Carlos Barros - El sueño del aprendiz

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La vida de Mario, Celia y Juanjo ha cambiado mucho desde que fueran aquellos inseparables amigos en la adolescencia. La compleja relación de amistad, amor y celos, que los une y les persigue desde entonces, se vio truncada tras la abrupta y repentina marcha de Celia al extranjero. Diez años más tarde, cuando rondan la treintena y ya creían haber rehecho sus vidas, el inesperado regreso a Valencia de Celia y la insistencia de Mario por recomponer las piezas de aquella ruptura, o la sombra de una historia de amor inacabada, amenazan con volver a ponerlo todo patas arriba.
Será a través de la historia protagonizada por el aprendiz de periodista Manuel Planes, el 'alter ego' de Mario en la Valencia de 1873, como iremos descubriendo aquella etapa de una añorada juventud gobernada por los sueños, fracasos, aprendizajes, y el primer amor, imborrable a pesar del paso de los años. Un trepidante viaje a los inicios del periodismo en Valencia, la palpitante atmósfera de una ciudad casi irreconocible y el apasionante periodo de la primera República y la revuelta cantonal, marcado por la inestabilidad política y una intensa renovación cultural en muchos ámbitos; en el que el lector viajará del presente al pasado casi sin darse cuenta e irá abriendo poco a poco el corazón de sus protagonistas.

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—¿Qué es lo que estudias? —se interesó Cecilia.

—Leyes —contesté, quizás con menos énfasis de lo esperado.

—¡Qué aburrimiento! ¿no? —soltó ella con pasmosa naturalidad.

Su madre le reprochó por lo bajo ese comentario, aunque a mí no me ofendió en absoluto.

—Un poco sí —reí sincero—. Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta?

—Se me dan bien varias cosas —afirmó con gran suficiencia—. Si Dios quiere algún día seré maestra, como mi madre —añadió con una ternura inconmensurable—. Aunque creo que lo que de verdad me hubiera gustado es la enfermería —concluyó después.

—¡Vaya! ¿No te da miedo la sangre?

—¡Qué va! A mí no me da miedo casi nada —dijo desafiante.

—Qué gran pérdida entonces, serías una enfermera estupenda —sostuve, imaginándomela salvando vidas con aquella firmeza.

—Vives al otro lado de la plaza, ¿verdad? —inquirió inclinando las cejas, como si de pronto recordara de qué le resultaba familiar mi rostro.

—Sí, donde el Zapatero —confirmé.

—¿Os conocíais? —quiso saber doña Blanca.

Mientras lo negábamos nuestras miradas se cruzaron un instante y, por alguna razón, no pude dejar de fijarme en ella. No es que destacara por una excepcional belleza, pero poseía un encanto que me mantenía totalmente hechizado. La pureza de sus ojos verdes me impresionó todavía más al verlos tan cerca, radiantes sobre su piel tersa y pálida. Las mejillas sonrosadas, sus formas suaves y curvadas, bien proporcionadas, conformaban un conjunto de una belleza muy sutil. Pero lo que más me impactó fue sentir que su alma me traspasaba. Por momentos me pareció que era capaz de transmitir un aire melancólico, una extrema vulnerabilidad incluso; mientras que otras veces, en cambio, su aplomo me recordaba a la agradable serenidad de una señorita de elevada posición.

—Creo que te vi el otro día, cuando salías de casa por la mañana —afirmó después más convencida.

—Puede. —Le sonreí, tratando de ocultar en vano la fascinación que me había causado desde el primer momento—. ¿Estabais estudiando? —dije cambiando de tema.

—María y yo aclarábamos unas dudas, nada del otro mundo.

—Repasamos un poco de latín, a mí se me atraviesa un poco. ¿Nos ayudas? —propuso María con su fina voz de terciopelo.

El trato familiar que adoptó también ella, que se mantenía discretamente en un segundo plano algo más cohibida, me resultó de lo más agradable, lo que me hizo olvidar, en parte, la decepción por no haber logrado un encuentro con Cecilia a solas.

—Claro —dije mostrando total disposición.

—«Dux aciem adversus milites instruxit atque milites spe victoriae fortiter in acie pugnaverunt remque publicam servaverunt» —recitó de carrerilla.

—Ah, esa es fácil —resolví a los pocos segundos—. Déjame ver, sería algo así como: El jefe formó la línea de batalla frente a los soldados y los soldados lucharon fuertemente con la esperanza de la victoria en la línea de batalla y salvaron al estado.

—¡Sí! —dijo María radiante de felicidad—. Sabía que los soldados peleaban hasta la victoria. ¿Lo ves? —remató mirando a su amiga con suficiencia.

Cecilia la miró con fastidio.

—Ya que se te da tan bien, podrías venir a ayudarnos más a menudo —apostilló, mostrándome una sonrisa ambigua.

—A ver, a ver, no atosiguéis a nuestro invitado —intervino doña Blanca.

