Algunas tardes acompañaba a mi abuela a comprar hilos y agujas, a contratar pedidos de telas, a cambiar partes de las máquinas. Me emocionaba leyendo anuncios y letreros callejeros. Veía una S y sabía que era el símbolo de una Singer . Nadie me dijo que esto podría pasar. Solo mi abuela me salvó. Me dijo que estaba leyendo. Entonces, mientras ella dibujaba sus patrones de moda y diseñaba ropa, yo escribía cosas en sus talonarios. Dibujé las nuevas máquinas industriales que llegaron al taller. Las trabajadoras y yo estábamos deslumbrados con los recientes artefactos. Ellas renovaban su lenguaje y yo aprendía sobre palancas, talones, conos, troncos, ranuras, ojo y punta. Hasta de las placas de transporte me enteré.
Todo fue cierto y todo llegó a su final. Supe que la fábrica cerró por el acoso financiero de los bancos. Las tías y la abuela envejecieron obsequiándose sorpresas, vestidos y prendas nuevas que ellas mismas cosían. Vivían elegantes y estrenando. Hasta diseñaron sus blusas de funeral.
Habíamos pasado una tarde deliciosa. Nuestras manos se apretaron. Le confesé que estaba escribiendo un libro, la historia de un caballo. Algo diferente a El Moro . Sin desventuras. Buen trato. Con una vida apacible, sin obligación de trabajar. Algo parecido al caballo del abuelo. Fui sincero. Le dije que en el fondo tenía dificultades para escribir. Mi abuela se retiró. Fumé y bosquejé muchos paisajes. Hasta dibujé un álbum de láminas de la naturaleza en mi cabeza. Regresó con un pequeño baúl. Extrajo unos cuadernos y me los entregó.
–Te pueden servir. Eran del abuelo.
Vi su letra y sus rasgos me confirmaron el sentido de las cosas. Una letra que me devolvió a un mundo caligráfico, sin afanes, desaparecido. Oloroso a whisky y risas.
–Y ahora... habla por mi santa cruz. Escribe lo que le mandé a callar.
–No es bueno que digas eso.
–Mi amor, insiste en tus confecciones literarias...
Nunca más la vi. De regreso leí los cuadernos completos. Entre el rancio esplendor que ofrecía la ventanilla del avión percibí la nobleza del abuelo. Entendí su silencio y comprendí su ascendencia, todos esos datos, toda esa tristeza oculta tras su risa bonachona. Pensé en Orhan Pamuk y en García Márquez. Pensé en mí mismo y sentí que la estirpe de escritores, no tan buenos pero condenados a escribir, deberíamos tener una segunda oportunidad sobre la tierra si corregíamos mucho y teníamos algo que contar. Sobre todo pensé en mi abuela y su cuidado al confeccionar sus blusas. Sus palabras de nuevo me salvaron: “escribir no es cosa de adultos sino de niños”.
Por eso no crecí y me quedé jugando. Me quedé escribiendo.
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