Palabras de la Virgen María a su hija, ofreciéndole una provechosa enseñanza sobre cómo debe de vivir, y describiendo maravillosos detalles de la pasión de Cristo.
Capítulo 10
Yo soy la Reina del Cielo, la Madre de Dios. Te dije que debías llevar un broche sobre tu pecho. Ahora te mostraré con más detalle cómo, desde el principio, nada más aprender y llegar a la comprensión de la existencia de Dios, estuve siempre solícita y temerosa de mi salvación y observancia religiosa. Cuando aprendí más plenamente que el mismo Dios era mi Creador y el Juez de todas mis acciones, llegué a amarlo profundamente y estuve constantemente alerta y observadora para no ofenderlo de palabra ni de obra.
Cuando supe que Él había dado su Ley y mandamientos a su pueblo y obró tantos milagros a través de ellos, hice la firme resolución en mi alma de no amar nada más que a Él, y las cosas mundanas se volvieron muy amargas para mí. Entonces, sabiendo que el mismo Dios redimiría al mundo y nacería de una Virgen, yo estaba tan conmovida de amor por Él que no pensaba en nada más que en Dios ni quería nada que no fuera Él. Me aparté, en lo posible, de la conversación y presencia de parientes y amigos, y le di a los necesitados todo lo que había llegado a tener, quedándome sólo con una moderada comida y vestido.
Nada me agradaba sino sólo Dios. Siempre esperé en mi corazón vivir hasta el momento de su nacimiento y, quizá, aspirar a convertirme en una indigna servidora de la Madre de Dios. También hice en mi corazón el voto de preservar mi virginidad, si esto era aceptable para Él, y de no poseer nada en el mundo. Pero si Dios hubiera querido otra cosa, mi deseo era que se cumpliera en mí su deseo y no el mío, porque creí en que Él era capaz de todo y que Él sólo querría lo mejor para mí. Por ello, sometí a Él toda mi voluntad. Cuando llegó el tiempo establecido para la presentación de las vírgenes en el templo del Señor, estuve presente con ellas gracias a la religiosa obediencia de mis padres.
Pensé para mí que nada era imposible para Dios y que, como Él sabía que yo no deseaba ni quería nada más que a Él, Él podría preservar mi virginidad, si esto le agradaba y, si no, que se hiciera su voluntad. Tras haber escuchado todos los mandamientos en el templo, volví a casa aún ardiendo más que nunca en mi amor hacia Dios, siendo inflamada con nuevos fuegos y deseos de amor cada día. Por eso, me aparté aún más de todo lo demás y estuve sola noche y día, con gran temor de que mi boca hablase o mis oídos oyesen algo contra Dios, o de que mis ojos mirasen algo en lo que se deleitaran. En mi silencio sentí también temor y ansiedad por si estuviera callando en algo que debiera de hablar.
Con estas turbaciones en mi corazón, y a solas conmigo misma, encomendé todas mis esperanzas a Dios. En aquel momento vino a mi pensamiento considerar el gran poder de Dios, cómo los ángeles y todas las criaturas le sirven y cómo es su gloria indescriptible y eterna. Mientras me preguntaba todo esto, tuve tres visiones maravillosas. Vi una estrella, pero no como las que brillan en el Cielo. Vi una luz, pero no como las que alumbran el mundo. Percibí un aroma, pero no de hierbas ni de nada de eso, sino indescriptiblemente suave, que me llenó tanto que sentí como si saltara de gozo. En ese momento, oí una voz, pero no de hablar humano.
Tuve mucho miedo cuando la oí y me pregunté si sería una ilusión. Entonces, apareció ante mí un ángel de Dios en una bellísima forma humana, pero no revestido de carne, y me dijo: ‘Ave, llena gracia…’ Al oírlo, me pregunté qué significaba aquello o por qué me había saludado de esa forma, pues sabía y creía que yo era indigna de algo semejante, o de algo tan bueno, pero también sabía que para Dios no era imposible hacer todo lo que quisiese. Acto seguido, el ángel añadió: ‘El hijo que ha de nacer en ti es santo y se llamará Hijo de Dios. Se hará como a Dios le place’. Aún no me creí digna ni le pregunté al ángel ‘¿Por qué?’ o ‘¿Cuándo se hará?’, pero le pregunté: ‘¿Cómo es que yo, tan indigna, he de ser la madre de Dios, si ni siquiera conozco varón?’
