Pablo Morosi - Sabato

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A diez años de su muerte, Sabato. El escritor metafísico invita a internarse en la vida intensa y apasionada de una de las figuras más destacadas y polémicas de la literatura argentina. Ernesto Sabato fue, por lejos, el escritor argentino más leído de su época: un verdadero fenómeno editorial y social. Autor complejo y controversial concibió una trilogía de novelas elogiadas por Albert Camus, Graham Greene y Thomas Mann, que son clásicos de la literatura universal: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el Exterminador. A su vez, dio vida a ensayos en los que expuso con lucidez los peligros que amenazaban a la humanidad. Testigo incómodo del siglo xx e intérprete cabal de la idiosincrasia de los argentinos, Sabato fue un ciudadano célebre, reclamado por los medios y solicitado por gobiernos que vislumbraban en él un referente de la moral y la cultura. Su enorme compromiso lo llevó a liderar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) durante el gobierno de Raúl Alfonsín y ser uno de los ideólogos del informe Nunca Más. Los periodistas Pablo Morosi y Sandra Di Luca realizaron una exhaustiva investigación para darle forma a este Sabato único y entrañable, que incluyó decenas de entrevistas a familiares, amistades, periodistas, escritores y editores, el análisis de numerosos documentos y un recorrido por aquellos lugares que frecuentaba el escritor. Estas páginas rescatan al niño nacido en Rojas, al físico sobresaliente, al militante anarquista, al escritor exitoso, al polemista, al seductor, al ciudadano ilustre, al referente de la moral, a la celebridad que atraía a los fotógrafos, y también al hombre culposo, agobiado, profundamente melancólico y eterno buscador del sentido de la existencia humana. Tenemos aquí un Sabato auténtico que transita de la angustia ante el horror del mundo a la creencia esperanzada en la humanidad. Como diría en su obra Antes del fin: «Solo los que sean capaces de encarar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el recuperar cuanto de la humanidad hayamos perdido».

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El encuentro con la ciencia y su exactitud lo condujo a una suerte de refugio para su constante estado de angustia. A esa tabla de salvación se aferró en medio del océano bravío que eran sus días. Ese orden diáfano y perfecto, opuesto al mundo oscuro y opresivo de sus tribulaciones, terminó por definir la orientación de sus estudios superiores. El esfuerzo y la dedicación que volcó a las matemáticas hicieron que su desempeño fuera superlativo, algo que, inesperadamente, le sirvió para ganarse un lugar entre sus compañeros, que admiraban su capacidad e inteligencia. Así pudo, poco a poco, empezar a construir relaciones más equilibradas e ir dejando atrás su timidez e incomunicación inicial.

Mientras tanto, seguía amparándose en la guía de su hermano mayor. Juan obligaba a Ernesto a hacer ejercicios de gimnasia sueca todas las mañanas para fortalecer el cuerpo y mejorar la postura. Era un fanático de los deportes; fue un destacado jugador de básquet en el por entonces Club Atlético Estudiantes, de cuyo equipo de fútbol era un ferviente simpatizante. Pronto logró convertir a Ernesto a esa religión, que con los años se transformó en una marca distintiva de buena parte de la familia. Según las constancias que se conservan en el museo de la entidad, Ernesto Sabato (ficha de afiliación 2852) se hizo socio de Estudiantes en 1925, el mismo año en que llegó a la ciudad.

Si bien nunca fue lo que se dice un gran deportista, más de una vez el escritor contó que en su época de estudiante había incursionado en las lides del rugby, guiado por los hermanos Rodríguez Jurado; también hizo lanzamiento de jabalina y hasta practicó boxeo con Julio Mocoroa, un púgil al que la prensa apodaba “Bulldog” y que llegó a disputar el título argentino en la categoría livianos.

Un ejemplo del clima de camaradería que se vivía entre alumnos y profesores del colegio eran los animados partidos de pelota que organizaba el por entonces vicerrector Luis María Bergez, en los que Ernesto llegó a participar. Alguna vez, al recordar aquellas contiendas deportivas, las vinculó con los problemas de visión que lo afectarían severamente en el último tramo de su vida. “Estaba yo en segundo de secundaria cuando me dieron un pelotazo en el ojo izquierdo. Desde entonces he ido cada vez peor con esto del ojo”, señaló durante una visita al País Vasco en 1982.12

Pero Ernesto también jugaba al fútbol y tuvo su fama como aguerrido zaguero. Según comentó su sobrino Juan Carlos Sabato –hijo de Juan– en una entrevista para este libro, además de jugar en los torneos del Nacional, su tío llegó a probarse en la denominada “cuarta especial” del club Estudiantes, una suerte de reserva formada por jóvenes que aspiraban a ingresar a los planteles oficiales. Su vínculo con el mundo “pincharrata” ya forma parte de la historia y las leyendas de la institución, que en su página web recuerda con orgullo cuando Sabato “probó suerte en las divisiones inferiores”.13

