Miguel Abollado Rego - Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas

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Rosa se está arreglando para una cita. Se mira al espejo y duda. Ha pasado mucho tiempo desde que él se fue y ahora siente miedo. Billie Holiday canta Strange Fruit para las almas que habitan las nubes más recónditas del Universo. Un joven madrileño se mezcla con los extraños personajes que encienden el Rastro cada mañana de domingo, aunque en su cabeza solo hay sitio para su amada Paula. Un taxista que habla con Elvis se encuentra con el fantasma de Tabucchi. El día que muere Marilyn, un detective es contratado para vigilar a una misteriosa mujer. Se verá envuelto en una persecucion de película por las calles de un Madrid ardiente y vacío. En un viaje a Berlín el autor conoce a la protagonista de una de sus novelas. La muerte de un viejo camarada conduce a Martín al pueblo pesquero donde hace muchos años fue tan feliz.
Cinco años despues de publicar Conspiración en la niebla, el autor se adentra ahora en el género del relato corto ofreciendo doce historias apasionantes donde se mezclan amor, amistad, misterio, sueño y realidad. Viento de levante, meigas silenciosas y salamandras amarillas, el relato que da nombre a este libro, es una manera de mostrar el poder que puede tener el lenguaje. Porque algunas veces no importan tanto la historia o los personajes, lo que importa son las palabras, el espacio, la música, el silencio. Y las palabras que evocan recuerdos no deben ser excesivas, deben ser precisas, impactantes y bellas. Y no tienen necesariamente que tener sentido. Porque, en definitiva, nada tiene sentido.

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Al cabo de un rato me levanto de allí. Me meto sin querer en el jaleo de la calle Humilladero y descubro un bar que no conocía. Vaya, esto sí que es noticia. Los gins que me tomé el sábado con la cuadrilla Déjate liar empiezan a golpearme. Quizás necesite una cerveza. Entro, pido un tercio y me ponen una Super Bock. Me acuerdo de mi amigo Pajares, que es lo que bebe cuando va a Lisboa a ver a Metallica. Miro extrañado al camarero y le señalo la botella. El dueño es portugués, me dice, con acento vasco. En el aire suena una guitarra, es una especie de blues, o swing, o bossa nova, no lo sé muy bien. Pero es muy bueno. Sólo por seguir escuchándolo acabo pidiéndome otra birra. Al salir le pregunto y me apunta el nombre del guitarrista.

Angelo Debarre, Swing Manouche.

Agur, compañero.

Ya estoy frente al restaurante Julián de Tolosa. Estiro bien la camisa; pienso, con algo de rabia, que debería haberla planchado con un poco más de esmero; me arreglo un poco el pelo y miro disimuladamente a través de los enormes ventanales a ver si la veo. Un vistazo rápido al reloj. Es pronto aún. Durante todo el camino desde que salí de mi casa, en mi cabeza, además de la resaca, no ha habido lugar para otra cosa que no sea ella. Los pasteles, los libros, el flamenco, la vida excesiva del Rastro, el Swing Manouche, sólo son una excusa para paliar esta obsesión que me corroe el alma desde hace una semana.

Paula me ha llamado.

Mi querida Paula, mi odiada Paula, mi amor perdido, mi deseo ardiente, mi vida entera, la sangre de mis venas, mi dolor incurable; la eterna, bella, inalcanzable, perfecta y malvada Paula.

Paula… luz de mi vida… fuego de mis entrañas… pecado mío…

Paula y yo estuvimos juntos hace unos dos años. Fue una relación bastante tumultuosa. Ella era un torbellino que se llevaba por delante todo lo que tocaba; una fiera desbocada que se comía la vida de una manera tan intensa que era imposible seguirla.

Nos conocimos en una fiesta a la que fui de casualidad. Ese día no tenía ninguna intención de salir, pero mi amigo Andrés insistió tanto en que fuera a la celebración de su cumpleaños que al final cedí. Aparecí tardísimo, sin afeitar y medio dormido, con la intención de saludar, tomarme un par de copas y largarme de allí. Pero no sucedió eso. Lo que sucedió fue que al poco de llegar a la fiesta, mientras deambulaba por la casa ―un magnífico piso que tienen sus padres en pleno barrio de Salamanca― me encontré con ella. Estaba en un rincón de la biblioteca, con una copa de champán en una mano y un cigarrillo en la otra. Tenía las piernas cruzadas y parecía estar mirando hacia mí incluso antes de que yo apareciera, como si estuviera protagonizando el anuncio de su bebida favorita. No sonreía, pero parecía contenta. Esa expresión suya siempre la recordaré. Al mirar hacia ella, me saludó con un conciso movimiento de cabeza y dirigió la mirada brevemente a la otra copa que estaba encima de la mesa. Inmediatamente volvió de nuevo su mirada hacia mí y me sonrió levemente. Un despliegue de clase y sensualidad del que era imposible escapar. Así que me acerqué, le dije mi nombre y me senté a su lado. Llenó mi copa y me la puso en la mano.

