Dado que el dominico se había parado, el torturador que había cortado los cabellos a la enjuiciada, había cogido con la mano una navaja muy afilada, con la intención de rasurar la testa de la desafortunada.
―Parad, parad todo. Desatadla, vestidla y llevadla a la celda. No puedo tolerar que una mujer sea tratada de esta manera.
El tono de Lucia era autoritario y todos se quedaron quietos. Incluso Mira paró de gritar. Pero Padre Ignazio la miró con aire desafiante.
―Aquí dentro soy yo quien manda. Dejad que termine mi trabajo. Debemos descubrir todas las señales que Mira tiene sobre su cuerpo y que demuestran que es una bruja. Y además, debemos escuchar de sus propios labios su confesión completa. ¿Con qué autoridad vos, condesita, queréis entrometeros en cosas que conciernen a la Iglesia y a la Santa Inquisición?
―¡Con la autoridad que me corresponde por derecho y que en este preciso momento reclamo! ―gritó Lucia con una fuerza de espíritu que ni siquiera sospechaba que poseyese. ―Desde este momento soy vuestro Capitano del Popolo, y como tal tengo el derecho de decidir también sobre la suerte de esta mujer. Vosotros, carceleros, haced enseguida lo que os he ordenado: desatad a Mira, dadle vestidos y devolvedla a la celda. Vos, en cambio, Padre Ignazio Amici, seguidme al estudio del Juez Uberti. Debo hablaros en privado.
Lucia, mientras descendía las escaleras que llevaban hacia la estancia en la cual había estado conversando con el Juez Uberti, para intentar calmarse repetía, en su mente, las enseñanzas recibidas de su abuela y, en tiempos más recientes, de Bernardino.
Ante todo, conócete a ti misma, comprende el Arte hasta ahora misterioso. Estate dispuesta a aprender, usa con sabiduría tus conocimientos. Que tu comportamiento sea equilibrado y tu manera de hablar organizada. Y además, ten bien ordenado tu pensamiento…
Y era verdad, debía pesar bien las palabras y mantener en orden sus pensamientos, para no atacar al dominico de mala manera y pasar de tener de su parte la razón a meter la pata. Antes de entrar en la habitación respiró profundamente dos veces, luego pidió al Juez que la dejase a solas con el Padre Ignazio. Uberti obedeció, aunque indeciso, y salió cerrando la puerta tras de sí.
Lucia miró fijamente con sus ojos color avellana a aquellos azules celeste, casi acuosos, del sacerdote, como queriendo demostrarle que no le tenía miedo.
―Ministro de Dios ¿os atrevéis a llamaros así? ¿Es de esta manera que sois testigo del mensaje de Nuestro Señor? Jesús descendió a la tierra para salvar a los pecadores. ¿O acaso me equivoco? Y vos, en vez de predicar el amor, ¿qué hacéis? Gozáis arrastrando por el fango a la pobre gente o, peor, en verla morir entre atroces sufrimientos. Pasen vuestras homilías dominicales en las que acusáis a presuntas brujas con difundir, con sus prácticas, la epidemia que está diezmando a nuestra población. Pase vuestra arrogancia al negar los consuelos religiosos a los apestados que están a punto de morir. Pase, incluso, el hecho de que hayáis negado una sepultura digna a unos cristianos, con la acusación de evitar la difusión de la peste. Pero torturar a una joven indefensa de esta manera, es demasiado. ¡Avergonzaos y enmendaos!
―Es la Santa Madre Iglesia quien lo quiere. Debemos combatir las herejías y al demonio, sea cual sea las formas en que se manifiesten ―le respondió el Padre Ignazio sin apartar la mirada para hacer comprender a Lucia que estaba aceptando el desafío. ―¡Yo actúo para alcanzar un objetivo concreto, hacer respetar la Regla y las Leyes! Desde el momento en que, actualmente, en esta ciudad nadie se toma la molestia de hacerlo...
―El único propósito que perseguís, Padre Ignazio, ¿sabéis cuál es? El de satisfacer vuestros propios asuntos sin tener en cuenta otra cosa. No creáis que he olvidado lo que estuvisteis a punto de hacerme. Aunque me convertisteis en un trapo, suministrándome vuestras malditas drogas, era plenamente consciente. Si aquel día, en mi dormitorio, no hubiese entrado mi tío, ¡no habríais dudado en aprovecharos de mi cuerpo!
