Si bien las representaciones artísticas de lecciones de anatomía tomaban como patrón la fórmula de la lamentación de Cristo, era preciso contrabalancearlas y ajustarlas psicológicamente, combinándolas con otras fórmulas para armonizarlas con el clima de investigación científica desapasionada propia de las lecciones de anatomía. Para lograr ese efecto, bastaba con hacer del cadáver un cuerpo torturado en nombre de la justicia y no una víctima de un asesinato ritual e injusto. Para ello, se acudió a otro tema iconográfico: el de los cuadros de justicia, producidos en los Países Bajos desde el siglo XV, obras moralizantes o sermones pintados que ilustraban, a modo de exempla, historias de crimen y castigo recogidas a lo largo de siglos. La otra fórmula iconográfica adaptada fue la del doctor expositivo. Esta fórmula remite, especialmente, a la escena de Jesús entre los doctores, escena narrada en el Evangelio de Lucas donde un Cristo de doce años discute con los teólogos judíos, o doctores de la Ley, en el templo de Jerusalén, quienes quedan asombrados ante la sabiduría del jovencísimo Jesús. Esta escena fue un tema muy frecuente en el arte cristiano. Es también conocida como disputa o disputatio.11 Por eso, puede pensarse a los cuadros del género lección de anatomía como versiones secularizadas de la pathosformel disputatio, aun cuando no haya discusión entre cirujanos, sino demostración expositiva.
Una de las razones por las que Rembrandt se afincó en Ámsterdam en 1632 fue la relación de amistad que trabó con Nicolaes Tulp, quien no solo era un anatomista brillante, descubridor de la vasa lactea y de la valvula ileo-coecalis, sino también una figura cívica y socialmente prominente: alcalde o burgomaestre de Ámsterdam en cuatro ocasiones; siete veces tesorero de la ciudad; dos veces fideicomisario del orfanato; pionero en el estudio de chimpancés; curador de la escuela de latín así como de la Universidad.12 Esta imagen de hombre justo, ocupado y eminente reforzaba, en el cuadro de Rembrandt, la legitimidad de su poder sobre el cuerpo yacente de Aris Kindt, el ladrón de capas. Al punto que, detrás de la cabeza de Tulp, puede verse una hornacina o nicho con forma de concha marina abovedada, símbolo iconográfico del triunfo. En el cuadro de Rembrandt, entonces, la sapiencia ha triunfado sobre la malicia.13
Nicolaes Tulp, como el desgraciado Aris Kindt, había nacido con otro nombre: Claes Pieterszoon. Tulp era una apelación derivada de su casa familiar, la cual sirvió como casa de subastas de tulipanes.14 Una apelación muy distinguida, sin dudas, considerando el enorme valor que los tulipanes adquirieron en la Holanda del siglo XVII. En verdad, los tulipanes habían sido introducidos un siglo antes, desde Turquía, donde adornaban los trajes de los sultanes. La palabra tulipán proviene de la palabra turca tülbent, es decir, turbante. Fue llamada así por los franceses, que encontraban la flor similar a los tocados orientales.
A pesar de ser una planta inútil, pura y plenamente bella, sin ninguna utilidad ni desde el punto de vista medicinal ni por su perfume, el tulipán desató la primera gran burbuja financiera del capitalismo incipiente. No solo era una planta preciosa en general, sino que cada ejemplar era único, con una enorme capacidad de variar sus colores y los dibujos de sus pétalos. La alta sociedad holandesa, celosa por distinguirse ostentando los mejores tulipanes, comenzó a competir en una escalada imparable conocida como “tulipomanía”. En poco tiempo, la demanda sobrepasó a la oferta y los precios de cada bulbo alcanzaron valores exorbitantes, al punto que, con un solo tulipán se podía llegar a comprar una casa señorial o un campo de cultivo. Toda una euforia inversora se desató alrededor de la lujosa flor y, a mediados de la década de 1630 (cuando Rembrandt pinta su lección de anatomía), grandes y pequeños inversores habían hecho enormes fortunas con la especulación botánica. Incluso surgieron las primeras formas de contratos de futuros, los windhandel o “negocios de aire”, mediante la compra y venta de bonos por tulipanes inexistentes que, se aseguraba, crecerían en el porvenir.
