En ese momento me convencí de que no tenía futuro en la academia. El plan que me proponía el decano sonaba más a condena que a oportunidad, a prisión más que a visión. Esto desató una segunda crisis. Dejar la economía matemática había sido duro, pero dejar la academia era impensable. Toda mi vida había querido enseñar, había estudiado y trabajado diligentemente 25 años tras ese objetivo, había conseguido un puesto en el MIT (una de las mejores, si no la mejor, universidad del mundo), estaba en la cima de la montaña, finalmente había alcanzado mi sueño; y mi sueño resultó no ser lo que esperaba. Palabras como “abrumado”, “desolado”, “afligido”, “devastado”, no llegan a expresar la profundidad de mis sentimientos. Además, sólo pensar en abandonar la protección del útero institucional me ponía en estado de pánico. Perder mi cargo se me hacía como perder mi identidad.
Esta sensación se reflejaba en la diferencia entre mi business card objetiva y mi business card subjetiva. Mi verdadera tarjeta decía:
Pero en mi conciencia, esta tarjeta aparecía como
Si me marchaba del MIT, ¿qué quedaría de mí? ¿Quién era Fred Kofman, más allá del profesor? Me di cuenta entonces de cuánto de mi identidad estaba basado en mi trabajo, mi posición, mi cargo; qué poco me conocía a mí mismo, cuántos esfuerzos había hecho para justificar mi existencia mediante logros externos. Emprendí entonces un camino de autoconocimiento, de desarrollo de una persona cuya entidad trascendiera las circunstancias de su profesión, sus éxitos y otras contingencias de la vida. Al mismo tiempo, encontré que mi situación no era singular. Cuando contaba esta historia en mis cursos, la mayoría de los managers se sentían identificados y confesaban tener exactamente el mismo miedo. Perder el empleo implica un golpe económico, pero mucho más aterrador es el golpe a la identidad. Este tema de la identidad y la autoestima incondicional se volvió entonces otro de los hilos conductores de mi trabajo.
Me quedé en el MIT seis años. A pesar de la tensión que me ocasionaba perseguir mis intereses no convencionales, la escuela Sloan fue una bendición por la que estaré siempre agradecido. Durante ese tiempo, desarrollé la base de los programas de management y liderazgo que hasta el día de hoy sigo enseñando. También afiancé mis relaciones con las corporaciones a las que ayudaba: poco a poco Fred Kofman iba ganando peso, se convertía en “texto” mientras que el MIT pasaba a ser trasfondo o “contexto”.
* * *
En 1995 recibí una invitación para dar unas conferencias en la Argentina. Invité a Peter Senge a acompañarme (“sobornándolo” con una excursión de esquí). Nuestros seminarios despertaron suficiente interés como para que un grupo de empresas argentinas (Banco Río, CGC, EDS, Molinos, Techint, Telecom) con el auspicio del Instituto Tecnológico de Buenos Aires decidieran clonar el Centro de Aprendizaje Organizacional del MIT y crear un organismo similar en Argentina, bajo mi dirección académica.
Desde entonces, he estado trabajando en los Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, México, Brasil, Chile y Argentina. En 1996 dejé el MIT y me mudé a Boulder, Colorado, donde vivo hoy con mi mujer y seis hijos. Mi familia y mis clientes son mis mayores fuentes de aprendizaje y satisfacción. A ellos dedico este libro.
Una biografía no puede ser nunca “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Algunas verdades faltan (como por ejemplo que me separé de mi primera mujer y, demostrando mi tozudez –algunos dirían mi locura–, estoy casado nuevamente); otras, que aparecen, son parciales y contingentes (algunos de mis ex-colegas del MIT dirían que me he prostituido, subordinando el rigor científico al beneficio económico de la consultoría). La propia identidad, el sujeto de la biografía y el autor de este libro, son tan “reales” como un autorretrato cubista. Sólo una de las infinitas interpretaciones posibles. Como decía Rilke, “soy sólo una de mis muchas bocas; aquella que callará primero...”.
Cuando me pregunto “¿Quién soy?”, cuando me examino hasta las últimas consecuencias, todas las anclas que me aferran a mí mismo se deshacen en el misterio. Me siento a la deriva, perdido ante la profundidad insondable de mi ser. Empiezo pensándome como cresta de la ola (esa persona que veo en el espejo), termino sabiéndome una onda de amor en el océano infinito del ser. Me parece que Antonio Machado se refería a mí cuando advirtió que
Cuatro cosas tiene el hombre, que no sirven en la mar: ancla, gobernalle, remos y miedo de naufragar. 1
En ese naufragio me reconozco y, como Juan Ramón Jiménez, descubro que
Yo no soy yo. Soy éste que va a mi lado sin yo verlo; que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido. El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce, cuando odio, el que pasea cuando no estoy, el que quedará en pie cuando yo muera. 2
Así como mi rito de pasaje a la edad adulta ocurrió cuando Fredy Kofman dejó de identificarse con el profesor del MIT, intuyo que mi pasaje a la sabiduría y la conciencia ocurrirá cuando Yo (quien verdaderamente Soy), deje de identificarse con Fredy Kofman. Este es tal vez el misterio más grande de todos; misterio que consideraremos en detalle al final de este libro. Mientras escribo, mientras me convierto en autor de esta obra, me pregunto con Jalalhuddin Rumi:
¿Quién habla por mi boca? ¿De dónde vine? ¿Qué se supone que debo hacer? No tengo idea. De una cosa estoy seguro: mi alma pertenece a otro lugar, y es allí donde me propongo regresar.
Esta ebriedad comenzó en otra taberna. Cuando vuelva a ese lugar recuperaré la sobriedad. Mientras tanto, soy como un ave de otro continente, atrapada en una pajarera.
Está llegando el día en el que volaré, libre. ¿Pero quién está ahora en mi oído escuchando mi voz? ¿Quién dice estas palabras con mi boca? ¿Quién mira con mis ojos? ¿Qué es el alma? No puedo dejar de preguntar. Si alcanzara a probar un sorbo de la respuesta lograría escapar de esta prisión para borrachos.
No vine aquí par mi voluntad, ni por mi voluntad puedo partir. Quienquiera que me haya traído tendrá que llevarme de vuelta a casa. 3
Todo lo escuchado es escuchado por alguien
Un texto es un diálogo entre el autor y el lector. Las palabras adquieren sentido cuando resuenan en la mente de quien las recibe. Por eso, el mismo texto permite distintas interpretaciones: cada persona puede leer otras cosas en palabras iguales. Aun la misma persona, en distintos momentos de su vida puede leer cosas diferentes en un mismo texto. Es una experiencia corriente descubrir en la segunda lectura sutilezas que a uno se le habían escapado en la primera. No es que las palabras sean otras, sino que la “caja de resonancia” (la mente) en la que esas palabras hacen eco, va cambiando con las experiencias de la vida.
Un ejemplo fascinante de ello es la película El sexto sentido protagonizada por Bruce Willis. Willis encarna a un psicólogo infantil, uno de cuyos pacientes es un niño que dice “ver gente muerta”. El final de la película no sólo es sorprendente; en los últimos minutos uno se da cuenta de que en realidad la película que creyó ver no es la verdadera, y en un instante, re-interpreta todo lo que ha observado en las últimas dos horas. Una dinámica similar se da en el film Sin salida (No Way Out) de Kevin Kostner.
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