bella feria?
Mas la niña se sorprendió y molestó, y pensó mal de los jóvenes. Los reprendió y encima golpeó en la cara a uno o dos de ellos. Luego huyó.
En el camino a casa, aquella tarde, decía en su corazón: “estoy disgustada. ¡Que groseros y mal educados son estos hombres! Sobrepasan toda paciencia”.
Y pasó un año, durante el cual la hermosa niña pensó mucho en ferias y hombres. Entonces regresó a la feria con el lirio y la rosa en el rostro, el ocaso en su cabello y la sonrisa del amanecer en sus labios.
Pero ahora los jóvenes viéndola, le dieron la espalda. Y permaneció todo el día ignorada y sola.
Y, al atardecer, mientras marchaba camino a su casa, lloraba en su corazón: “estoy disgustada. ¡Que groseros y mal educados son estos hombres! Sobrepasan toda paciencia”.
En la ciudad de Shawakis vivía un príncipe amado por todos, hombres, mujeres y niños; incluso los animales del campo se acercaban a él para saludarlo.
Sin embargo, la gente decía que su esposa no lo amaba, y aún más, que lo odiaba.
Cierto día, la princesa de una ciudad vecina llegó a visitar a la princesa de Shawakis. Y, sentadas, conversaron, y sus palabras derivaron hacia sus esposos.
La princesa de Shawakis dijo con pasión:
—Envidio tu felicidad con el príncipe, tu esposo, a pesar de tantos años de matrimonio. Yo odio a mi esposo, no me pertenece a mí sola y soy la más infeliz de las mujeres.
La princesa de visita, mirándola, dijo:
—Amiga mía, la verdad es que tú amas a tu esposo. Sí, y aún sientes por él una pasión viva. Y eso es vida para una mujer, como la primavera para un jardín. En cambio, apiádate de mí y de mi esposo, pues nos soportamos en paciente silencio. Y, sin embargo, tú y los otros consideran a eso felicidad.
Un día de tormenta estaba un obispo cristiano en su catedral, y se le acercó una mujer no cristiana y dijo:
—Yo no soy cristiana. ¿Existe salvación del fuego del Infierno para mí?
El obispo miró y respondió:
—No, sólo se salvan los bautizados en el agua y en el espíritu. Y mientras aún hablaba, un rayo cayó con estruendo sobre la catedral, y ésta fue invadida por el fuego.
Y los hombres de la ciudad llegaron corriendo y salvaron a la mujer, pero el obispo se consumió, alimento del fuego.
Cierta vez vivió un ermitaño en medio de las verdes colinas. Era puro de espíritu y blando de corazón. Y todos los animales de la tierra y todas las aves del cielo llegaban hasta él en parejas, y él les hablaba. Lo escuchaban alegremente, reuniéndose junto a él, y no partían hasta la noche, momento en que el ermitaño los despedía, confiándolos al viento y al bosque con su bendición.
Una tarde, mientras hablaba acerca del amor, un leopardo levantó la cabeza y dijo al ermitaño:
—Nos hablas del amor. Dinos, Señor, ¿dónde está tu compañera? —No tengo compañera —contestó el ermitaño.
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