Mi madre, por su lado, venia de familia inglesa y criolla. Mi abuelo había estudiado en Cambridge. Era un adelantado a su época, tenía títulos de ingeniero agrónomo y de administración de campos que nadie poseía en esos años por aquí. Fue con esos títulos que asumió administrar importantes campos en la Provincia de Buenos Aires.
Mi madre se crió en el campo con institutrices y maestras que le daban clases en la casa, por lo que desarrolló una personalidad algo alegre, cariñosa, apegada y llena de vida por estar cerca de sus padres. La vida la fue apagando de a poco, pero hubo un tiempo en que fue plena y feliz. Descubrir esa chispa interna en algunos gestos me daba la ternura y confianza necesarias para enfrentarlo todo. Educación secundaria mamá no hizo, en esa época era considerado innecesario para las mujeres, ellas solo debían ser buenas hijas, esposas y madres.
Mi tío, en cambio, fue al colegio Saint George. Ese privilegio nunca le gustó. Hubiera preferido quedarse en el campo con la familia. Pero así como no había espacio para mujeres eruditas, tampoco lo había para hombres apegados. Fue una excelente persona a la que quise enormemente, era un hombre amoroso y generoso en todo sentido. Era también mi padrino y en ello sentí un gran alivio.
Mi abuela, en esa época, tenía veinte personas de servicio, pero aún así, teniendo quienes hicieran todo por ella, era muy dinámica, muy vivaz, muy graciosa; muy criolla en contraposición con mi abuelo. Él se divertía mucho con ella, ese era realmente un buen matrimonio, se quisieron toda la vida. Siempre soñé con tener una pareja así. Los veía caminar de la mano por entre los rosales que él había plantado para ella y los seguía, sigilosa, para que algo de su amor se derrame en mí. Ellos sabían que los espiaba y, de tanto en tanto, se daban vuelta de golpe y jugaban a perseguirme, yo me dejaba atrapar y ellos me llenaban de besos y cosquillas. Por momentos fui feliz, profundamente feliz.
Mi abuelo había estado en la Primera Guerra Mundial. A pesar de haber perdido a todos sus hombres mientras iba con un subalterno a pedir refuerzos, la guerra no lo endureció tanto como a mi padre. Ambos hablaban poco de la guerra, ambos querían olvidar, pero en mi padre sembró violencia y en mi abuelo piedad y aprecio por la vida. Mi abuelo, en cada ocasión, valoraba a su adversario, en el terreno que fuese, en un negocio, en una simple discusión política. Mi padre, en cambio, cultivó el ejercicio del odio y el resentimiento.
Mi bisabuelo, por parte de mi abuela, era español, noble de origen. Estaba casado con la hija de una familia tradicional argentina. Mi bisabuela murió muy joven, cuando mi abuela tenía 9 años. Mi bisabuelo se fundió y se fue a vivir a Alemania, que antes de la Primera Guerra Mundial era más barato que aquí. Luego vivieron un tiempo en Paris. Mi abuela hablaba perfectamente alemán, inglés y francés. En París fue a Le Cordon Bleu, la prestigiosa escuela de cocina, donde adquirió el arte más exquisito del mundo. Tal vez por eso los recuerdos de mi abuela están plagados de aromas sutiles y sabores exquisitos.
Mi abuela pertenecía a la alta sociedad porteña, visitaba las mejores casas de la ciudad, se codeaba con familias influyentes, vestía con rigurosa etiqueta y con la discreción de la época. Llevaba vestidos largos de grandes diseñadores a las fiestas más elegantes e iba a los balnearios completamente vestida, como se estilaba en esos años. Era una persona excepcional, tenía clase, pudo vivir en un campo con veinte personas de servicio y terminar sus días en un departamento de setenta metros cuadrados, en la ciudad, con la misma alegría, energía, honra y ternura.
Mis abuelos maternos fueron figuras muy fuertes en mi vida, había una adoración mutua. Por primera vez en la vida tuve la sensación de ser la preferida de alguien. Cuando fueron grandes, yo los malcrié en la misma manera que ellos lo hicieron conmigo cuando era chica y tanto lo necesitaba.