Hasta que llegó el fatídico día del crash: el 6 de febrero de 1637, en Haarlem, medio kilo de tulipanes salieron a la venta por un precio inicial de 1.200 florines. Inesperadamente, nadie pujó por ellos. De repente, advino una manía inversa, haciendo cundir el pánico: se cayó en la cuenta de que el tulipán estaba sobrevaluado. Su precio se derrumbó estrepitosamente y las hipotecas, los bonos y los créditos tomados para invertir en flores se hicieron impagables. Muchas familias quedaron en la ruina, los ayuntamientos decretaban leyes de condonación de deudas y los juzgados colapsaban por las demandas de los acreedores.
La crisis de los tulipanes fue un tipo de crisis nueva, que se repetirá innumerables veces a lo largo de la historia del capitalismo. Fue una crisis que abrió el horizonte para todo un nuevo concepto de crisis. De hecho, en griego, la palabra krinō significaba, a la vez, separación y lucha, pero también decisión. Crisis es el momento en que se decide sobre una inclinación definitiva de la balanza.15 En Holanda, la balanza se había inclinado por el lado de la “mala fortuna” el día que los tulipanes no habían encontrado compradores. Lo extraño fue que nadie, ningún soberano, ninguna instancia de decisión calificada, decidió sobre esta inclinación. Fue un acontecimiento desafortunado que excedió toda previsión.
En la Antigüedad, la palabra griega krísis se utilizaba en dos acepciones diferentes. Por un lado, y en un sentido jurídico, designaba el instante de la resolución judicial, pero también el juicio de Dios, momento en el que se decide sobre la condena o la salvación de los mortales (krinō significaba juicio, en el sentido del discernimiento). La segunda acepción, de tipo médica y proveniente de Hipócrates, significaba el momento decisivo de la enfermedad, su pico, cuando se decide sobre la muerte o sobre la sanación del enfermo. En estas nociones de crisis hay siempre un clímax donde se agudizan las tensiones al extremo, a la vez que las expectativas por salir de una situación incontrolada. De ahí el célebre aforismo de Hipócrates, verdadero concentrado de sabiduría médica: “Corta es la vida, el camino largo, la ocasión fugaz, falaces las experiencias, el juicio difícil”.
Crisis pertenece a la misma familia etimológica que criterio y que crítica, es decir, el juicio fundado en el discernimiento y en la separación por partes (como la anatomía practicada por el doctor Tulp). Está en el criterio del médico, observando los síntomas y los signos de la enfermedad, decidir, de acuerdo a su buen juicio, sobre el pronóstico del paciente. La crisis revela los signos que hacen posible un pronóstico y una intervención crucial, estableciendo una responsabilidad de actuar.
En Hipócrates, la palabra krísis no significaba un desorden negativo. Usada de manera neutral, sin adjetivaciones, designaba la resolución favorable de una enfermedad. Cuando la crisis conllevaba un empeoramiento del estado del paciente, se le agregaba un adjetivo, llamándola crisis mala. Recién en el siglo XIX, la palabra comenzó a ser incorporada por la terminología política, social y económica, ya sin adjetivos, para designar todo acontecimiento funesto y destructivo.16 Pero aun este último sentido de crisis, el que ha predominado tanto en la teoría como en el lenguaje cotidiano, se manifiesta de diversas formas. Una crisis puede ser absoluta y terminal, un acontecimiento histórico irrepetible que acaba con todo un sistema, ya sea psíquico, económico, cultural o político. Pero las crisis también pueden recrearse una y otra vez, sin acabar nunca definitivamente. Por eso, según Reinhart Koselleck, hay “estratos de crisis” que sedimentan la historia de la humanidad. En el análisis de las crisis relativas, que se suceden unas a otras, ya no habría un único instante de decisión, un juicio final o un momento crítico irrepetible, sino niveles de crisis que producen mutaciones permanentes, inestables e infinitas, sin que necesariamente se trate de circularidades desprovistas de novedad.
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