Gilbert Sorrentino - La luna en fuga

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Este libro reúne por primera vez en nuestra lengua veinte grandes relatos del escritor
Gilbert Sorrentino que en su día fueron publicados en revistas y antologías como Harper's, Esquire y The Best American Short Stories, contribuyendo a ampliar el panorama de la ficción norteamericana.Como narrador, Sorrentino es muy dado a desmontar los engranajes de una historia y rearmarla desde ángulos totalmente inesperados y de una gran comicidad. No en vano, la crítica lo ha emparentado con frecuencia a autores tan irreverentes como John Barth, Thomas Pynchon o David Foster Wallace, pese a que alguien dijo que tras su aparente cinismo se escondía un tipo esencialmente romántico.

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Rebecca iba a empezar segundo curso en la Evander Childs aquel otoño. Arnie odiaba aquella escuela que nunca había visto, y odiaba a todos los compañeros y compañeras de ella. Anhelaba ser judío, oscuro y misterioso y privado de pecado. Le acariciaba el pelo a ella y le toqueteaba los pezones y se masturbaba con ferocidad en la carretera a oscuras después de acompañarla a casa. ¿Por qué no podía al menos vivir en el Bronx?

Cualquier idiota puede ver que, con un minúsculo giro en una dirección u otra, todo esto es material para una sofisticada rutina cómica. De David Steinberg, por ejemplo. Casi se puede oír su voz certera registrando estos desastres insignificantes en forma de chistes. Y, sin embargo, toda aquella luz de luna era real. Arnie le besaba aquellas uñas luminosas y moría una y otra vez. Las mutilaciones del amor son infinitamente graciosas, igual que esas figuritas diminutas de animales parlantes que revientan en pedazos en los dibujos animados.

Fue aquel mismo joven el que, tres años más tarde, chingaba con las putas de los pueblos de la frontera de México con una especie de hilaridad borracha, cayéndose por las calles polvorientas de Nuevo Laredo, Villa Acuña y Piedras Negras, su olor sofocante a colonia combinado con sus pantalones caqui arrugados, su camisa floreada y aquellos zapatos de cuero negro raspados y salpicados de cerveza que se arrastraban por los umbrales del Blue Room, el Ofelia’s, el 1-2-3 Club, el Felicia’s, el Cadillac y el Tres Hermanas. Sería un gran placer para mí permitirle que se encontrara allí a Rebecca, con vestido de cóctel de raso amarillo y tacones de aguja, perdida en la prostitución.

Una noche, una puta india enorme y sonriente le bañó el miembro en ginebra a modo de testamento de la estricta higiene que afirmaba practicar y Arnie pensó absurdamente en Rebecca, en que nunca la había visto desnuda, ni ella a él, bañado ahora en la rosada luz hollywoodiense de la habitación de la puta, con el Cristo colgando en su tortura perpetua de la pared de encima del camastro. La mujer era amable y la luz le arrancaba destellos del incisivo de oro y de la crucecita que llevaba en la garganta. Tú folla bien, Jack, le dijo, sonriendo a su manera mentirosa de puta. Él volvió a sentir la cálida carne de Rebecca bajo aquella luz del sol de Nueva Jersey muerta largo tiempo atrás. Haced un chiste con eso, venga.

Estaban en el parque de atracciones del lago Hopatcong con otras dos parejas. Una noche calurosa y jadeante de finales de agosto, con ese olor patriótico a perritos calientes y a patatas fritas y la música de carraca del carrusel colándose por entre los árboles plantados de forma dispersa en dirección a la playa. Rebecca estaba pálida y sudorosa, se encontraba mal, y Arnie se la llevó de vuelta al coche y fumaron. Caminaron hasta la ribera del lago negro, que se extendía ante ellos con el neón azul y rojo de la otra orilla visible en la oscuridad tob dio un oir traho, oeroi ella isieórrida.

