–Pide un milagro para que no se lo coman.
–¿A quién?
La otra pareció un tanto desconcertada, pero por último replicó lo que se le antojó más lógico:
–A sus pequeños dioses, supongo.
Durante varios días el emplumado brujo se preguntó repetidamente si las minúsculas figuritas que los extranjeros movían tan ceremoniosamente de un lado a otro del extraño altar podrían tener realmente el mágico poder de hacer milagros, y sus dudas se prolongaron hasta el brumoso amanecer en que varias mujeres del poblado le despertaron alarmadas pidiendo que las acompañara a los acantilados que dominaban la costa sur de la isla.
Lo que vio le postró de rodillas.
Llegando del Este, del infinito océano en el que acababa el mundo, surgían de la niebla una pléyade de altísimas naves, mucho mayores que la más amplia de las chozas comunes, deslizándose sobre las aguas como mantenidas por anchas olas de un blanco que hería los ojos, mientras docenas de hermosas banderas y gallardetes de colores ondeaban al viento saludando en la distancia.
¡Era un milagro!
Nadie, nunca, a través de los cientos de años de la historia de los valientes caribes antillanos había oído hablar jamás de inmensas cabañas que patinaran sobre las aguas; níveas alas capaces por sí solas de cubrir todo un bosque, o altivos pendones que rivalizaban en colorido con los más espectaculares guacamayos de la selva.
¿Qué significaba tan insólita aparición?
¿Por dónde había descendido de los cielos semejante prodigio nunca antes soñado?
¿Eran acaso los carros de los dioses de aquellos extranjeros que atendían a sus plegarias viniendo en su busca dispuestos a castigar a quienes les habían torturado e intentaban devorarlos?
Los negros presagios que había creído descubrir en las entrañas del tucán parecían por desgracia concretarse, y a la desaparición de los guerreros había que unir ahora la maldición de los diminutos ídolos extranjeros.
Las mujeres temblaban de miedo.
Los blancos monstruos continuaban aproximándose.
Era como si las nubes del cielo se hubiesen solidificado y eligiesen corretear alocadamente sobre el mar.
Repicó, extraña a todo, metálica y aguda, una campana, la primera de las naves escupió una nube de humo y al poco resonó, lejana, la ronca voz del trueno en un cielo tranquilo.
Dos mujeres se arrojaron de bruces al suelo cubriéndose los cabellos de tierra y otra se hizo sus necesidades encima con un estrépito angustioso.
El maltrecho hechicero tuvo que buscar apoyo en un árbol para no caer redondo perdida completamente su dignidad, y por unos momentos se vio a sí mismo degollado y descuartizado para servir de merienda a los enviados de los salvajes dioses de otras tierras.
Las dieciséis naves, sin duda alguna la más poderosa escuadra que hubiera surcado hasta aquellos momentos las aguas del Atlántico, y con las que el altivo almirante don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, esperaba alcanzar las costas del Catay y el Cipango, viraron levemente a babor, cruzaron a unas dos millas del promontorio sur y continuaron su ruta, rumbo al Oeste, en busca de las playas de Haití y de los treinta y nueve hombres que allí habían sido abandonados.
Desde el alcázar de popa de la tercera de ellas, Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, contemplaba absorta las cumbres que iban dejando a estribor, incapaz de imaginar que allí se encontraba el hombre por el que no había dudado en abandonar su hogar, su patria y su fortuna, mientras que con una extraña mezcla de decepción y alivio, convencido de que acababa de librarse de la muerte, pero lamentando en lo más íntimo de su ser que el maravilloso prodigio se perdiera de vista en la distancia, el anciano hechicero clavaba los ojos en la popa de los barcos que se alejaban hacia el Oeste, admitiendo a pie juntillas que las diminutas figuras del cuadriculado tablero obraban milagros.
–No les contéis a los prisioneros lo que habéis visto –le advirtió severamente a las mujeres–. Tratadlos bien, pero que no sepan que sus dioses les andan buscando. Esta vez han pasado de largo, pero pueden volver.
