Richard Seymour - The twittering machine

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Una brillante investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales.
Los antiguos ejecutivos de la industria social nos dicen que el sis­tema es una máquina de adicción. Somos usuarios que esperamos histéricos nuestro próximo éxito, con sus likes, sus comentarios y su difusión compartida. Escribimos a la máquina como individuos, pero esta nos responde agregando nuestros deseos, fantasías y debilidades, y convirtiéndolo todo en datos. Nos transformamos, queramos o no, en una experiencia de mercancía.
En la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (The Twittering Machine o La máquina de trinar, 1922), la canción del pájaro de una máquina diabólica actúa como un cebo para atraer a la humanidad a un pozo de condenación. De igual forma, las redes y la industrial social nos ofrecían la promesa de construir nuestra propia historia, pero ¿hasta qué punto elegimos la pesadilla en la que se ha convertido?

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Esto implica que ritos improvisados de deshonra pública, que estallan como una tormenta, pueden alimentarse de las respuestas oficiales. Y, puesto que la industria social ha creado un efecto panóptico pues ahora cualquiera puede ser potencialmente observado en todo momento, cualquier persona puede, súbitamente, quedar aislada, por haber sido seleccionada para recibir un castigo aleccionador. Dentro de las comunidades online, esta posibilidad produce en los usuarios una fuerte presión a coincidir con los valores y las costumbres de sus pares. Pero ni siquiera la conformidad con los pares constituye una salvaguarda porque cualquiera puede ver lo que se publica. El público potencial de cualquier post colgado en internet es la totalidad de los usuarios de internet. La única manera de encajar con éxito en internet es ser indeciblemente anodino y banal. Y aun cuando uno pasara toda su vida online compartiendo memes «empoderadores», citas «edificantes» y ciberanzuelos de vídeos virales, nada garantiza que alguien, en algún lugar del mundo, considere que su mera existencia es un buen blanco para su agresividad. Mecanicamente, el agresor de internet busca blancos que sean «aprovechables», es decir, que presenten algún tipo de vulnerabilidad, desde mostrar un sufrimiento a colgar un post siendo mujer o perteneciendo a una minoría. Y el trolling es una exageración estilizada de la conducta común y corriente, sobre todo de la conducta en internet.

No todos tienen un programa para explotar y castigar las vulnerabilidades, pero a veces sin darse cuenta terminan llevándolo a cabo. Es un programa compuesto por la propensión humana a confundir los placeres de la agresión con virtud. El escritor recientemente fallecido Mark Fisher describía la versión progresista de este fenómeno mediante la metáfora barroca del «castillo del vampiro». En el castillo, escribió Fisher, izquierdistas bienintencionados tienen acceso a los placeres de la excomunión, de una conformidad popular y de restregarles a otros en la cara sus errores, en nombre de alguna ofensa que debe ser reparada. Las fallas políticas o hasta simplemente las diferencias pasan a ser características explotables. Puesto que nadie es puro y puesto que la condición de estar en la industria social es revelarse constantemente, entonces, en cierta perspectiva, nuestra existencia online es una lista de rasgos explotables.

Y cuando los rasgos explotables de un usuario llegan a constituir la base de una nueva ronda de indignación colectiva, terminan galvanizando la atención, se suman al flujo y la volatilidad y, por ende, al valor económico de las plataformas de la industria social.

X.

«El lenguaje es misterioso», escribe la especialista en religiones Karen Armstrong. «Cuando se pronuncia una palabra, lo eté­reo se hace carne; el habla requiere encarnación: respiración, control muscular, lengua y dientes.»

La escritura exige su propia encarnación: coordinación manos-ojos y alguna forma de tecnología para hacer marcas en una superficie. Tomamos una parte de nosotros y la transformamos en inscripciones físicas que nos sobreviven. De manera que un futuro lector pueda respirar, como dijo Seamus Heaney, «el aire de otra vida, otro tiempo, otro lugar». Cuando escribimos, nos damos un segundo cuerpo.

Hay algo milagroso en todo esto, la existencia de un animal «escribiente», apenas un punto en el tiempo profundo de la historia del planeta. Las primeras teorías de la escritura no pudieron resistirse a verla como algo divino: «el aliento de Dios», como se dice en el Libro de Timoteo. Los sumerios la alabaron como un regalo de Dios, junto con las piezas de madera y de metal: una yuxtaposición expresiva, como si la escritura fuera en realidad una artesanía más, otro trabajo textil, tal como se entendía en la civilización incaica. La palabra egipcia «jeroglífico» se traduce literalmente como «escritura de los dioses».