Ya de grande, me gustaba apoyar mi cabeza en la falda de la abuela y ella me acariciaba suavemente mientras me cantaba una hermosa melodía de su infancia parisina.
-Grandma, ¿me hacés mimos?
-¡Claro! Siempre vas a ser mi nieta adorada. Ven acá.
-Te quiero.
-Yo más.
De la cocina llegaba el aroma a canela de la tarde. Esa es la escena preferida de mi nostalgia. Si me quedo en ese recuerdo, pronto comienzo a sentir sus caricias en mi pelo y sonrío sin darme cuenta.
Mis días de infancia con ellos eran muy felices, tenían huerta, árboles frutales, salíamos a hacer las compras en bicicleta y mi abuela nos agasajaba con el mejor arroz con leche que se pueda imaginar.
Ambos murieron muy jóvenes, no llegaron a los setenta años. Primero ella, de un infarto tras sufrir un tonto accidente y luego él, de cáncer de páncreas y demencia senil, dicen algunos, yo creo que perdió la cabeza de tanto extrañar a su amor. Mi abuelo quería tanto a su mujer que quiso reunirse pronto con ella, pero también nos quería a nosotras de tal modo que luchó contra su cuerpo varias horas para esperarnos y poder despedirse. ¡Un caballero hasta último momento!
-Grandpa, fuiste un hombre bueno, el mejor -llegué a decirle susurrando lágrimas en su oído.
-Me voy con tu abuela -suspiró.
Cuando pienso en infancia, prefiero pensar en ellos. Pero es innegable también la parte de mi historia que sufrí y me forma. Soy el todo de mis partes. Amo tanto a la chica que lloró como a la que rió.
“No puedo pensar en ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la necesidad de protección de un padre”.
Sigmund Freud
Bueno... esto conmigo no sucedió. Mi hermana nació cuatro años y medio más tarde. Había un lazo especial entre papá y ella. Él la quería y protegía de un modo inusual. Siempre hizo grandes diferencias entre ambas. Si un padre supiera el daño que deja en el alma del hijo al que menos amor demuestra, simplemente no lo podría hacer, excepto que sea un perverso, cosa que papá era. No se trata de una apreciación desalmada de una hija enojada, sino de un diagnóstico que me ayudó a entender y perdonar, de algún modo, aunque sea en parte.
Mi hermana era la preferida de papá. Pero no fue culpa de ella. Su segunda hija fue su lienzo en blanco. Contrariamente a lo que podría pensarse, esa mirada especial de nuestro padre no reforzó su autoestima, todo lo contrario, la convirtió en una persona que lleva el enorme peso de sobreestimar a un padre que no fue tal.
Pero volvamos a mi infancia. Mamá hizo lo que pudo. Para cuando nació mi hermana, mi madre salía a caminar y se perdía por la ciudad, tal vez por la mala medicación, tal vez por la profunda necesidad de no volver. También ese embarazo fue traumático, solo que esta vez llegó a término y el parto fue normal.
Yo nunca tuve mucha salud, mi nacimiento prematuro, mi poco peso y el entorno al que había llegado, no favorecieron un buen desarrollo. Recuerdo, como una pesadilla repetida, que tenía no más de tres años y debían darme inyecciones de penicilina. Cuando se anunciaba el enfermero, yo del miedo me escondía debajo de la cama deseando con mi inocencia infantil que no me encuentren, cerraba los ojos fuertes como cualquier chiquita jugando escondidas, pero papá venía directo a mi cuarto...
-¿Dónde estás Ana? ¡Malcriada! Cuando te agarre...
-(...)
-¡Ana! ¡Acá estás! ¡Desobediente! ¡Caprichosa! ¡Vení para acá! Si te saco yo va a ser peor...
-(...)
-¡Ana! Parece que te gusta hacerme enojar, a ver si se te pasan las ganas de esconderte...
Me hablaba muy fuerte cuando estaba furioso, gritaba tan duro mi nombre que hasta un tiempo dejó de gustarme, y me sacaba de abajo de la cama tironeando de una piernita. Me daba una paliza violenta, tanto que parecía adormecerme la cola del dolor, luego la inyección ya no me importaba.
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