A to Z Classics - El conde de Montecristo ( A to Z Classics )

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ): краткое содержание, описание и аннотация

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Este ebook presenta El conde de Montecristo , con un sumario dinámico y detallado. El conde de Montecristo es una novela de de aventuras de Alexandre Dumas padre y Auguste Maquet. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes. La historia tiene lugar en Francia, Italia y varias islas del Mediterráneo durante los hechos históricos de 1814–1838 (de los Cien Días del gobierno de Napoleón I al reinado de Luis Felipe I de Francia). Trata sobre todo los temas de la justicia, la venganza, la piedad y el perdón. El joven marinero, Edmond Dantes es ingenuo y honesto. Hasta que un día, su vida pacífica y sus planes de casarse con la bella Mercedes son destrozados por su mejor amigo Fernand, quien lo traiciona para quedarse con Mercedes. Edmond es condenado injustamente a la infame isla Chateau D'If, donde queda atrapado en una pesadilla durante 13 años. Alexandre Dumas (1802 – 1870), conocido en los países hispanohablantes como Alejandro Dumas, fue un novelista y dramaturgo francés. Su hijo, Alexandre Dumas fue también un escritor conocido. Es un autor prolífico (tragedias, dramas, melodramas, aventuras…) aunque, para atender a la creciente demanda del público, tuvo que recurrir a la ayuda, notoria, de «colaboradores» entre los que destacó Auguste Maquet (1839-1851) que intervino en varias de sus novelas, entre ellas Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo.

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-Está bien, id, y tened en cuenta que os espero -dijo el rey Luis XVIII.

-No haré sino ir y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.

-Yo, señor, voy en busca de mi mensajero -dijo el señor de Blacas.

-Aguardad, aguardad un instante -respondió Luis XVIII-. A decir verdad, conde, debo cambiaros las armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.

-Ya escucho, señor-dijo impaciente el señor de Blacas.

-Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu … , ya sabéis… , se trata del ciervo que huye del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu ?

-¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido doscientas veinte leguas, en silla de posta.

-Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.

-¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis bien.

-¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?

-El mismo.

-Está efectivamente en Marsella.

-Desde allí me ha escrito,

-¿Os habla también de esa conspiración?

-No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra Majestad.

-¡El señor de Villefort! -exclamó el rey-. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?

-Sí, señor.

-¿Y es el que viene de Marsella?

-En persona.

-¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? -exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de repente cierto aire de inquietud.

-Creía que os era desconocido.

-No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos conocéis de nombre a su padre.

-¿A su padre?

-Sí, a Noirtier.

-¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?

-Exacto.

-¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!

-Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará hasta a su padre.

-Conque ¿le traigo?

-En seguida, en seguida… ¿Dónde está?

-Debe de esperarme abajo, en su carruaje.

-Id a buscarle.

-Voy en seguida.

El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor propio de los veinte años, y se quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando: Justum et tenacem propositi virum .

Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.

-Entrad, señor de Villefort -le dijo el rey-, entrad.

Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.

-Señor de Villefort -continuó Luis XVIII-, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos importantes revelaciones.

-Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.

-Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?

-Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.

-Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero -dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort-; hablad y, sobre todo, comenzad por el principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.

-Señor -dijo Villefort-, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia.

-Señor -continuó-, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.

-Sí, lo sé, caballero -dijo el rey muy conmovido-, y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas noticias?

-Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.

-¿Y qué ha sido de ese hombre? -preguntó Luis XVIII.

-Está preso, señor.

-Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?

-Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi adhesión.

-Es cierto -dijo Luis XVIII-. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de Saint-Meran?

-Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.

-Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.

-Temo que sea más que un complot, una conspiración.

-Una conspiración en estos tiempos -repuso sonriendo Luis XVIII-, es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.

-Aquí está el señor barón de Dandré -exclamó en esto el conde de Blacas.

En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

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