A continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron. Después le pusieron la corona de espinas[1] y se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer. Estando así en la cruz, herido y sangriento, sintió compasión de mí, que estaba allí sollozando, y, mirando con sus ojos ensangrentados en dirección a Juan, mi sobrino, me encomendó a él. Al tiempo, pude oír a algunos diciendo que mi Hijo era un ladrón, otros que era un mentiroso, y aún otros diciendo que nadie merecía la muerte más que Él.
Al oír todo esto se renovaba mi dolor. Como dije antes, cuando le hincaron el primer clavo, esa primera sangre me impresionó tanto que caí como muerta, mis ojos cegados en la oscuridad, mis manos temblando, mis pies inestables. En el impacto de tanto dolor no pude mirarlo hasta que lo terminaron de clavar. Cuando pude levantarme, vi a mi Hijo colgando allí miserablemente y, consternada de dolor, yo Madre suya y triste, apenas me podía mantener en pie.
Viéndome a mí y a sus amigos llorando desconsoladamente, mi Hijo gritó en voz alta y desgarrada diciendo: ‘¿Padre por qué me has abandonado?’ Era como decir: ‘Nadie se compadece de mí sino tú, Padre’. Entonces sus ojos parecían medio muertos, sus mejillas estaban hundidas, su rostro lúgubre, su boca abierta y su lengua ensangrentada. Su vientre se había absorbido hacia la espalda, todos sus fluidos quedaron consumidos como si no tuviera órganos. Todo su cuerpo estaba pálido y lánguido debido a la pérdida de sangre. Sus manos y pies estaban muy rígidos y estirados al haber sido forzados para adaptarlos a la cruz. Su barba y su cabello estaban completamente empapados en sangre.
Estando así, lacerado y lívido, tan sólo su corazón se mantenía vigoroso, pues tenía una buena y fuerte constitución. De mi carne, Él recibió un cuerpo purísimo y bien proporcionado. Su cutis era tan fino y tierno que al menor arañazo inmediatamente le salía sangre, que resaltaba sobre su piel tan pura. Precisamente por su buena constitución, la vida luchó contra la muerte en su llagado cuerpo. En ciertos momentos, el dolor en las extremidades y fibras de su lacerado cuerpo le subía hasta el corazón, aún vigoroso y entero, y esto le suponía un sufrimiento increíble. En otros momentos, el dolor bajaba desde su corazón hasta sus miembros heridos y, al suceder esto, se prolongaba la amargura de su muerte.
Sumergido en la agonía, mi Hijo miró en derredor y vio a sus amigos que lloraban, y que hubieran preferido soportar ellos mismos el dolor con su auxilio, o haber ardido para siempre en el infierno, antes que verlo tan torturado. Su dolor por el dolor de sus amigos excedía toda la amargura y tribulaciones que había soportado en su cuerpo y en su corazón, por el amor que les tenía. Entonces, en la excesiva angustia corporal de su naturaleza humana, clamó a su Padre: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’.
Cuando yo, Madre suya y triste, oí esas palabras, todo mi cuerpo se conmovió con el dolor amargo de mi corazón, y todas las veces que las recuerdo lloro desde entonces, pues han permanecido presentes y recientes en mis oídos. Cuando se le acercaba la muerte, y su corazón se reventó con la violencia de los dolores, todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza se levantó un poco para después caérsele otra vez. Su boca quedó abierta y su lengua podía ser vista toda sangrante. Sus manos se retrajeron un poco del lugar de la perforación y sus pies cargaron más con el peso de su cuerpo. Sus dedos y brazos parecieron extenderse y su espalda quedó rígida contra la cruz.
Entonces, algunos me decían: ‘María, tu Hijo ha muerto’. Otros decían: ‘Ha muerto pero resucitará’. A medida que todos se iban marchando, vino un hombre, y le clavó una lanza en el costado con tanta fuerza que casi se le salió por el otro lado. Cuando le sacaron la espada, su punta estaba teñida de sangre roja y me pareció como si me hubieran perforado mi propio corazón cuando vi a mi querido hijo traspasado. Después lo descolgaron de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso, completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída.
Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Le tuve sobre mis rodillas como había estado en la cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros. Tras esto le tendieron sobre una sábana limpia y, con mi pañuelo, le sequé las heridas y sus miembros y cerré sus ojos y su boca, que había estado abierta cuando murió. Así lo colocaron en el sepulcro. ¡De buena gana me hubiera colocado allí, viva con mi Hijo, si esa hubiera sido su voluntad! Terminado todo esto, vino el bondadoso Juan y me llevó a su casa. ¡Mira, hija mía, cuánto ha soportado mi Hijo por ti!
[1] Explicación del Libro 7 - Capítulo 15 (from the english translation): "Entonces la corona de espinas, que habían removido de Su cabeza cuando estaba siendo crucificado, ahora la ponen de vuelta, colocándola sobre su santísima cabeza. Punzó y agujereó su imponente cabeza con tal fuerza que allí mismo sus ojos se llenaron de sangre que brotaba y se obstruyeron sus oídos."
Palabras de Cristo a su esposa sobre cómo Él mismo se entregó, por su propia y libre voluntad, para ser crucificado por sus enemigos, y sobre cómo controlar el cuerpo de movimientos ilícitos ante la consideración de su pasión.
Capítulo 11
El Hijo de Dios se dirigió a su esposa, diciendo: “Yo soy el Creador del Cielo y la tierra, y el que se consagra en el altar es mi verdadero cuerpo. Ámame con todo tu corazón, porque yo te amé y me entregué a mis enemigos por mi propia y libre voluntad, mientras que mis amigos y mi Madre se quedaron en amargo dolor y llanto. Cuando vi la lanza, los clavos, las correas y todos los demás instrumentos de mi pasión allí preparados, aún así acudí a sufrir con alegría. Cuando mi cabeza sangraba por todas las partes desde la corona de espinas, aún entonces, y aunque mis enemigos se apoderasen de mi corazón, también, antes que perderte, dejaría que lo hiriesen y lo despedazasen.
Por ello serías muy ingrata si, en correspondencia a tanta caridad, no me amases. Si mi cabeza fue perforada y se inclinó en la cruz por ti, también tu cabeza debería inclinarse hacia la humildad. Dado que mis ojos estaban ensangrentados y llenos de lágrimas, tus ojos deberían apartarse de visiones placenteras. Si mis oídos se obstruyeron de sangre y oí palabras de burla contra mí, tus oídos tendrían que apartarse de las conversaciones frívolas e inoportunas.
Al habérsele dado a mi boca una bebida amarga y negársele una dulce, guarda tu propia boca del mal y deja que se abra para el bien. Puesto que mis manos fueron estiradas y clavadas, que las obras simbolizadas en tus manos se extiendan a los pobres y a mis mandamientos. Que tus pies, o sea, tus afectos, con los que debes caminar hacia mí, sean crucificados a los deleites de manera que, igual que Yo sufrí en todos mis miembros, también todos tus miembros estén dispuestos a obedecerme. Demando más servicios de ti que de otros porque te he dado una mayor gracia”.
Acerca de cómo un ángel reza por la esposa y cómo Cristo le pregunta al ángel qué es lo que pide para la esposa y qué es bueno para ella.
Capítulo 12
Un ángel bueno, el guardián de la esposa, apareció rogando a Cristo por ella. El Señor le respondió y dijo: “Una persona que reza por otra debe rogar por la salvación de la otra. Tú eres como un fuego que nunca se extingue, incesantemente ardiendo con mi amor. Tú ves y conoces todo cuando me ves y no quieres nada más que lo que yo quiero. Por ello, dime ¿qué es lo que conviene a esta esposa mía? Él contestó: “Señor, tú lo sabes todo”. El Señor le dijo: “Todo lo que se ha creado o se creará existe eternamente en mí. Entiendo y conozco todo en el Cielo y en la tierra, y no hay cambio en mí.
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