Los griegos antiguos expresaban una interesante desconfianza por la escritura, pues les preocupaba que esta pudiera romper el vínculo con las culturas orales sagradas y, al hacer las veces de un artefacto mnemónico, alentara la pereza y el engaño. No obstan­te, también la consideraban sagrada en la medida en que conservaba el vínculo con la voz. El historiador de las religiones David Frankfurter, escribe que los griegos antiguos estimaban que las letras de su alfabeto, por el hecho de denotar sonidos, eran «elementos cósmicos». Entonarlas podía llevar al cantante a un estado de perfección. Así vemos que, además de constituir un dispositivo mnemónico y contable y también una artesanía, la escritura, como notación musical, era poesía divina.

Los mitos históricos siempre han confundido la relación de la escritura con la voz. El gramático polaco-estadounidense I. J. Gelb, siguiendo un pensamiento típico de sus contemporáneos de la Guerra Fría, argumentó que el propósito de la escritura era, en última instancia, representar el habla y, por consiguiente, los alfabetos eran la forma más avanzada de escritura. En el alfabeto, cada letra representa un sonido, o un elemento fonético. En otros sistemas de escritura, los elementos podrían incluir logogramas, en los cuales toda una palabra está representada por un único elemento; ideogramas, en los que se representa un concep­to sin ninguna referencia a los sonidos vocales que participan al pronunciarlo; o pictogramas, en los que el elemento escrito se parece a lo que significa. El supuesto de la superioridad de los alfabetos, parte del mito del progreso de la modernidad, se basa en el hecho de que los alfabetos permiten escribir un número infinito de frases infinitamente complejas.

La mayor parte de la escritura de la que estamos rodeados hoy no representa el habla. Como la escritura de las ondas sísmicas, la notación musical, los diagramas de un circuito electrónico y las configuraciones de un tejido, los programas de computación y los códigos y secuencias de comandos actuales –la escritura cuneiforme de la civilización contemporánea– en su mayor parte prescinden de elementos fonéticos. Más aún, nuestra escritura online se asemeja cada vez más a la jeroglífica, basada en elementos no alfabéticos: emojis, marcas de check, flechas, señaladores, símbolos de divisas, marcas registradas, signos viales, etcétera– para transmitir velozmente información tonal compleja. En realidad, una de las ironías de escribir en la industria social es que esa escritura emplea una notación no alfabética para poder representar mejor el habla. Las partes de nuestro discurso que tienen que ver con el tono, el timbre y la personificación y que se transmiten en tiempo real en las conversaciones cara a cara, tienden a perderse en la escritura alfabética o solo pueden expresarse después de gran elaboración y cuidado. La economía de los emoticonos y los memes procura dar a la voz una corporeización conveniente.

XI.

En 1769, el inventor austrohúngaro Wolfgang von Kempelen desarrolló el primer modelo de su Sprechmaschine [«máquina parlante»]. Fue un intento de producir un equivalente mecánico del aparato –pulmones, cuerdas vocales, labios, dientes– que produce el sutil y variado conjunto de sonidos, acústicamente rico, conocido como la voz humana. El inventor perseveró, aplicando sucesivos diseños, utilizando una caja, bramadores, lengüetas vibradoras, tapones y una bolsa de cuero, en sus intentos de hacer hablar a su máquina. Cada vez, su estúpida boca de cuero berreaba sin lograr emitir ningún sonido remotamente humano.

Finalmente, el problema de reproducir el habla eficientemente quedó resuelto con la invención del teléfono. Uno habla en un teléfono tradicional y las ondas sonoras golpean un diafragma haciéndolo vibrar. El diafragma hace presión sobre una pequeña taza llena de finos granos de carbón que, al recibir esa presión, conducen una corriente eléctrica de bajo voltaje. Cuanta más presión ejerce el diafragma, tanto más densamente se aglutinan los granos y tanta más electricidad fluye. Así, por medio de una débil corriente eléctrica, la voz pudo separarse del cuerpo y reaparecer sorprendentemente en algún punto al otro lado del mundo.

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