Arabella Salaverry - Infidelicias

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Infidelicias, relatos que nos conducen al universo paralelo de los sueños, ese que Freud llamara «la otra escena», para encontrar erotismo, soledad, inseguridad, desamparo, amistad, miedo, amor, esperanza; y un sinnúmero de sentimientos y deseos para trazar en claroscuros el panorama oculto de nuestra existencia. Infidelicias porque no hay nada más infiel a la aparente realidad que el mundo de los sueños. Desde el surrealismo del paisaje onírico, Infidelicias nos enfrenta con facetas muchas veces «prohibidas» de la condición humana. Y porque bucear en lo recóndito puede ser una delicia ortográfica fuera de serie, ahora convertida en emblemática para el mundo.

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A duras penas nos fuimos acercando. El pueblo una tiniebla multiplicada a lo largo de una calle. Nada más. En una de las pocas casas alcancé a divisar un parpadeo, un remedo de claridad. El barro pesaba, se iba endureciendo hasta formar una capa hostil que nos cubría dificultando los movimientos. Entre los tablones viejos de sus paredes un carámbano de luz. Me acerqué y vislumbré del otro lado una puerta abierta y un puesto de ventas de objetos que no alcancé a definir. Aunque sí intuí un paño verde colgando de un clavo. ¿Un estilo nuevo de mostrar la mercancía? o simplemente no estaba en venta. Tal vez solo un paño para uso personal de los dueños de aquella casa casi rancho. Pero justo lo que necesitábamos para limpiarnos, para quitar el lastre que nos detenía, que hacía pesados los movimientos, que nos impedía desplazarnos, que nos hundía en una inmóvil desesperación, es decir, lo que necesitábamos para despojarnos del barro untuoso, ya hediondo, que nos cubría.

Con dificultad logramos entrar. El aire espeso. Piso de tierra. Maderos inconformes atravesando el camino. En la semipenumbra del casi rancho estaba ella. No me quedó claro cómo apareció a nuestro lado pero allí estaba. Perdón señorita, ¿es posible que nos venda el paño? ¿Cuál? Aquel, sí, aquel, el verde, y si de paso lo humedece, mejor. Porque estamos perdidos de sucios. Lo necesitamos para limpiarnos. Sobre todo para limpiar al niño. Temo que se enferme con tanto barro. Nos miró con detenimiento. Nuestro aspecto para nada decente. Un brillo de ojos en medio de una costra oscura. La ropa no se distinguía. El barro seco uniformándonos en un tono de oscuridad. Cualquiera hubiera dudado. Mantener contacto con nosotros no era garantía. Nos miró largamente. Luego, decidida: Sí, claro, con gusto. Accedió a humedecerlo y más allá: nos trajo jabón, una enorme jarra de agua limpia y una sonrisa amable, un vaporoso pestañear y una mirada vehemente. Si en algo más puedo ayudarlos… aquí estoy a la orden. Traté de pagar por el paño, perdón ¿cuánto le debo? no, de ninguna manera, cómo se le ocurre. Se negó a recibir el dinero.

Alta, delgada, con un pelo teñido de un rubio oxigenado, largas pestañas, ojos nítidamente delineados, nariz fina y protuberante, boca de rubí refulgente, manos grandes con dedos largos y afilados, brazos delgados y musculosos, un cuerpo fino cubierto por un vestido rojo de lentejuelas que se apretaba con devoción a su anatomía. Piernas también largas rematando en zapatos brillantes y altísimos con una plataforma descomunal. Todo aquello no coordinaba mucho con la desolación del rancho. Bueno, tampoco en posición de preocuparme por consideraciones sociológicas. Éramos vos, el niño, el barro yo y la necesidad de solucionarlo. Pero lo que más me llamó la atención fue la sombra en su cara angulosa de una barba más bien masculina.

No quise investigar si hombre o mujer. Derrochaba amabilidad, dulzura, solidaridad. Dispuesta al afecto. A pesar de nosotros. De nuestra facha. Se ofreció a ayudarnos sin pedir nada a cambio. Nos sentimos seguros a su lado. Quería colaborar. Y eso bastaba. Sí, eso bastaba. Amorosa, limpió al niño hasta dejarlo resplandeciente. No se preocupe tanto, me dijo. Podemos sobrevivir al barro y a mucho, muchísimo más… ¡Si yo le contara! Se lo agradecí no se imaginan cuánto. Sí. Eso bastaba. Me tranquilizó. Porque es tan difícil lidiar con niños.

