Emilio y Jast no quisieron decirnos gran cosa de los hombres de las nieves. No pudimos hacer que nos llevaran a verlos. A nuestras preguntas, respondían con estos comentarios: «Son hijos de Dios como nosotros, pero han vivido tanto tiempo en el odio y el miedo de sus semejantes que han desarrollado sus facultades de odiar y temer. Se han separado así de los otros hombres hasta el punto que han olvidado que pertenecen a la familia humana y se creen las bestias salvajes que son. Llevando las cosas al extremo, han llegado a perder el instinto de las bestias salvajes, ya que estas conocen por instinto a los seres humanos que las aman, y responden a este amor. Es necesario repetir que el hombre solo hace advenir las cosas en las que piensa. Cuando se separa hasta ese punto de Dios y de los otros hombres, puede descender más bajo que los animales. No serviría de nada llevaros a ver a los hombres de las nieves, al contrario, les haría mal a ellos. Tenemos esperanzas de que alguno de ellos se vuelva un día receptivo a nuestras enseñanzas y por ese canal llegaremos a todos».
Fuimos informados de que éramos libres de hacer, por nuestra cuenta, una tentativa para ver a esas extrañas criaturas, que los Maestros nos protegerían de todo mal y podrían probablemente librarnos si éramos capturados. Después del programa establecido para el día siguiente, debíamos partir para visitar un templo muy antiguo situado a sesenta kilómetros del pueblo. Mis dos compañeros decidieron renunciar a esta visita para informarse mejor sobre los hombres de las nieves. Pidieron con insistencia a dos habitantes que los acompañaran, pero ellos se negaron rotundamente. Ninguno quería dejar el pueblo, mientras la presencia de los salvajes creara temor en los alrededores. Mis dos compañeros hicieron entonces la tentativa solos. Recibieron indicaciones de Emilio y de Jast sobre la pista y la dirección que debían seguir, se ciñeron sus armas y se prepararon a salir. Emilio y Jast les habían hecho prometer no matar más que en último extremo. Podían tirar al blanco o al aire para asustar a los salvajes, pero debieron dar su palabra de honor de que no tirarían con la intención de matar, a menos que fuera imposible hacer otra cosa.
Me sorprendí de que hubiera un revólver en nuestro equipaje, ya que nosotros no nos habíamos servido jamás de un arma de fuego. Yo había abandonado los míos hacía ya mucho tiempo, sin poder recordar dónde. Pero es seguro que uno de los compañeros que nos habían ayudado a hacer los equipajes había puesto dos pistolas, que nadie había quitado.
XIII
Un poco más tarde en la misma jornada, Emilio, Jast y yo partimos hacia el templo, adonde llegamos a la cinco y media de la tarde del día siguiente. Encontramos dos viejos sacerdotes, que me instalaron cómodamente para pasar la noche. El templo estaba situado sobre un pico elevado. Construido en piedra tosca, tenía una antigüedad de doce mil años. Estaba en perfecto estado de conservación. Debió ser uno de los primeros templos edificados por los Maestros del Siddha. Lo construyeron para disponer de un refugio donde gozar de un perfecto silencio. El lugar no podía haber sido mejor elegido. Es la cima más elevada en esta región, a tres mil quinientos metros de alto y a más de mil quinientos sobre el valle. Durante los últimos doce kilómetros el sendero me pareció casi vertical. Lo franqueaban puentes suspendidos por cuerdas. Estas habían sido agarradas, más altas, a gruesas piedras y echadas enseguida al vacío. Las vigas que formaban el puente servían de sendero a doscientos metros en el aire. En otra parte fuimos obligados a trepar por escalas sostenidas por cuerdas que pendían de lo alto. Los cien metros fueron absolutamente verticales. Los trepamos enteramente gracias a escalas de ese género. Al llegar tuve la impresión de encontrarme en la cima del mundo.
Al día siguiente nos levantamos antes del sol. Saliendo a la terraza que formaba el techo, olvidé completamente la penosa ascensión de la víspera. El templo estaba construido en el borde de un pico. Mirando hacia abajo, no se veía nada en los primeros mil metros, de manera que el lugar parecía suspendido en el aire. Difícilmente lograba quitarme esta impresión. Tres montañas eran visibles en la lejanía. Me dijeron que en cada una de ellas había un templo similar a este. Pero estaban tan lejos que no pude distinguirlos, ni siquiera con los prismáticos.
