Alberto Vazquez-Figueroa - Caribes

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En esta segunda entrega de la serie Cienfuegos, el genial gomero aterriza en el Mar de los Caribes, un enclave salvaje habitado por uno de los pueblos más feroces del continente americano: los antropófagos y temibles caribes.Siguiendo el rastro de sus fantásticas peripecias descubriremos un continente virgen habitado por pobladores singulares, una naturaleza abrumadora, y unas costumbres y una cultura que chocarán violentamente con las de los conquistadores de esta tierra mágica.

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Pudieron comprobar entonces que no eran los únicos en padecer tan terrible tormento, ya que la mayoría de los pozos se encontraban ocupados por mujeres y niños que sufrían un tratamiento semejante, y en conjunto podía considerarse que el poblado era en realidad una especie de inmensa granja de engorde, en la que los animales domésticos habían sido sustituidos por personas.

¿Pero dónde estaban los hombres?

–De caza –fue la tímida respuesta de una de las cautivas, una haitiana que llevaba más de diez años en la isla y no tenía al parecer otra misión que la de preparar comida y engendrar hijos para que fueran igualmente cebados–. Salieron hace ya cinco lunas y aún no han vuelto. –Lanzó un hondo suspiro–. Hasta que regresen no habrá más muertes, pero ese día, muchos, ¡muchos!, serán devorados en un inmenso festín.

Cienfuegos, que durante su larga relación con Sinalinga había logrado aprender aceptablemente el dialecto azawán –que poco o nada tenía en común con los guturales gruñidos de los caribes–, no hizo comentario alguno, pero esa noche, a solas con el carpintero, señaló convencido:

–Tal vez aún nos quede una esperanza.

–¿Qué clase de esperanza? –masculló el derrotado Bernardino de Pastrana–. Mi única esperanza es morir de una vez, pero no quieres ayudarme.

–¡Escucha! –se impacientó el gomero–. Para morir siempre hay tiempo. Lo que ahora importa es que con un poco de suerte tal vez el festín para el que estamos destinados nunca se celebre. ¿Te has fijado en los dibujos que lleva en el pecho el pajarraco de las plumas?

–Naturalmente que me he fijado –replicó el otro de mala gana–. Me aterrorizan. ¿Qué pasa con ellos?

–Que, o mucho me equivoco, o son idénticos a los que lucían los salvajes que aniquilamos en el fuerte.

–¿Y qué?

–Que si la memoria no me falla, de eso debe hacer unos cuatro meses.

Por primera vez en mucho tiempo los ojos del viejo Virutas relampaguearon.

–¿Pretendes insinuar que es posible que aquellos guerreros fueran los machos que estas bestias están esperando? –quiso saber.

–¿Por qué no? Todo coincide: son caníbales, tienen el mismo aspecto, se pintan de igual forma, y se marcharon de aquí poco antes de que nos atacaran. Si esta es la primera isla que hemos encontrado al salir de Haití, lo lógico es que sea hacia allí hacia donde suelan dirigirse durante sus correrías.

Durante largo rato el anciano carpintero permaneció muy quieto abrazado a sus rodillas en un rincón del oscuro pozo que hedía a vómitos, sudor y mierda, pero acabó por encogerse de hombros con gesto profundamente fatalista:

–Al fin y al cabo ¿qué más da? –musitó–. Continuarán cebándonos hasta que reventemos, y con hombres o sin ellos acabarán comiéndonos. El día en que se convenzan que no van a volver todo habrá terminado.

–¡Pero habremos ganado tiempo! –señaló el pelirrojo con firmeza–. Y durante ese tiempo tal vez encontremos la forma de escapar. Se supone que somos seres civilizados e inteligentes y ellas poco más que monos de la selva. ¡Es cuestión de pensar!

–El hambre agudiza el ingenio –refunfuñó el viejo–. Y yo ahora estoy siempre empachado. Se me olvidó pensar.

–Pues ya es hora de que empieces a recordar cómo se piensa –fue la seca respuesta–. A mí me esperan en Sevilla, y aún confío en que lo que tengo entre las piernas sirva para algo más que para aperitivo de salvajes.

Apenas tres días más tarde el canario pudo comprobar, de forma harto desagradable, que su espectacular miembro viril serviría en realidad para algo más que para simple aperitivo de salvajes.