El escritor rememoró esa época muchos años después ante el periodista Eduardo Verona, de la revista El Gráfico. “Jugaba bastante bien. No rechazaba la pelota a cualquier parte. No era un chambón. Era aceptable, pero tuve que dejar. No podía cabecear bien, porque fui el penúltimo chico de once hijos varones y nací medio descalcificado. Tenía la mollera un poco blanda. Y un defensor no puede darse el lujo de no cabecear”, dijo. Consultado sobre si era cierto que tenía un carácter violento dentro de la cancha, respondió: “Sí, muy violento. Yo era de Estudiantes y pegaba mucho y hasta me agarraba a las trompadas con los de Gimnasia. Hoy no hubiera durado demasiado en las canchas, teniendo en cuenta cómo se manejan los árbitros con la amarilla y la roja. ¿Sabe cómo me decían? ‘Rompecanillas’, pero no lo digo esto como una virtud; de ninguna manera. Era un gran defecto”.14

A fines de la década de los 20, en Estudiantes se destacó una delantera mítica en la historia del fútbol nacional, a la que llamaron “Los Profesores” porque se decía que daban cátedra dentro del campo de juego. Fue la época en que Sabato concurría a la cancha entusiasmado por ver aquel equipo en el que descollaron, entre otros, Miguel Ángel Lauri, Alberto Máximo Zozaya y Manuel “Nolo” Ferreira.

En cierta ocasión, reunido en Asunción con su colega y amigo paraguayo Augusto Roa Bastos, otro de los talentos literarios del continente, Sabato recordó su amor por los colores de Estudiantes, aunque consideró que esa pasión que alguna vez hasta lo había llevado a agarrarse a trompadas se había extraviado, empañada por un ambiente “completamente comercializado”.15

Su rendimiento en los primeros dos años del colegio fue tan bueno que en el tercero adelantó un año al rendir todas las materias como alumno libre. Entre diciembre de 1926 y marzo del año siguiente aprobó las nueve asignaturas correspondientes. En paralelo, tomó durante tres años cursos de inglés en la escuela de Lenguas Vivas.

A medida que fue creciendo, sus intereses comenzaron a mutar. Se hizo habitué de las estudiantinas que se organizaban en el Bosque y de las funciones del Cine América. Una de las cosas que lo encandilaron por entonces fue el ajedrez. Leía libros sobre estrategia para afrontar las partidas y jugaba a toda hora; hasta llegó a coronarse campeón en un torneo organizado en el colegio. En esa época tuvo un mayor acercamiento a Martínez Estrada, a quien no había tenido como profesor pero lo unía la afición por ese deporte. En 1927, cuando se llevó a cabo en Buenos Aires el Mundial de Ajedrez, quiso conocer personalmente a quienes en ese momento eran los máximos exponentes de la actividad: el campeón cubano José Raúl Capablanca y el retador ruso Alexander Alekhine, que a la postre se consagró ganador. A lo largo de su obra pueden hallarse referencias al ajedrez. En Sobre héroes y tumbas, el capítulo titulado “Un Dios desconocido” aúna hechos políticos de sus años de estudiante universitario con historias de anarquistas ajedrecistas. Uno de esos personajes, llamado Max, está inspirado en el astrónomo de origen belga Miguel Itzigsohn, destacado ajedrecista y uno de sus mejores amigos de aquellos años, con quien compartió la pensión y la militancia mientras ambos cursaban la carrera de Física. Permeable a los drásticos cambios de timón, sin embargo, Ernesto abandonó el ajedrez de un día para otro, alegando que era “una enorme estupidez” y llegando a considerarlo, incluso, pernicioso porque “despierta vanidad y rencores”.16.

En aquella época, la impronta de la Reforma Universitaria lo impregnaba todo. Por entonces, Juan –constante referencia para Ernesto– estaba inmerso en los grupos que bregaban desde la FULP por la aplicación efectiva de los cambios propuestos en Córdoba en 1918. No era inusual que, en su compañía, Ernesto asistiera a reuniones en las que estaban los principales activistas de la universidad. Así fue empezando a interesarse por la política y poco a poco asumió una actitud de fuerte compromiso social.

Desde hacía tiempo, la protesta en repudio por la condena a pena de muerte dictada por la justicia del Estado de Massachusetts contra los inmigrantes italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados por un violento robo a una financiera en el que fueron asesinadas dos personas, recorría el mundo. El caso revitalizó el activismo anarquista en el ámbito estudiantil platense. Cuando, el 23 de agosto de 1927, se produjo finalmente la ejecución, Sabato se sumó a una fuerte huelga de estudiantes que incluyó diversas actividades callejeras de las que también participaron docentes, entre ellos uno de sus profesores más apreciados: el físico, matemático y astrónomo Enrique Loedel Palumbo, uno de los primeros científicos de Latinoamérica en escribir sobre la relatividad. Como había nacido en Montevideo, durante algún tiempo lo llamaron “el Einstein uruguayo”. Cultivaba la filosofía y la poesía y era, además, un ferviente anarquista.

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