—Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.
—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.
—No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja , una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.
—No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.
—Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo?», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.
Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado día. Las jóvenes, por su parte, se afanaron para que su madre pudiese descansar un rato. Meg puso la mesa para la cena; Jo trajo leña y colocó las sillas en su sitio, sin dejar de tirar y volcar primero todo lo que pasaba por sus manos; Beth iba y venía de la cocina a la sala, muy seria y hacendosa, y Amy daba instrucciones a todas, sentada y cruzada de brazos.
Una vez reunidas en torno a la mesa, la señora March anunció con particular alegría:
—Tengo una sorpresa para vosotras, después de la cena.
Una sonrisa iluminó el rostro de las jóvenes como un repentino rayo de sol. Beth aplaudió sin recordar que tenía una galleta caliente en la mano y Jo agitó en el aire la servilleta al tiempo que exclamaba: «¡Carta! ¡Carta! ¡Tres hurras por papá!».
—Sí, una carta muy larga. Está bien y confía en pasar el invierno mejor de lo que temíamos. Nos envía toda clase de parabienes para la Navidad y un mensaje especial para vosotras, chicas —añadió la señora March dando unos golpecitos a su bolsillo como si guardase un gran tesoro en él.
—Pues démonos prisa, acabemos de cenar. Amy, haz el favor de no perder tiempo levantando el meñique para sostener con más elegancia la taza —espetó Jo, que casi se atraganta con el té y, en su prisa por terminar, dejó caer un trozo de pan con mantequilla sobre la alfombra.
Beth ya no comió más y se fue a sentar en su rincón para pensar en la alegría que vendría a continuación mientras aguardaba a que las demás estuviesen listas.
—Me parece extraordinario que papá decidiera ir a la guerra como capellán cuando era demasiado mayor para alistarse y no demasiado fuerte para ser soldado —comentó emocionada Meg.
—¡Cómo me hubiera gustado ir como tamborilero, vivan … ¿cómo se dice?, o como enfermera! Así, hubiese podido estar cerca de él y ayudarle —exclamó Jo.
—Debe de ser muy desagradable dormir en una tienda, comer cosas repugnantes y beber agua en un cazo de hojalata —dijo Amy con un suspiro.
—Mamá, ¿cuándo va a volver a casa? —preguntó Beth con un leve temblor en la voz.
—Si no enferma, pasará aún varios meses fuera, querida. Se quedará y cumplirá lealmente con su deber, y no le pediremos que vuelva ni un minuto antes. Venid, escuchad lo que dice la carta.
Se reunieron en torno a la chimenea. La madre se sentó en la butaca, Beth se colocó a sus pies, Meg y Amy, a los lados, y Jo, detrás, para que nadie pudiese ver la emoción en su rostro si la carta le conmovía. Y en una época tan dura como aquélla, rara era la carta que no emocionaba, sobre todo cuando la enviaba un padre a los suyos. La misiva apenas hablaba de las penalidades, los peligros afrontados o la añoranza que había que vencer. Era una carta alegre, llena de esperanza, con unas descripciones de la vida en el campamento, las marchas y las noticias militares, y solo al final el corazón de su autor se henchía de amor paterno y del deseo de volver a estar con sus hijas en el hogar.
«Dales muchos besos y diles que las quiero. Pienso en ellas todo el día, rezo por ellas por la noche y encuentro el mayor consuelo en su cariño en todo momento. Un año parece un plazo muy largo de espera antes de verlas, pero recuérdales que mientras tanto hemos de trabajar duro para que este tiempo no pase en balde. Sé que no habrán olvidado lo que les dije antes de marchar, que se mostrarán cariñosas contigo, cumplirán con su deber, combatirán a sus propios demonios y saldrán adelante, de modo que cuando vuelva estaré más orgulloso que nunca de mis mujercitas».
Llegados a ese punto, ninguna pudo contener el llanto. A Jo ya no le daba vergüenza que vieran el grueso lagrimón que tenía en la punta de la nariz, y Amy ocultó el rostro en el hombro de su madre, sin importarle que se le estropeara el peinado, y dijo entre sollozos:
—¡Soy una egoísta! Pero me voy a esforzar por mejorar para que papá no se sienta defraudado cuando vuelva.
—Todas lo haremos —exclamó Meg—. Yo me preocupo demasiado por mi aspecto y no me gusta trabajar, pero voy a cambiar.
—Yo intentaré ser lo que él llama una «mujercita», y procuraré no ser tan tosca e indomable y cumpliré con mis obligaciones en casa en lugar de querer estar siempre en otra parte —explicó Jo, convencida de que dominar su temperamento era una misión mucho más ardua que la de mantener a raya a unos cuantos rebeldes sureños.
Beth no dijo nada. Se enjugó las lágrimas con el calcetín azul marino que estaba haciendo y empezó a tejer con ahínco; poniendo manos a la obra se afanó en la tarea que tenía más cerca,
mientras prometía para sí que sería todo aquello que su padre esperaba encontrar cuando, al cabo de un año, llegase el momento feliz de su regreso.
La señora March rompió el silencio que había seguido a las palabras de Jo diciendo con su habitual tono alegre:
—¿Recordáis que de pequeñas solíais jugar al Progreso del peregrino ? Nada os gustaba tanto como que os atara hatillos a la espalda, os diera sombreros, bastones y rollos de papel y os dejara recorrer la casa desde la bodega, que era la Ciudad de Destrucción, hasta la buhardilla, donde creabais vuestra Ciudad Celestial con todo lo que habíais recogido.
—¡Sí, era muy divertido! Sobre todo cuando luchábamos contra los leones, nos enfrentábamos a Apollyón y atravesábamos el valle donde vivían los duendes —recordó Jo.
—A mí me gustaba el momento en el que se nos caían los fardos y rodaban escaleras abajo —apuntó Meg.
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