El dominico, totalmente atrapado, se sonrojó y bajó la mirada. Luego intentó defenderse.
―No es así, mi Señora. Vuestros recuerdos están ofuscados. Sólo estaba intentando hacer un exorcismo, que finalmente conseguí llevar a cabo. Y es justo gracias a mi intervención si ahora estáis aquí y no habéis acabado en una hoguera también vos, ¡porque he exorcizado al demonio que albergabais!
―¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Vos sois un falso, un mentiroso y, además, un oportunista. Me dais asco. ¿Sabéis lo que pienso de vos? Que sois un pervertido. ¡Y que sois impotente! Justo, un impotente que se excita sólo viendo el sufrimiento. He aquí porque gozáis asistiendo a las torturas, ¡porque sólo si estáis presente en ciertas escenas vuestro miembro se excita!
―¿Qué decís, mi Señora? ¡Estáis usando un lenguaje que no se corresponde, realmente, con una noble damisela como vos! Os aseguro que no es así. Mi único propósito es el de hacer respetar las leyes, las divinas y las de los hombres. Y no soy impotente, sólo sigo la regla de mi orden que me impone la castidad.
Lucia había comprendido, por el temblor de la voz de su interlocutor, que estaba tomando la delantera, así que decidió lazarse a fondo. Se desató el lazo que ataba al cuello su camisa y, con un gesto repentino, la abrió por delante dejando al descubierto sus senos.
―Es cierto, no sois impotente. Venga, vamos, ¡queríais mi cuerpo! Tomadlo ahora que os lo ofrezco voluntariamente. Y demostrad que sois un hombre que sabe amar dulcemente a una doncella.
Padre Ignazio, consciente de la trampa hacia que lo estaba llevando la condesa, retrocedió. Allí dentro sólo estaban ellos dos. Sabía perfectamente que la joven no tendría escrúpulos a la hora de acusarlo de haber intentado abusar de ella, incluso con la violencia. Y hubiera sido su palabra contra la de ella.
―¡Cubríos, por favor! No es correcto, por vuestra parte, intentar inducirme de esta manera a la tentación. Decidme qué queréis que haga y lo haré ―dijo con un hilo de voz y la cabeza agachada.
―Sabía que erais impotente ―continuó Lucia mientras cogía del candelabro de encima del escritorio una vela encendida y entregándosela ―¿Por qué no intentáis derramar sobre mis senos un poco de cera ardiente? Quizás así comenzaréis a excitaros y además, finalmente, tendréis ganas de poseerme. Pero no, veo que todavía retrocedéis, os alejáis de mí. ¡Además de impotente sois también un bellaco!
―¡Basta, os lo ruego! Os lo repito: ¡decidme lo que queréis y lo haré!
El sacerdote vio con alivio a Lucia volver a poner la vela en el candelabro y abrocharse los vestidos para luego seguir con su discurso. Sentía el sudor cubrirle la frente y descender a chorros por su espalda.
―¿Queréis saber la verdad? De todas formas sois un bellaco y no tendréis el coraje de contarla a nadie. No es Mira la responsable de la muerte de mi tío sino yo. He sido yo quien lo hirió y provocó su caída desde el balcón. Y ahora que lo sabéis os diré lo que quiero que hagáis. Liberaréis a Mira de las acusaciones de brujería. Diréis que eran acusaciones infundadas y devolveréis mi sirvienta al Juez Uberti. Hecho esto, comenzad a preparar el equipaje. Os quiero lejos de Jesi, lo más lejos posible. Mañana mismo mandaré un mensajero al Santo Padre, a Adriano Sesto, aconsejando vuestro traslado a la Alta Saboya. Allí arriba las herejías campan por sus respetos y un inquisidor como vos sabrá perfectamente cómo actuar para combatirlas. ¡Os necesitan en esas lejanas tierras para devolver al redil a las ovejas descarriadas!
―¿El nuevo Santo Padre? ―respondió Padre Ignazio, ahora empalideciendo visiblemente, sintiendo todas sus certidumbres desaparecer.
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