Fue como siempre el adusto y arrugado hechicero el que emitió una nueva orden, y al poco trajeron a una joven cautiva, una muchacha haitiana a la que el miedo parecía mantener perpetuamente enloquecida, que se limitó a arrodillarse ante el gomero abriéndose de piernas y ofreciéndole sumisamente su sexo y su trasero.

Una de las caribes liberó entonces a este de sus dolorosas ataduras y con procaces gestos le dio a entender que copulase con la muchacha, que había hundido la frente en la arena cerrando los ojos y aguardando a que la penetrara con la indiferencia de un animal vacuno.

Horrorizado e incapaz de salir de su asombro, el cabrero observó aquel cuerpo entregado de antemano y a las docenas de mujeres y niños que le contemplaban con extraña fijeza e instintivamente dio un paso atrás negando una y otra vez con la cabeza.

–¡No! –exclamó en español, aun a sabiendas que no podían entenderle–. ¡No pienso hacerlo! No soy un animal.

Dos lanzas lo aguijonearon en la espalda y el hechicero lanzó un ronco gruñido amenazador.

–¡He dicho que no! –repitió firmemente.

Una de las caribes se aproximó aún más, de un brusco manotazo le desgarró lo poco que quedaba de sus mugrientos y deshilachados pantalones, y tras un breve instante de asombrado silencio, un murmullo de cuchicheos y risitas histéricas se extendió por la amplia explanada obligando al emplumado anciano a fruncir el ceño lanzando un ronco rugido.

De inmediato, entre tres mujeres arrojaron al suelo al pelirrojo colocándolo de rodillas tras la muchacha, y dos más lo aguijonearon nuevamente con las lanzas intentando obligarle a cumplir a la fuerza la misión para la que había sido elegido.

Cienfuegos lanzó un aullido de ira tratando de liberarse, pero cuanto obtuvo fue una lluvia de golpes que le hicieron sangrar por la nariz amoratándole el ojo izquierdo.

La haitiana se volvió a mirarle y murmuró en su idioma:

–¡Hazlo o te castrarán!

–¿Cómo has dicho? –inquirió temiendo haber oído mal.

–Que si comprueban que no sirves para preñar te castrarán para que engordes más aprisa.

–¡Dios bendito! –exclamó el cabrero desolado–. ¡No es posible!

–Aquí todo es posible –fue la triste respuesta.

Cienfuegos permaneció unos instantes desconcertado intentando aceptar la idea de que tenía que conseguir una erección delante de casi medio centenar de testigos si pretendía continuar siendo un auténtico hombre, y tan solo volvió a la realidad al advertir que dos de sus captoras comenzaban a manosearlo groseramente intentando obligarle a penetrar a la muchacha como si se tratara de un toro o un caballo incapaz de valerse por sí mismo.

A punto estuvo de vomitar sobre la espalda de la infeliz muchacha, y tuvo que hacer uno de los mayores esfuerzos de su vida para conseguir escapar a la realidad de cuanto le rodeaba centrando su mente en el hecho de que tenía ante sí una mujer sin el menor atractivo pero a la que debía poseer a toda costa.

Minutos después se hizo un denso silencio, roto tan solo por los gemidos de dolor y placer que lanzó la joven cautiva cuando un descomunal pene la penetró hasta las mismas entrañas y el canario comenzó a moverse rítmicamente en su interior.

Las caribes, cuyos hombres se habían hecho a la mar hacía ya más de cinco meses, permanecieron muy quietas, como embobadas, y más de una se estremeció de punta a punta al advertir cómo la muchacha lanzaba ahora entrecortados jadeos de placer para acabar de emitir un prolongado aullido, caer de bruces y comenzar a agitarse presa de un incontenible espasmo que le obligaba a golpear el suelo con los puños al tiempo que pataleaba como si estuviera a punto de morir en pleno orgasmo.

Cumplida su misión, el gomero se puso calmosamente en pie y se alejó muy despacio hacia el cercano bosque sin que nadie hiciera el más mínimo ademán por detenerlo.

Encontró un arroyuelo, se introdujo en el agua y permitió que la suave corriente fuera desprendiendo muy despacio la gruesa capa de mugre que cubría cada centímetro de su piel.

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