Emilio dijo que el grupo de Thomas, nuestro jefe, había debido llegar al templo de la montaña más alejada, más o menos al mismo tiempo que nosotros aquí. Me dijo que si quería comunicarme con Thomas, podía hacerlo, ya que él estaba con sus compañeros. Tomé mi agenda y escribí: «Estoy en el techo del templo a tres mil quinientos metros de altitud sobre el nivel del mar. El templo me da la impresión de estar suspendido en el aire. Mi reloj marca exactamente las cuatro y cincuenta y cinco de la mañana. Hoy es sábado dos de agosto».
Emilio leyó el mensaje e hizo un momento de silencio Después llegó la respuesta. «Mi reloj marca las cinco y un minuto de la mañana. Lugar suspendido en el aire a dos mil ochocientos kilómetros sobre el nivel del mar. Fecha sábado, dos de agosto, vista magnífica, sitio verdaderamente extraordinario».
Emilio dijo entonces: «Si queréis, yo llevaré vuestra nota y os traeré la respuesta. Si no veis inconveniente quisiera ir a conversar con los del templo, abajo. Les daré la nota», y desapareció. Una hora y tres cuartos más tarde volvió con una nota de Thomas, diciendo que Emilio había llegado a las cinco y dieciséis, que su grupo pasaba por un momento delicioso imaginando nuestras próximas aventuras. La diferencia de horas de nuestro reloj era debida a nuestra diferencia de latitud.
Pasamos en ese templo tres días, durante los cuales Emilio visitó todas las secciones de nuestra expedición, llevando mensajes y trayendo otros. A la mañana del cuarto día, nos preparamos para volver al pueblo donde habíamos dejado a mis compañeros en la búsqueda de los hombres de nieves. Emilio y Jast quisieron ir todavía a un pequeño pueblo situado en el valle a unos cincuenta kilómetros más allá de la bifurcación de nuestro sendero. Aprobé su proyecto y los acompañé. Acampamos esa noche en la cabaña de un pastor. Partimos muy temprano, a fin de llegar de día a nuestro destino, ya que íbamos a pie. Al no poder ir al templo con nuestros caballos, los habíamos dejado en el pueblo con mis compañeros.
Esa mañana, hacia las diez, sobrevino un violento huracán eléctrico con una amenaza de lluvia torrencial. Pero no cayó ni una sola gota de agua. Atravesamos un país muy boscoso. El suelo estaba cubierto de una gruesa hierba, espesa y seca. Toda la comarca me pareció excepcionalmente seca. El rayo inflamó la hierba en varios lugares y antes de darnos cuenta estábamos rodeados por un incendio forestal. Al cabo de muy poco tiempo, el incendio creció con loca violencia y avanzó hacia nosotros por tres lados a la vez a una velocidad increíble. El humo se extendía formando espesas nubes, yo me quedé perplejo y acabé por ser presa del pánico, Emilio y Jast estaban calmados y serenos, lo que me tranquilizó un poco.
Dijeron: «Hay dos modos de escapar. El primero consiste en intentar llegar a un arroyo próximo, que cae al fondo de un barranco. Hay que caminar ocho kilómetros. Si llegamos es posible que podamos ponernos a cubierto hasta que el incendio se extinga por falta de medios. El segundo modo consiste en atravesar el incendio, pero es necesario que tengas fe en nuestra intención de hacerte franquear la zona de fuego».
Me di cuenta que esos hombres se habían mostrado siempre a la altura de todas las circunstancias y dejé de inmediato de tener miedo. Me puse en cuerpo y alma bajo su protección y me coloqué entre los dos. Nos pusimos en camino en dirección hacia donde el incendio llameaba al máximo de intensidad. Me pareció rápidamente que una gran bóveda se abría delante de nosotros. Pasamos recto a través del incendio, sin ser mínimamente incomodados por el humo, el calor, o los tizones que encontramos en el camino. Hicimos de este modo al menos diez kilómetros. Me pareció que seguíamos nuestro camino tan apaciblemente como si el incendio no hubiera hecho estragos alrededor nuestro. Esto duró hasta la travesía de un río, después del cual nos encontramos fuera de la zona de llamas. En el viaje de retorno, tuve tiempo de observar el camino seguido.
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