Richard Seymour - The twittering machine

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Una brillante investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales.
Los antiguos ejecutivos de la industria social nos dicen que el sis­tema es una máquina de adicción. Somos usuarios que esperamos histéricos nuestro próximo éxito, con sus likes, sus comentarios y su difusión compartida. Escribimos a la máquina como individuos, pero esta nos responde agregando nuestros deseos, fantasías y debilidades, y convirtiéndolo todo en datos. Nos transformamos, queramos o no, en una experiencia de mercancía.
En la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (The Twittering Machine o La máquina de trinar, 1922), la canción del pájaro de una máquina diabólica actúa como un cebo para atraer a la humanidad a un pozo de condenación. De igual forma, las redes y la industrial social nos ofrecían la promesa de construir nuestra propia historia, pero ¿hasta qué punto elegimos la pesadilla en la que se ha convertido?

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Esto sugiere que, si estamos sintiendo dolor, lastimarnos adrede puede ser un modo de desplazar ese dolor de manera que parezca que ha disminuido, aun cuando no se haya reducido realmente y continuemos teniendo el dolor de muelas. Así, si nos enganchamos a una máquina que pretende decirnos, entre otras cosas, cómo nos ven los demás u ofrecernos una versión de nosotros mismos, una imagen online delegada, quiere decir que algo ya no andaba bien en nuestras relaciones con los demás. Numerosos estudios sobre el tema aseguran que la industria social ha influido en el aumento global de la depresión –actualmente, la enfermedad más difundida y de mayor crecimiento del mundo: el número de afectados creció, desde 2005, alrededor del 18 por 100–. Existe una correlación particularmente fuerte entre la depresión y el uso de Instagram entre los jóvenes. Pero las plataformas de la industria social no inventaron la depresión; solo la explotaron. Y para atenuar su punzada, uno tendría que explorar qué no marcha bien en otra parte.

VII.

Si la industria social es una economía de la atención que distribuye sus recompensas a la manera de un casino, ganar puede ser el peor resultado. Como muchos usuarios terminaron descubriendo, a su costa, no toda publicidad es buena publicidad.

En 2013, un albañil de 48 años de Hull, en el norte de Inglaterra fue hallado ahorcado en un cementerio. Steven Rudderham había sufrido el hostigamiento de un grupo anónimo de justicieros de Facebook que habían decidido que era un pedófilo. Sin ninguna prueba contra él, alguien había copiado la imagen de su perfil y había hecho un anuncio en la red en el que se le acusaba de ser un «sucio pervertido». Bastaron solo quince minutos para que cientos de usuarios compartieran la publicación y tres días de correos con mensajes de odio y amenazas de muertes y castración para que Rudderham se suicidara.

Pocos días antes, Chad Lesko de Toledo, Ohio, había sido atacado repetidamente por la policía y hostigado por residentes locales porque creyeron que le buscaban por la violación de tres niñas y de su hijo pequeño. La falsa acusación surgió de una cuenta ficticia orquestada por su exnovia. Irónicamente, Lesko había sufrido abusos de niño por parte de su padre. Este tipo de linchamiento, cada vez más común en la industria social, no siempre es resultado de una maldad consciente. Garnet Ford de Vancouver y Triz Jefferies de Filadelfia sufrieron la caza de brujas de las redes sociales porque ambos fueron confundidos con criminales buscados. Ford perdió su empleo y Jefferies fue hostigado por una horda indignada en su casa.

Estos pueden ser ejemplos extremos, pero ejemplifican una cantidad de problemas bien conocidos, exacerbados por los medios, desde las fake news, a las provocaciones de los trolls y el bulling, a la depresión y el suicidio. Y plantean preguntas fundamentales sobre cómo funcionan las plataformas de la industria social. ¿Por qué, por ejemplo, hay tanta gente dispuesta a creer en las fake news? ¿Por qué nadie ha sido capaz de mantener a esa multitud en los carriles de la sensatez y señalarle la locura vindicativa de sus acciones? ¿Qué clase de satisfacción esperaban obtener de ellas los participantes, aparte de la schadenfreude, la alegría de ver que a alguien le fueran mal las cosas o hasta se muriera?