―Hola, soy Paula y me gusta el champán.

―También las fiestas de cumpleaños.

―Pues no mucho. Andrés es un buen amigo y a los buenos amigos hay que mantenerlos. Pero no me gusta estar con desconocidos, siempre intentan preguntarte por qué eres así de rara y por qué bebes champán. Esto es algo que detesto, la falta de originalidad. La gente en general es muy poco interesante. Pero hay que reconocer que en este rincón no se está mal del todo.

―Intentaré no aburrirte demasiado.

Ella sonrió otra vez y me dio un beso en la mejilla.

La noche resultó mágica, casi como un sueño. Cuando terminamos la botella nos largamos de allí. Tomamos un par de copas por la Latina y después fuimos a su casa.

Su casa era extraña. Casi no había nada. Un espacio enorme, vacío, poco acogedor, pero al mismo tiempo resultaba intrigante. La pasión se desató en el último bar como un torbellino de aire incandescente que a medida que nos acercábamos a su casa se iba convirtiendo en un huracán de fuerza cinco que arrasaba con todo lo que pillaba por delante. El tiesto de la portería…, el espejo del ascensor…, la lámpara de pie del descansillo…, los jarrones de cristal de la mesita de entrada regalo de su exsuegra…, los cuadros falsos de Picasso…

Le encantaba el champán. Le gustaba esparcírselo por encima. Le gustaba beberlo de mi boca absorbiéndolo con fuerza hasta quitarme el dorado manjar y todo mi aire y toda mi alma. Después, con los restos desparramados por sus pechos, se retorcía de placer, se tocaba como si no se conociera, como si fuera la primera vez que tocaba un cuerpo tan perfecto. Y gemía como un gato hambriento. Y me miraba con los ojos entreabiertos, con la boca húmeda, con la lengua saboreando sus propios labios. Entonces me decía ven, y me invitaba a participar en la Gran Fiesta del Placer. Lentamente se deslizaba por mi cuerpo como una serpiente buscando la manzana del pecado. Una vez la encontraba, ya no la soltaba en toda la noche. Nunca sentí nada igual con ninguna mujer. Y ella miraba, sonreía, gemía de tal manera que hacía que me sintiera realmente especial, como si yo fuera la verdadera causa de tan desmesurado placer.

Todos esos encuentros fueron algo único e irrepetible. Pero como ocurre tantas veces, los momentos intensos son inevitablemente breves, y a la primera señal de rutina, todo terminó. Al principio fue un shock, pero pasados varios meses me fui olvidando de ella. Más que una relación estable que terminó pronto, lo intenté ver como una noche apasionante que se alargó más de la cuenta. Desapareció de mi vida, pero no para siempre. Cada dos o tres meses recibía una llamada suya. La conversación era breve. Quería comer conmigo. Siempre le gustó ir al grano, pero la primera vez me dio la impresión de que me convocaban para una reunión de trabajo. Fui con ilusión, pero también con un poco de escepticismo. Las sensaciones fueron increíbles, casi como aquella primera noche. Y como aquella noche terminó. Al día siguiente actuó como si yo no existiera. Así ocurrió otras tres veces. A todas las citas acudí ilusionado, pero el escepticismo de la primera se fue convirtiendo en ansiedad, en desasosiego.

Ahora estoy obsesionado.

Entro, por fin, en el restaurante y pregunto por mi reserva. Me gusta llegar un rato antes a los sitios, tomarme una caña y observar al personal. Me fijo en las parejas y me invento conversaciones absurdas. Los pongo al límite y sonrío con malicia cuando los veo reaccionar. Siempre pienso que algún día, ella, cansada de los insultos inventados por mi mente, se va a levantar para abofetearle; o que él, harto de sus falsos desprecios, va a tirar la copa contra el suelo, levantarse de la silla y largarse de su lado para siempre. La vida es un gran teatro y la imaginación es libre.

―Le están esperando en la mesa.

Siento un escalofrío. Ella siempre llega tarde y falta un cuarto de hora para las tres.

―¿Tomará champán, como la señorita?

En el Julián de Tolosa no puede haber champán. Lo elegí cuidadosamente y confirmé que no lo había.

―¿Tienen champán?

―Tenemos lo que quiera pedir el cliente. El mejor champán de Madrid.

―Joder.

La última vez que me dijeron eso de el mejor champán de Madrid, la broma costó más de 300 pavos. Pienso en mis opciones. Por primera vez intento ser realista. ¿Me dejo llevar por el corazón o por el instinto? Veamos:

1 Él entra en el restaurante. Ella lo espera con las piernas cruzadas y la mirada fija. Lo saluda con su sonrisa arrebatadora y le invita a una copa de champán que por supuesto pagará él. Piden alubias y un chuletón. Y más champán. Hablan, ríen, hay conexión. Como la ha habido siempre. Es como tiene que ser. Al acabar, ella le propone ir a su casa.

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