En esa franja de tierra fértil del norte de la provincia de Buenos Aires, definida por el encuentro de las aguas del arroyo Saladillo de la Vuelta con las del río Rojas, surgió un pueblo bautizado con el nombre del río, ungido en 1865 como cabecera del partido homónimo y desarrollado a partir del esfuerzo y el trabajo de familias de inmigrantes, especialmente españoles e italianos, que en esos años engrosaron una corriente que, promovida por las autoridades, pobló el país. En los albores del siglo xx, en aquella rica y vasta llanura, construyeron su hogar Francesco María Sabato Cascardo, nacido el 19 de junio de 1869, y Giovannina Ferrari Cavalcanti, nacida el 9 de noviembre de 1874.1
Francesco era oriundo de Fuscaldo, un caserío en la región de Calabria asomado al turquesa intenso del mar Tirreno. Giovannina había llegado al mundo en San Martino di Finita, un enclave albanés en la fase meridional de los Apeninos, en medio de escarpadas y casi inaccesibles montañas cubiertas de bosques, donde inicialmente se asentaron sus antepasados escapando del avance del Imperio otomano. Durante mucho tiempo los Sabato pensaron que el verdadero apellido materno era Päpic o Päpich, pero, en realidad, se trataba de un sobrenombre con el que se conocía a otra rama de la familia. Lo cierto es que al cruzar la frontera italiana fueron anotados como Ferrari y el nombre original se perdió en la bruma del tiempo. Tenaz y perseverante, Giovannina había pertenecido a un hogar acomodado cuya prosperidad sucumbió a causa de la vida licenciosa del padre, quien terminó por dilapidar la fortuna heredada por su esposa, descendiente de la aristocrática familia Cavalcanti, cuyos orígenes se remontan a la época del emperador Carlomagno.
Según el registro comunal de San Martino di Finita, Giovannina y Francesco contrajeron matrimonio civil en la mañana del 8 de junio de 1893. Él tenía veintitrés años y quedó asentado como “segador” mientras que ella, de apenas dieciocho, figura como “hilandera”. Entre la parentela siempre circuló la versión de que se trató de un casamiento por poder y a la distancia. Si bien eso no consta en las actas, resulta curioso que ninguno de los contrayentes haya estampado su firma en el documento.
Los límites de la memoria, la escasez de registros y la alta nombradía del apellido Sabato difuminan los hechos de aquellos años y, también, las circunstancias en que Francesco y Giovannina cruzaron el océano.
Asidos a vidriosos relatos repetidos a través de las generaciones, algunos de los descendientes se inclinan por validar la historia que dice que Francesco habría hecho, al menos, un primer viaje a la Argentina acompañado por un hermano mayor o un primo hacia fines de 1887 y que en Buenos Aires trabajó como jornalero para una empresa de la que su pariente era capataz y que se dedicaba a las obras de adoquinado de la ciudad. No obstante, ninguno de los ingresos con el nombre de Francesco (o Francisco) Sabato (o Sabatto) que figuran en el archivo del Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos (CEMLA) coinciden con su edad, lugar de procedencia y estado civil. Lo mismo ocurre con la búsqueda del ingreso de Giovannina.
La falta de certezas ha dado lugar a relatos increíbles que combinan los pocos datos disponibles con especulaciones y una dosis de fantasía. Uno de esos cuentos, abordado con jugosos detalles por Mario Sabato en su libro La imposible melancolía, dice que Francesco habría huido a América con Giovannina, gracias al dinero de una herencia, dejando atrás a una familia que había formado en Italia. Supuestamente los hijos de aquel matrimonio anterior vinieron a la Argentina en busca de su padre y uno de ellos llegó hasta Rojas con la intención de asesinarlo para vengar la traición. Sin embargo, algo lo hizo dudar y, al encontrarse con la nueva y numerosa familia, se arrepintió, pensando que arruinaría la vida de esos chicos si los dejaba huérfanos, del mismo modo en que se había arruinado la suya.2
Otra de las narraciones indica que Francesco habría hecho un primer viaje en soledad y luego habría regresado a Italia para casarse, tras lo cual volvió a embarcarse hacia el Río de la Plata, esta vez junto a su esposa, ya embarazada, y otros familiares.