El ángel me respondió, como dije, que nada es imposible para Dios, pero ‘Todo lo que él quiera se hará’. Cuando oí las palabras del ángel, sentí el más ferviente deseo de convertirme en la Madre de Dios, y mi alma dijo con amor: ‘¡Aquí estoy, hágase tu voluntad en mí!’ Al decir aquello, en ese momento y lugar, fue concebido mi Hijo en mi vientre con una inefable exultación de mi alma y de los miembros de mi cuerpo. Cuando Él estaba en mi vientre, lo engendré sin dolor alguno, sin pesadez ni cansancio en mi cuerpo. Me humillé en todo, sabiendo que portaba en mí al Todopoderoso. Cuando lo alumbré, lo hice sin dolor ni pecado, igual que cuando lo concebí, con tal exultación de alma y cuerpo que sentí como si caminara sobre el aire, gozando de todo. Él entró en mis miembros, con gozo de toda mi alma, y de esa forma, con gozo de todos mis miembros, salió de mí, dejando mi alma exultante y mi virginidad intacta.
Cuando lo miré y contemplé su belleza, la alegría desbordó mi alma, sabiéndome indigna de un Hijo así. Cuando consideré los lugares en los que, como sabía a través de los profetas, sus manos y pies serían perforados en la crucifixión, mis ojos se llenaron de lágrimas y se me partió el corazón de tristeza. Mi hijo miró a mis ojos llorosos y se entristeció casi hasta morir. Pero al contemplar su divino poder, me consolé de nuevo, dándome cuenta de que esto era lo que él quería y, por ello, como era lo correcto, conformé toda mi voluntad a la suya. Así, mi alegría siempre se mezclaba con el dolor.
Cuando llegó el momento de la pasión de mi Hijo, sus enemigos lo arrestaron. Lo golpearon en la mejilla y en el cuello, y lo escupieron mofándose de él. Cuando fue llevado a la columna, él mismo se desnudó y colocó sus manos sobre el pilar, y sus enemigos se las ataron sin misericordia. Atado a la columna, sin ningún tipo de ropa, como cuando vino al mundo, se mantuvo allí sufriendo la vergüenza de su desnudez. Sus enemigos lo cercaron y, estando huidos todos sus amigos, flagelaron su purísimo cuerpo, limpio de toda mancha y pecado. Al primer latigazo yo, que estaba en las cercanías, caí casi muerta y, al volver en mí, vi en mi espíritu su cuerpo azotado y llagado hasta las costillas.
Lo más horrible fue que, cuando le retiraron el látigo, las correas engrosadas habían surcado su carne. Estando ahí mi Hijo, tan ensangrentado y lacerado que no le quedó ni una sola zona sana en la que azotar, alguien apareció en espíritu y preguntó: ‘¿Lo vais a matar sin estar sentenciado?’ Y directamente le cortó las amarras. Entonces, mi Hijo se puso sus ropas y vi cómo quedó lleno de sangre el lugar donde había estado y, por sus huellas, pude ver por dónde anduvo, pues el suelo quedaba empapado de sangre allá donde Él iba. No tuvieron paciencia cuando se vestía, lo empujaron y lo arrastraron a empellones y con prisa. Siendo tratado como un ladrón, mi Hijo se secó la sangre de sus ojos. Nada más ser sentenciado, le impusieron la cruz para que la cargara. La llevó un rato, pero después vino uno que la cogió y la cargó por Él. Mientras mi Hijo iba hacia el lugar de su pasión, algunos le golpearon el cuello y otros le abofetearon la cara. Le daban con tanta fuerza que, aunque yo no veía quién le pegaba, oía claramente el sonido de la bofetada.
Cuando llegué con Él al lugar de la pasión, vi todos los instrumentos de su muerte allí preparados. Al llegar allí, Él solo se desnudó mientras que los verdugos se decían entre sí: ‘Estas ropas son nuestras y Él no las recuperará porque está condenado a muerte’. Mi Hijo estaba allí, desnudo como cuando nació y, en esto, alguien vino corriendo y le ofreció un velo con el cuál el, contento, pudo cubrir su intimidad. Después, sus crueles ejecutores lo agarraron y lo extendieron en la cruz, clavando primero su mano derecha en el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo. Perforaron su mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una cuerda, le estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la cruz de igual manera.
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