Esta brecha entre inteligencia individual e inteligencia sistémica me afectó profundamente y se convirtió en uno de los temas recurrentes a lo largo de mi vida. Más adelante, al trabajar con grandes corporaciones, descubrí que la paradoja de la racionalidad individual y la irracionalidad sistémica es una de las fuentes principales de pérdidas y despilfarro en las organizaciones. Hay una frase de Dilbert (un famoso personaje de historietas que satiriza ferozmente al mundo corporativo) que asegura que “para calcular el coeficiente intelectual (CI) de un equipo de trabajo, es necesario empezar por el participante con el CI más bajo y restarle 10 puntos por cada miembro del grupo”.
El segundo de los principios de la termodinámica sostiene que el universo decae a lo largo del tiempo. La energía se va dispersando y la desorganización crece. El fenómeno se llama “entropía”. La entropía, desgraciadamente, también parece ser el principio operativo de la dinámica de la mayoría de los grupos de trabajo. En vez de crear sinergia, los participantes terminan bloqueándose entre sí. Hasta 1978, la Argentina era famosa en el mundo futbolístico por tener una altísima proporción de estrellas (jugadores de alto desempeño) pero ser incapaz de ganar un campeonato mundial (equipos de bajo desempeño). Esta diferencia entre el rendimiento personal y el rendimiento sistémico siempre me ha fascinado. Me parece sumamente lamentable, casi trágico, que la increíble potencia del ser humano se vea tan recurrentemente dilapidada por estructuras colectivas que impiden que cada uno dé lo mejor de sí. Uno de los objetivos centrales de mi trabajo es proponer estructuras de pensamiento, comportamiento e interacción que potencien (en vez de debilitar) la energía de las personas que componen las organizaciones.
El desperdicio de recursos y energía no ocurre sólo en el plano material; el apego de las personas a su posición (apego que parece ser egoístamente racional), es también la fuente principal del conflicto interpersonal y finalmente del sufrimiento personal. Una de las extrañas coincidencias de mi vida fue el descubrimiento de “las cuatro nobles verdades” del budismo, al mismo tiempo que los problemas de la miopía sistémica.
De acuerdo con la filosofía budista, estas cuatro verdades fueron el contenido de la primera enseñanza de Buda después de su iluminación. La primera verdad, dukkha , afirma que la vida normal del ser humano (y sus organizaciones), está plagada de sufrimiento e insatisfacción (a lo que podemos agregar ineficiencia y despilfarro de recursos). La segunda verdad, samudaya , sostiene que hay una causa o fuente concreta de la cual proviene ese sufrimiento. Las dificultades no son aleatorias, sino consecuencia de ciertos patrones de pensamiento y comportamiento: la ignorancia, el apego, la codicia y el apetito insaciable por satisfacer los deseos del ego. La tercera verdad, nirodha , indica la posibilidad de investigar y extinguir la causa de estas irritaciones. Es posible transformar radicalmente el sistema y eliminar los efectos negativos. La cuarta verdad, marga , implica que hay un camino o forma para alcanzar ese objetivo. Es posible desarrollar una nueva forma de pensar, sentir y actuar que permita al ser humano encontrar felicidad y seguridad, en un mundo donde las únicas constantes son el cambio y la impermanencia.
Gran parte de mi vida ha sido dedicada a transitar este camino, y a invitar a otros a acompañarme. La experiencia temprana del desquicio inflacionario me llevó, muchos años más tarde, a buscar modos de mejorar la efectividad y la calidad de vida de los hombres y las mujeres de empresa. Tal vez parezca un delirio grandioso o ingenuo, pero mi sueño es hacer de este libro una suerte de invitación a tomar conciencia, adquirir cierta sabiduría y trascender las causas de la ineficiencia, el conflicto y el sufrimiento.
