Siglo XXI / Filosofía y pensamiento
José M.ª Ripalda
Umbral de época
De Ilustración, románticas e idealistas
En La flauta mágica (1791) la noche es tiniebla, irracionalidad, mujer, en oposición al día, que es luz, racionalidad, varón. La razón es revolucionaria, pero su fuerza le viene de una noche que aún no entiende, porque viene del futuro.
El decorado de Schinkel (1816) para la gran escena de la Reina de la Noche reconoce esa fuerza. El Idealismo alemán trata de entenderla. Monarquías e imperios se tambalean, la guerra cubre Europa; religión, orden social, matrimonio amenazan ruina. El tiempo se acelera.
Este intenso relato de «la década prodigiosa» nos hace respirar el ambiente en el que cristalizó nuestra modernidad, ahora ante un nuevo umbral crítico.
José M.ª Ripalda amplió sus estudios de Filosofía y Sociología, entre 1968 y 1976, en Münster, Bochum y Berlín; en 1975-1976 impartió clases sobre Hegel en la Freie Universität Berlin. Desde 1987, ha sido catedrático de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.
Es autor de La nación dividida (1978, 2016), Filosofía real (trad. 1984, 2008), Fin del clasicismo (1992), Comentario a la Filosofía del Espíritu de Hegel (1993), Los límites de la dialéctica (2005), El joven Hegel (trad. 2016).
Diseño de portada
RAG
Motivo de cubierta
Decorado de K. F. Schinkel para el aria «Der Hölle Rache» [«La furia del infierno»], Acto 2, Esc. 8.ª, en W. A. Mozart, Die Zauberflöte [La flauta mágica], sobre libreto de E. Schikaneder.
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© José M.ª Ripalda, 2021
© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2021
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ISBN: 978-84-323-2018-7
El tiempo es caótico, las intenciones son suplantadas por sus efectos perversos, el azar rompe los cálculos más sólidos. Nada es lo que parece y donde se entrevé sentido es peor.
El presente es el lugar del drama, en caída libre. La historia ya solo un recurso más. Pero nos sigue empujando por la espalda.
No por eso nos dejemos intimidar dejando de pensar, de querer, de imaginar. Hay por-venir. En medio de la tormenta contémonos, por un momento, historias verdaderas.
INTRODUCCIÓN
Después de la revolución
Corrían aquellos días de desolación que tuvieron consecuencias funestas para Alemania, para Europa, incluso para el resto del mundo, cuando el ejército de los francos irrumpió en nuestra patria por una brecha mal guardada. Una familia noble, que había abandonado sus posesiones en la región [del Palatinado], cruzó el Rhin en su huida, escapando de las calamidades que amenazaban a todas las personas distinguidas[1], pues se les imputaba como crimen que guardaran un grato y honroso recuerdo de sus antepasados y disfrutaran de ciertas ventajas que, por otra parte, cualquier padre cariñoso no puede sino querer para sus hijos y descendientes.
Así de sutil comienza Goethe las Conversaciones de emigrados alemanes (1795) en plena Guerra de la Primera Coalición. El evidente modelo de esta colección de narraciones, el Decamerón de Boccaccio, sugiere de entrada la comparación de la Revolución francesa con la peste que asolara Florencia cuatro siglos antes (en otro umbral de época). La familia noble, refugiada ahora de la nueva epidemia, representa la vieja célula nuclear de lo político regida por el privilegio hereditario; el patrimonio particular del monarca era a la vez el del Estado y los funcionarios de este eran a la vez sirvientes.
La nobleza ocupa en este texto el lugar de la cultura, caracterizada por las formas atentas y cordiales sin afectación ni énfasis. Goethe ha sido elevado a la nobleza hace ya una docena de años; y lo que propugna la elegancia y fluidez de su narración es precisamente la serena excelencia de la gente cultivada sobre la plebe. Un tipo ideal, pues a esa acrópolis no pertenece solo la nobleza ni menos aún toda ella.
A continuación es presentada «la baronesa von C.» como el compendio de la competencia social, lo que le otorga una autoridad tan espontánea como grata. Goethe le atribuye también decisión y energía, lo que ciertamente no era tan característico de la nobleza –lo interpreto como una delicada sugerencia cuidadosamente oblicua–: la nobleza se caracterizaba más bien por la evasión y por una distinguida «hipocondría» que también cultivaba el patriciado burgués.
Veamos la descripción del «consejero privado (“Geheimrat”) von S.»:
Un hombre a quien desde su juventud los negocios [del Estado] se le habían convertido en una necesidad; un hombre que merecía y disponía de la confianza de su soberano. Se atenía estrictamente a principios y tenía sus opiniones sobre ciertas cosas. Era preciso de palabra y obra, y exigía lo mismo de los demás. Una conducta consecuente le parecía la virtud suprema.
Se trata de un noble, dotado en este caso de un título estatal, consejero privado, que equivale al de ministro. Solo la función pública, en el ejército o en el gobierno, era un trabajo digno de un noble. La fusión entre función pública y servicio personal se manifiesta ya en la denominación «consejero privado», que excluía expresamente la publicidad.
No se le escapa a la perspicacia del consejero que la Nation invasora invoca constantemente la ley, mientras procede arbitrariamente; que habla mucho de libertad, pero es opresora; y que el vulgo, como siempre, se empeña en confundir las palabras con los hechos, la apariencia con la posesión (real de bienes [raíces]). Goethe recoge aquí discretamente la argumentación de Burke contra el vulgo y la chusma femenina de París. Así se explica la «hipocondría», sin duda noble, que invadía a veces al consejero y la indignación con que juzgaba esas situaciones. Es esta indignación la que le hace abandonar violentamente el grupo de «emigrados» ante la provocación de un joven pro-revolucionario, que luego pedirá perdón a la baronesa por haber perturbado la paz del grupo, cuando –ella le contesta– la cosa ya no tiene remedio.
Seguramente, como cuenta el libro 13.º de Ficción y verdad, sería el aura que rodeaba al autor del Werther lo que atrajo al jovencísimo Karl August von Sachsen-Weimar-Eisenach; pero lo que le decidió a encomendar a Goethe las tareas de consejero fue una conversación sobre Justus Möser, cuyas Fantasías patrióticas –próximas a las ideas de Burke– Goethe acababa de leer. Goethe tenía 26 años; Karl August, 17. Con el brillo y la cercanía juvenil entre ambos, Goethe le había descubierto a Karl August una imagen política en que poder reflejarse: la de un príncipe protagonizando heroicamente –como mecenas– la nueva vivencia «infinita» de la propia «libertad»; el «progreso» ilustrado de Federico el Grande pasaba a ser un ideal «abstracto» (su uso político actual prosigue en ese anacronismo).
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