En cierto modo, era una forma de escritura. Las ondas sonoras inscribían una configuración en el diafragma y las partículas de carbón que convertían ese patrón en una señal eléctrica transmisible. Pero no dejaba ninguna huella permanente. El invento de un artefacto que podía programarse con instrucciones escritas para realizar una serie de operaciones lógicas –la computadora– cambió esa situación al modificar la jerarquía de la escritura. Cuando uno escribe utilizando una vieja máquina de escribir o una pluma sobre un papel, deja una inscripción física sobre una superficie. Aun cuando estén mecanizadas, las formas están imperfectamente moldeadas y existe la posibilidad de que haya errores de ortografía y signos de puntuación equivocados. Cuando uno escribe utilizando un ordenador, el programa señala, normalmente, los errores ortográficos y de puntuación y las letras se ordenan de la manera más próxima posible a la perfección. Pero, la «inscripción» que uno ve es la representación virtual, ideal, de un sistema de escritura enteramente diferente realizada sobre un circuito electrónico complejo, discos que zumban, etcétera.
Toda nuestra experiencia con el ordenador, el teléfono inteligente y la tableta está diseñada para ocultar el hecho de que lo que estamos viendo es escritura. Según el desarrollador de software Joel Spolsky lo que encontramos es una serie de «abstracciones permeables», «una simplificación de algo mucho más complicado que ocurre debajo de las cubiertas». Así, donde vemos un «archivo», una «carpeta», una «ventana» o un «documento» lo que hay son abstracciones, simplificadas representaciones visuales de partes eléctricas que realizan una serie de operaciones lógicas en concordancia con los comandos escritos. Cuando vemos la palabra «Notificaciones» o «Inicio», estamos viendo la representación visual simplificada de las operaciones de un código de software escrito. Estas abstracciones son «permeables», tienen fugas, porque, aunque parezcan perfectamente formadas, representan procesos complejos que pueden fallar y, de hecho, fallan. Como en The Matrix, la escritura programa una imagen para que la consumamos: no vemos los símbolos, solo vemos el bistec codificado por los símbolos. La imagen es pues un señuelo. Lo que eclipsa es que todos los medios –la música, la fotografía, el sonido, las formas, los espacios, las imágenes en movimiento– ya han sido traducidos al lenguaje de los datos numéricos escritos.
Pero, cuando comenzamos a escribirle a la máquina de trinar se introduce una nueva e inesperada vuelta de tuerca en la situación que cambia drásticamente la división tradicional entre la voz y la escritura. La máquina de trinar es sumamente eficiente cuando se trata de reproducir elementos del habla que habitualmente se pierden en la escritura, en un formato escrito mediado por el ordenador. No se trata solamente de que los matices de ritmo, tono, timbre y expresión se transmitan con cierta economía eficiente mediante emojis y otros expedientes. En una conversación corriente, los participantes están todos presentes simultáneamente y se desarrolla en tiempo real, no con la demora habitual de la correspondencia escrita o los emails. Por esta razón, la conversación es informal, flexibiliza el uso de las convenciones y da por descontados una cantidad de elementos básicos compartidos entre los participantes. La industria social aspira a alcanzar la misma celeridad, la misma informalidad, para dar la impresión de que está desarrollándose una conversación. Da voz a la voz.
Con todo, lo que produce la máquina de trinar es en realidad un neohíbrido. Se da a la voz una nueva encarnación escrita, pero es una corporeización masificada, que llega a estar asombrosamente despegada de cualquier individuo. Adquiere vida por sí misma: inmensa, impresionante, bromista, polifónica, caótica, demótica, a veces pavorosa. La sagrada música del canto de las aves se transforma, no en un coro, sino en el rugido de un organismo cibernético.
XII.
Dada esta masificación, es irónico que tanta charla a través de las redes sociales esté obsesionada con la liberación del individuo. Lo que hace la industria social es fragmentar a los individuos de maneras nuevas –cada uno es muchas empresas, cuentas, proyectos– y rutinariamente reagrupa las piezas como un nuevo colectivo transitorio: llamémoslo un enjambre, por razones de marketing.
La otra cara de la moneda de esta supuesta liberación del individuo es la idea de un «nuevo narcisismo», de palito de selfie, de mirarse el ombligo con cada actualización de estado. En verdad, siempre hay narcisismo y eso no es ningún pecado. Y si escribir tiene que ver con darse un segundo cuerpo, de algún modo, no se trata sino de narcisismo sublimado. Sin embargo, la estructura de caja de Skinner postula como su sujeto ideal al narcisista extremadamente frágil, alguien que necesita alimentarse constantemente de galletas de aprobación para no caer en la depresión.
La máquina de trinar invita a los usuarios a constituir nuevas identidades creativas para sí, pero lo hace sobre una premisa competitiva, empresarial. Puede empoderar a quienes han estado tradicionalmente marginados y oprimidos, pero también hace que producir y mantener esas identidades se vuelva para ellos imperativo, agotador y absorbente. Las plataformas de las redes sociales comprometen al individuo en una respuesta permanente y siempre en curso a los estímulos. El usuario nunca puede realmente retener o demorar una respuesta; todo tienen que suceder en este timeline, ahora mismo, antes de pasar al olvido.
Habitar en la industria social es estar en un estado de constante distracción, una fijación adictiva a mantenerse en contacto con ella, sabiendo qué está pasando y cómo participar. Pero también es para enlazar lo que el psicoanalista Louis Ormont llama «el ego observador» en un elaborado panóptico para que la autovigilancia se redoble muchas veces. Este aspecto es fundamental para la faz productiva de la industria social. En realidad, no es otra cosa que producción –de escritura interminable–, más eficiente en su forma de operar que un taller clandestino. Jonathan Beller, un teórico del cine, ha argumentado que con internet «mirar es trabajar». Sería más preciso decir que mirar y ser mirado es una irresistible incentivo para trabajar.
¿En qué estamos trabajando? En el trabajo de parto de una nueva nación. Así como el capitalismo impreso inventó la nación, para muchas personas la plataforma de su preferencia es también su país, su comunidad imaginada. Los sistemas educativos, los periódicos y las cadenas de televisión aún difieren del estado nacional. Pero, cuando los sociólogos describen la proliferación de los entornos vitales (los Lebenwelten de Husserl) online, se hace evidente que sus porosos contornos tienen muy poco que ver con las fronteras nacionales.
De manera que, si está naciendo un nuevo tipo de país, ¿qué clase de país será? Y, ¿por qué parece continuamente tan a punto de estallar?
[1]A lo largo del presente libro se utiliza indistintamente la forma «me gusta» en español y la forma like/likes en lengua inglesa [N. del ed.].
[2]Un sitio web de contenido «viral» especializado en vídeos e historias edificantes e inspiradoras.
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