Si bien es habitual percibir la industria social como un gran nivelador –y quizá lo sea–, también puede, sencillamente, invertir las jerárquicas corrientes de autoridad y de obtención de fuentes fácticas. Quienes se sumaron a las turbas de linchamiento no tenían ninguna prueba que autorizara las creencias que los impulsaron a actuar más que haber oído que alguien lo dijo. Cuanto más anónima es una acusación, tanto más efecto produce. El anonimato despega la acusación del acusador y de toda circunstancia, contexto, historia o relaciones personales que podrían haber ofrecido a cualquiera la oportunidad de evaluarla o investigarla. Permite que se imponga la lógica de la indignación colectiva. Pasado cierto punto, ya no importa si los participantes individuales están «realmente» indignados. La acusación se carga de ira en nombre de los acusadores. Tiene vida propia: es una bola de demolición que descarga sus golpes sin rumbo, omnidireccional; una voz que aparentemente no tiene cuerpo, una intimidación sin intimidador; un inquisidor, un cazador de brujas virtual. Las normas de veracidad no solo se han invertido; también se han apartado de la noción tradicional de la persona como fuente de verdad testimonial.

Una acusación falsa es un tipo particular de fake news. Incluye cuestiones de justicia y convoca a tomar partido. Y como la mayoría de la gente no tiene la menor idea de lo que está sucediendo nadie está en condiciones de armar una defensa del acusado. Esto obliga al observador a mantener un silencio preocupado o a agacharse para pasar inadvertido dentro de la turba pensando «voy allí, pero por la gracia de Dios…». Al menos, en el último caso, obtendrá algunos likes por tomarse la molestia.

La industria social no inventó el linchamiento colectivo ni el juicio-espectáculo. Los justicieros estuvieron buscando supuestos pedófilos, violadores y asesinos para atormentarlos mucho antes del advenimiento de Twitter. La gente disfrutaba de creer falsedades antes de poder recibirlas directamente en sus teléfonos inteligentes. Las intrigas en el lugar de trabajo y en los hogares se alimentan de una versión de las campañas de cotilleo e intimidación que vemos en la red. Para aplacar el linchamiento, el hostigamiento y las agresiones online habría que comprender por qué esas conductas se dan con tanta frecuencia en otras partes.

¿Qué cambió, pues, la industria social? Ciertamente ha facilitado que la persona común y corriente difunda falsedades, que los matones sueltos se unan en manadas contra determinados blancos y que la desinformación anónima se disemine a la velocidad del rayo. Sin embargo, La máquina de trinar ha colectivizado el problema de un modo nuevo.

VIII.

En 2006, un adolescente de trece años llamado Mitchell Henderson se suicidó. Los días siguientes, su familia, sus amigos y conocidos se congregaron en su página MySpace para hacer homenajes virtuales a su ser querido.

Días después, un grupo de trolls comenzó a atacarlos. Al principio se mostraban divertidos por el hecho de que Henderson había perdido su iPod días antes de morir y había comenzado a publicar mensajes que implicaban que su suicidio era una respues­ta frívola e autoindulgente a la frustración consumista: «Problemas del primer mundo». En un post alguien adjuntó una imagen de la tumba del joven con un iPod apoyado contra ella. Pero lo que realmente los encendió en una espiral de hilaridad fue la desconcertada indignación que podían provocar en la incauta familia. Cuanto más se enfadaba la familia, tanto más gracioso les parecía.

Más de una década después, un niño de once años de Tennessee, Keaton Jones, hizo un conmovedor vídeo en el que, llorando, describía el hostigamiento de que era objeto en la escuela. La madre, Kimberley Jones, lo publicó en su propia página de Facebook y el vídeo rápidamente se viralizó en varias plataformas de la industria social. Celebridades, desde Justin Bieber hasta Snoop Dogg, se unieron en la ola de apoyo al niño y un extraño organizó un crowdfounding para reunir dinero para la familia Jones.

Era lógico esperar cierto grado de escepticismo en relación con esta historia. Ya existe una larga tradición de contenido viral, emotivo, compasivo, al estilo de Upworthy[2], en gran medida manipulador si no ya directamente inventado. Estos vídeos tienden a apelar al sentimiento para reforzar la moralidad convencional. Por ejemplo, el famoso vídeo viral del vagabundo que gasta el dinero que le acaban de donar en comida para otros (en vez de entregarse al demonio del alcohol) fue utilizado para recaudar 130.000 dólares en donaciones antes de que se descubriera que era falso. Sin embargo, en el caso de Keaton Jones no hubo tal escepticismo y aparentemente la historia era verdadera.

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