Lo cierto es que, al llegar a Buenos Aires, ambos adoptaron sus nombres traducidos al castellano, una identidad que asumieron para el resto de sus vidas. Así, Francisco y Juana María permanecieron un tiempo en Buenos Aires, donde nació Vicente Esteban, el primogénito de la pareja, anotado en la Capital Federal como alumbrado el 7 de marzo de 1895. En el censo de población realizado ese año, Francesco, su esposa, su hijo y su suegro, además de otros miembros de la familia, figuran como residentes de la capital y, mientras la mujer aparece como ama de casa, su esposo acusa dedicarse al comercio.
Para cuando nació el segundo hijo, Lorenzo, el 11 de diciembre de 1897, los Sabato ya se habían trasladado al paraje conocido como Echeverría, un caserío ubicado a unos veinticinco kilómetros al sudoeste de Rojas, fundado junto a una estación ferroviaria que más tarde adoptaría el nombre de Rafael Obligado. Según el relato familiar, llegaron a montar allí, con gran sacrificio, una carnicería con la que lograron asentarse y mejorar sus finanzas.
La incipiente bonanza traería consigo una prole numerosa. Según el recuerdo familiar, Juana tuvo, en total, once hijos, todos varones, de los cuales tres murieron durante la primera infancia. A Vicente y Lorenzo les siguieron: Francisco, apodado “Pancho” (28 de noviembre de 1899); José, a quien llamaban el “Loco Pepe” (24 de octubre de 1901),3 Juan (26 de julio de 1904) y Umberto4 (23 de junio de 1907). Por aquel tiempo los Sabato se radicaron en Rojas, donde, curiosamente, cambiaron de rubro e instalaron una panadería cuya entrada principal estaba en la ochava que el edificio formaba en la intersección de las calles General Alvear y Muñoz, a una cuadra de la plaza San Martín y la intendencia. La familia, que se acomodó en una casa lindera a la tienda, sobre la calle Muñoz 371, también contaba con dos manzanas en las que había un galpón para guardar carros y un establo para los animales. En un álbum impreso para un aniversario de la ciudad de Rojas por ese tiempo, aparece un retrato en el que Francisco, hombre de pocas palabras, luce una pistola Colt calibre 38, con la que competía, con suerte esquiva, en los campeonatos organizados por el polígono de tiro local.
El 23 de junio de 1909 Juana y Francisco tuvieron su séptimo hijo varón, al que llamaron Ernesto, según la constancia de la parroquia San Francisco de Asís elaborada por el sacerdote Pedro Silván. Siguiendo una vieja costumbre originada en una leyenda europea con gran arraigo en los inmigrantes, el niño recibió el padrinazgo del presidente de aquel momento, José Figueroa Alcorta. Según la creencia, el séptimo entre los hermanos varones sufría la maldición del hombre lobo. En la segunda mitad del siglo xviii, la emperatriz rusa Catalina la Grande había instituido el padrinazgo como una “protección mágica” que evitaba que esas criaturas fueran abandonadas o, incluso, sacrificadas; en nuestro país, el caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas adoptó esa costumbre, apadrinando a los séptimos hijos de los peones rurales para ahuyentar el maleficio; Figueroa Alcorta tomó la posta y a partir de 1907 apadrinó a los séptimos hijos varones que la leyenda condenaba a convertirse en “lobizones”. El padrinazgo consistía en una beca para la educación y sostén del niño y solía incluir, también, la imposición del nombre presidencial que, en este caso, fue incorporado como segundo: Ernesto José. Generalmente se hacía una ceremonia oficial con la entrega de una medalla. El mandatario era representado por un vecino destacado de la localidad. En la ocasión asumió ese rol el médico de la familia Sabato, Ernesto Helguera.
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