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Me tocó ser adolescente en los años más negros de la Argentina. La escalada de violencia entre la subversión y las Fuerzas Armadas desembocó en la “guerra sucia”. Esa mini-guerra civil fue brutal. Cada uno de los contendientes tenía como objetivo eliminar al otro. El propósito era erradicar definitivamente a quien no compartiera su ideología; eliminar las diferencias haciendo “desaparecer” a los diferentes. Cada lado reclamaba para sí el derecho moral del bien, de la verdad, de los valores supremos de la sociedad y la patria. Cada lado caracterizaba al otro como lo inmoral, el mal, la mentira, el vicio, el extremo degenerado, dispuesto a destruir los verdaderos valores de la Argentina. Esta antinomia validaba todo: bombas que mataban ciegamente, atentados contra familias, campos de concentración, torturas, asesinatos, robo de bebés. No había restricciones. Como en muchas guerras, a pesar de sus oposiciones superficiales, los dos lados tenían perspectivas bastante similares: “Esta es una batalla sin cuartel del bien (nosotros) contra el mal (ellos) y, en esta gesta histórica, todos los recursos son válidos”.
“El fin justifica los medios”. Esa frase demoníaca es un tobogán hacia el infierno. Cuando todo vale, desaparecen los valores. La integridad subordinada al éxito es una contradicción en sus propios términos: o la ética prima sobre la pragmática, o no es ética.
“Desaparecer” a alguien (“chuparlo”, como se decía en la jerga) es el summum de la falta de respeto, la antípoda de la aceptación del otro como legítimo otro. Exterminar la diferencia requiere desconocer el derecho fundamental del otro a existir; desconocer el respeto que merece incluso aquello que no se ajusta a mi cosmovisión. En la Argentina tuvimos la (desgraciada) oportunidad de apreciar las consecuencias últimas de este proceso deshumanizante. Hubo vencedores y hubo vencidos, pero todos resultamos victimizados en el proceso. Víctimas, observadores, aun aquellos que luego fueron juzgados como perpetradores, todos quedamos manchados por esta guerra sucia. Yo también.
Aún tengo pesadillas. Recuerdo que una de las paradas del autobús que tomaba para ir al colegio secundario estaba frente a la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada. Años después, me enteré horrorizado de que en el sótano de ese edificio funcionaba un campo de concentración y tortura. Todavía no puedo creer que pasé por ahí todos los días sin sospechar nada. Aunque “no hice nada malo” siento una especie de culpa. Por conversaciones que he tenido con managers alemanes que pasaron su adolescencia en el horror hitleriano, mi historia es habitual entre aquellos que vivieron en sistemas represivos. Nadie puede mantenerse al margen del karma (palabra en sánscrito que significa “inercia” o “consecuencia de acciones previas”) colectivo.
Vivir la consecuencia máxima de la falta de respeto me sensibilizó en alto grado. Al igual que muchos grupos democráticos que repudiaron la violencia de la guerra sucia, adopté el lema “Nunca más”.
Me comprometí apasionadamente con encontrar formas de interacción que honraran el valor intrínseco de todos los seres. Uno de mis intereses permanentes fue (y es) desarrollar modos de pensamiento y relación que nos permitan coexistir pacífica y hasta sinérgicamente, a pesar de (o más bien, gracias a) nuestras diferencias. Este interés ha sido otro de los hilos conductores de mi vida; no sólo como tarea ética, sino también como actividad de consultoría empresaria.
Al iniciar mi trabajo con compañías norteamericanas descubrí que, aunque en forma atenuada, las semillas de la “guerra sucia” están en el corazón de toda persona. A casi nadie se le ocurre eliminar a sus rivales físicamente, pero casi todos tienen el secreto deseo de eliminar las diferencias; como dice el refrán: o cambiamos a la gente (su forma de pensar) o cambiamos a la gente (quitándola del medio). Esta tendencia es parte de la condición humana, por lo que es imposible erradicarla mediante guerras externas. La única forma de trascenderla es mediante una toma de conciencia y el compromiso con el respeto por el otro. Como dice Alexander Solzhenitsyn, el gran denunciante de los horrores de la Rusia stalinista:
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