Más tarde, y ya de regreso al poblado, mandó llamar a la haitiana que solía servirle de intérprete y le espetó sin más preámbulos:
–Comunica a los extranjeros que si me proporcionan un altar y unos dioses como los suyos son libres de pasear por donde quieran y tienen mi promesa de que jamás los mataremos.
El viejo Virutas creyó haber entendido mal cuando el canario le tradujo a su vez la propuesta.
–¿Qué es lo que quiere? –inquirió desconcertado.
–Un ajedrez.
–¿Para qué?
–Querrá aprender a jugar.
–¡Tú estás loco! No tienes ni idea de lo que dice esa gorda y te inventas las cosas.
–No me invento nada: el viejo pajarraco quiere un ajedrez, y te juro que si a cambio nos perdona la vida, tendrá su ajedrez, como Cienfuegos que me llamo.
–¡Toma! ¡Desde luego! En tres días se lo hago. ¿Pero para qué coño quiere un caníbal un ajedrez?
–Puede que para comerse a la reina.
–¡Vete a la mierda!
–En la mierda estamos, viejo. ¡Y hasta el cuello!, pero las cosas pretenden cambiar, y aunque no me explico por qué no pienso complicarme la vida averiguándolo.
»Empiezo a creer que nuestras oraciones han dado resultado y tal vez consigamos salir de esta. ¡Así que déjate de tonterías y manos a la obra!
El anciano carpintero demostró de inmediato que conocía a fondo su oficio puesto que recuperando las herramientas que habían traído a bordo del «Seviya», le indicó al cabrero qué clase de maderas debía buscarle, aplicándose con notable entusiasmo a la tarea de tallar y pulir peones, caballos, torres, alfiles, reyes y reinas, según el modelo de su hermoso juego de ajedrez.
Unas las dejaba de su color natural y otras las teñía de un rojo vivo con el jugo de la semilla de una planta que crecía en las laderas de las montañas, y le bastaron apenas cinco días para estar en condiciones de entregar personalmente al viejo pajarraco lo que con tanta ansiedad estaba deseando.
Para el emplumado hechicero fue como si hubiese recibido el mismísimo Santo Grial o las auténticas Tablas de la Ley del profeta Moisés, y con el tablero en la mano se alejó ceremoniosamente hacia su gran choza circular, en la que se encerró a cal y canto pidiendo que nadie lo molestara bajo ninguna circunstancia.
A los pocos instantes la intérprete se aproximó discretamente a Cienfuegos y le cuchicheó algo al oído.
–¡La cagamos! –exclamó este incapaz de contenerse.
–¿Qué ocurre ahora? –se alarmó Bernardino de Pastrana–. ¿Qué ha dicho esa?
–Que la mujer del jefe también quiere un ajedrez.
–¡Mierda!
–Viene a ser lo mismo.
–¿Qué hacemos ahora?
–¿Qué coño podemos hacer? –señaló el canario–. Si la mujer del jefe quiere un ajedrez, tendremos que proporcionarle un ajedrez.
–Sí –se lamentó el viejo Virutas–. Pero después de la mujer del jefe, vendrá la hermana de la mujer del jefe, luego la mujer del hermano del jefe, y así hasta que no quede nadie sin su puto ajedrez.
–¿Y qué? –le hizo notar el gomero–. No creo que nos pudiera ocurrir nada mejor. Nos habremos convertido en los proveedores exclusivos de un bien que constituirá a partir de ahora una perentoria necesidad para estas gentes. Nos tratarán a cuerpo de rey y nos lo tomaremos con calma mientras buscamos la forma de largarnos.
El otro meditó unos instantes y por último se encogió de hombros al tiempo que se rascaba meditabundo la espesa barba.
–¡Visto de ese modo…! –admitió–. Lo que no acabo de entender es para qué carajo quieren un ajedrez si no tienen ni pajolera idea de cómo se juega.
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