—Bueno. En realidad, yo ya me iba —dijo María recogiendo sus cosas.

Doña Blanca acompañó a María a la puerta y, cuando por fin me encontré con Cecilia a solas, me sentí invadido por una sensación muy extraña. Intenté escrutar en vano esa mirada que constituía un enigma para mí. Parecía encerrar un gran misterio y, a la vez, resultaba sumamente dulce y delicada, como la invitación constante a perderse en el verdor de una selva impenetrable. Por un momento me sentí acorralado por el desconcierto, el agobio, las prisas y las dudas, pues nunca había sido capaz de saber cómo comportarme en aquel tipo de situaciones. Pero sabía que sería mi única oportunidad y no podía desperdiciarla. Así que, tras coger aire, me lancé.

—En realidad yo he venido hasta aquí por un amigo —murmuré.

Ella pareció no comprender muy bien, y quizás decepcionarse un poco.

—¿Qué amigo?

—Julio, es un compañero de clase.

—¿Lo conozco?

Negué con la cabeza

—Él te vio un día en la plaza, pero probablemente tú no te fijaste en él —aclaré después.

—¿Y qué es lo que quiere ese Julio?

—Bueno pues, verás, él… está deseando conocerte —dije tratando de encontrar las palabras más adecuadas.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó mostrando más interés.

—Pues supongo que porque le gustas —dije sin pensar, como si aquella fuera la única posibilidad.

Pero aquello sonó como una nota discordante en el ya de por sí forzado diálogo, e hizo que me arrepintiera al instante de que aquellas palabras hubieran salido de mis labios. Sin embargo, ella, lejos de reaccionar con ira o vergüenza, se quedó como pensativa, tratando de interpretar y medir debidamente el significado de aquella revelación, que había quedado como suspendida en el aire.

En ese momento doña Blanca regresó a la cocina y empezó a recoger las tazas de café. Me retiré un poco a un lado, esperando que no notara que me había puesto rojo de vergüenza.

—Yo también debería irme, muchas gracias por todo —les dije.

—Gracias a ti por la visita Manuel —me dijo con dulzura—. Vuelve cuando quieras —añadió.

—Ya le acompaño yo —se ofreció Cecilia mostrándome el camino hacia la salida.

Caminé detrás de ella en silencio y nuestros cuerpos se rozaron apenas un instante al atravesar el umbral de la puerta. Después sentí tras de mí como ella, apoyada en el pomo, emitía un pequeño suspiro, preludio ya de la despedida.

—Adiós Manuel, ha sido un placer conocerte —me dijo por fin.

Me volví para mirarla y noté cómo mi corazón iba más rápido de lo normal. Sus ojos verdes me sostenían la mirada, sin dejarme apartarla.

—¿Qué le digo? —pregunté aún apabullado.

—¿A quién?

—A Julio.

—Dile que podemos vernos cuando quiera. Pero que no se haga ilusiones, puede que yo ya me haya fijado en otro chico —respondió con total frialdad.

—Ah, ¿sí? ¿En quién? —quise saber, desarmado una vez más por su franca osadía.

—No puedo decírtelo —dijo como si aquello encerrara una especie de acertijo.

—¿Es alguien del barrio? —me atreví a preguntar, en una especie de ruego desesperado.

—Sí —confirmó de manera sencilla y directa. Y la puerta se cerró delante de mis narices.

— 6 —

Principios de diciembre de 1872

La parte del negocio reservada para atender al público ocupaba un espacio más pequeño, en comparación con el taller. Un simple mostrador de madera con la caja registradora y un par de sillas al otro lado para hacer más cómoda la espera eran los únicos objetos que componían la estancia, en ese momento huérfana de clientes.

Yo me hallaba ensimismado observando la plaza, muy quieto, como de costumbre, mientras mi padre y mi hermano trabajaban en la trastienda rematando los arreglos. Allí, lejos de la lumbre de la cocina, el frío del amanecer claro iba calando poco a poco en los huesos, y me froté las manos como un acto reflejo mientras contemplaba el paisaje a través del cristal que separaba el local de la calle.

Un hombre, ataviado con blusa larga y gorra de labor, tiraba de una carretilla cargada hasta los topes e iba seguido de una mujer que circulaba precavida, con cuidado de no arrastrar mucho el vuelo de sus faldas. Al otro lado, un caballero con levita y sombrero alto, a la moda, pasaba frente al mendigo que ocupaba el mismo espacio todas las mañanas. De un cercano portal asomaron de pronto un pobre viejo encorvado y un muchacho escuálido que empezaron a seguir la estela de un carro que cruzaba la plaza con indiferencia y parsimonia, arrastrado por bestias perezosas. Eran los mismos ritmos, los mismos sonidos tan reconocibles, aquella letanía cadenciosa envuelta por el improvisado y artificial frenesí de la urbe.

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