Eros

Debió despertarse a mitad de la madrugada. Pero quiso ignorar. La escalera comiéndose los pasos, el último ruido de la noche, tic, tic, tic ¿dónde el reloj? O el primero de la madrugada, ¿un teléfono? No, no el timbre del teléfono, no el reloj, era Bach desde uno de sus conciertos, no supo cuál, a esas horas las notas ejecutadas una a una; insistió en mirar el reloj, no está cerca, vendrán los vecinos. Se quejarán y con razón, no son horas, no sé qué hora pero es alguna de la madrugada y Bach repetido, cinco notas, una, otra, otra más hasta llegar a cinco.

Un intento: abrir los ojos. ¡Cuánta dificultad! Como si alguna araña insomne hubiese tejido hilos finísimos entre párpado y párpado. Pasar la mano, frotar, restregar. ¡al fin! Primero mirada borrosa, luego un entorno delineándose. Encontrar esa hilera de vidrios de colores separando aposentos, bordes peligrosos, tantos vidrios de colores, mil tonos de azul y detrás la fuente, bordes afilados, la fuente que levanta el agua para luego derramarla, un sonido repetido y exacto, la fuente ¿o un teléfono? Podría ser un teléfono desvelado. O madrugador. Casi las cuatro de la mañana. El sueño, ¿por dónde se enredó? Y la pregunta girando desde siempre la pregunta mientras su cuerpo insiste en buscar el sueño, mejor cerrar los ojos, mejor alejarse al mundo desconocido del sueño. No apagaron las luces ¿hasta cuándo? Las luces, madrugada, violín, un teléfono, la fuente, el sueño evadiendo, los pájaros y el cuerpo desde la hora de otro insomnio que se va poblando de placer recordando la inteligencia de su lengua para acomodarse a su beso, el olor, la mano que caminó despacio por su piel, la mano que fue tacto dulce sobre la amargura de su piel, de su nuca, su cuello, por la redonda suavidad del vientre, por el largo camino de sus muslos y no fue necesaria otra caricia, y no fue necesaria otra presencia, a puro recuerdo se le llenó el pubis con el simple contacto de su cama y creció hasta que fue, la madrugada, Bach en cinco notas, los pájaros, la fuente, el cuerpo, el cuerpo desde el pubis que se fue entibiando, respondiendo a la pregunta, respondiendo a la impronta del deseo.

Un éxtasis de ausencia para llenar de rumores todo el cuerpo.

Miedo

Una cafetería. Vos y yo. Nadie más. Asientos pegados al suelo, inamovibles. ¿Mac Donald's? El olor a tortas de carne frita se cuela desde los enormes extractores de grasa y regresa para inundar el espacio. Piso húmedo y letrero en inglés: letrero amarillo letras negras y el escueto: “wet floor”, piso húmedo. Sobreentendido “Prohibido pasar”. Gris el suelo y como ya mencioné, húmedo, como el asfalto después de un aguacero. Paredes de un ocre desteñido y un enorme abanico girando sin cesar en el techo.

Tu torpeza habitual –niño viejo– te lleva a tratar de apartar la silla, separarla de la mesa para movilizarte cómodamente. Imposible. Observás la silla y veo en tu cara la incomodidad: la silla que no cede clavada en el suelo, tu impaciencia que crece, el deseo de que nada se interponga en tu decisión y el impulso: hacer lo que se te antoja. Te inclinás. Te arrodillás. Pasás por debajo de la mesa. Tengo que ir al baño, me decís. Está bien, contesto. Te observo gateando. Tu figura endeble, tu pelo blanco, la panza. Sí, te vas gateando. Así recorrés el salón húmedo y gris y pienso que no es una manera adecuada de andar por la vida. Que debería avergonzarte. Pero no. Puede más tu impaciencia.

Miro alrededor. Un zumbido cada vez más intenso me inunda en su vorágine. El lugar se va poblando de monjas, hábitos, sillas de ruedas que no sé muy bien de dónde aparecen, ni qué hacen allí: caos. Las sillas giran sobre sí mismas, se elevan, descienden, vacías; los hábitos revolotean como pájaros malignos, cruces y rosarios atraviesan la estancia, se entrechocan en el aire, gravitan, oscurecen, llenan de sombras el espacio que se nutre con el desorden, se agigantan, su dimensión ahora colosal para luego caer en la inmovilidad del silencio.

Después de la inmovilidad, esa inmovilidad de aire estancado y ausencia de sonido que dura un tiempo ajeno a relojes, de nuevo las sillas a girar por su cuenta, vivas, en un remolino ascendente. Locura. Las sillas bailan empinándose sobre una rueda. Trato de esquivarlas, evitar el impacto contra mi cuerpo pero inútil. No puedo moverme. Pasan sobre mi cabeza, se entrechocan, casi me agreden. Cubro mi rostro, pasan a milímetros, de pronto alguna pega con mi espalda, el dolor es insoportable hasta que comienzan a aminorar sus desplazamientos. Poco a poco decrece el caos, y las cosas, ahora domesticadas, pareciera que quieren regresar a su medida justa.

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