Arnie le secó la frente y le masajeó los hombros, venerando su dolor. Le fue a buscar una Coca-Cola y se la trajo, pero ella sólo dio un sorbo, luego dijo: ¡oh Dios!, y se inclinó para vomitar. Él le sostuvo las caderas mientras vomitaba y le encantó el olor y la suciedad que venían de ella. Rebecca se quedó tumbada en el suelo y él se le tumbó al lado, acariciándole los pechos hasta que se le pusieron los pezones erectos bajo la blusa de algodón. Mi regla, dijo ella. Dios, me deja hecha polvo al principio. Sangras, vomitas, qué increíble eres, pensó Arnie. Te tendrías que haber quedado en casa, le dijo. La luz de luna de sus dientes. No me quería perder una noche contigo, dijo ella. Es agosto. Estrellas, amigo, grandes estrellas centelleantes caían sobre Alabama.

Estaban a oscuras bajo la lluvia intensa, protegidos por el paraguas de ella. ¿Dónde pudo ser? ¿Nokomis Road? ¿Bliss Lane? Besándose con aquel frenesí atrapado y sin embargo completamente inocente peculiar de aquella era. La familia de Rebecca se iba a marchar de la ciudad hacia finales de semana. Se besaron, se besaron. Cantaron los ángeles. ¿Adónde podían ir para salir de aquella intensa lluvia?

¿Acaso no hay nadie, ningún articulista o cineasta de vanguardia, ningún amante de la vida u optimista entregado que esté dispuesto a trasladarlos a una casita de campo, ya cerrada por haberse terminado la temporada de veraneo, en cuyo exterior de troncos encuentren una puerta sin cerrar con llave? Dentro habrá una cama, whisky, una estufa eléctrica. O mejor, una chimenea. Lámparas blancas, luz suave. Música dulce. Una radio en la que sintonicen Cooky’s Caravan o Symphony Sid. Billy Eckstine cantará «My Deep Blue Dream». ¿Quién los puede juntar y permitir que él la penetre? Lágrimas de agradecimiento y liberación, la disposición sublime y sombreada con elegancia de sus piernas cuando yazcan juntos. Aquello era América en 1948. No los podían ayudar ni el arte falso ni los cansinos trucos del cine.

Ella se tambaleó, sosteniendo el paraguas torcido mientras él se ponía de rodillas y la agarraba, con la lluvia empapándolo, le metía la cabeza debajo de la falda y le besaba el vientre, la lamía como un loco por debajo de la ropa interior.

Amantes modernos, liberados por Mick Jagger y el orgasmo, prestadles por el amor de Dios, aunque sólo sea durante una hora, vuestro pequeño y fantástico apartamento. No se fumarán vuestra marihuana ni os tocarán los pósteres de Indiana. No os cogerán prestados los libros de Fanon, de Cleaver, de Barthelme o de Vonnegut. Os harán la cama antes de marcharse. Susurrarán buenas noches y bailarán en la oscuridad.

Rebecca estaba llorando y acariciándole el pelo. Ah, por Dios, cómo caían las hojas marrones de los árboles, ¿se acuerdan? Arnie la vio entrar en su casa y cerrar la puerta. La lluvia que le caía por la barbilla se llevó una parte de su vida.

Una chica llamada Sheila, cuyo padre era propietario de una flota de taxis, montó una fiesta de ex alumnos en el apartamento de sus padres en Forest Hills. ¿Dónde si no? Voy a insistir en la elegancia comprada y nada más. En este relato no quiero ni ver vuestros apartamentos cálidos y atiborrados de cosas, con gatos encima de los montones de libros y tal. Era la primera vez que Arnie veía una sala de estar soterrada y la visión marcó para siempre su idea de lo que era la buena vida. Rebecca estaba hablando con Marv y Robin, que se tenían que casar dentro de un mes. Eran judíos, increíblemente y prodigiosamente judíos, sus padres les sonreían y les prestaban dinero y coches. Él se sentía abatido con su ropa chillona de Brooklyn.

Enfundaré la carne virgen de Rebecca en un vestido negro de lino, con una gargantilla de perlas. ¿He mencionado que su pelo era del color de la miel? Creedme cuando os digo que él le quería besar los zapatos.

Todo el mundo estaba bebiendo Cutty Sark. Esto os da una idea no de quiénes eran, sino de quiénes creían ser. Se esforzaban desesperadamente a pesar de ser agosto, pero debajo de la piel de zapa y del nylon tenían escondidas las extremidades bronceadas. Sheila puso «In the Still of the Night» y las seis parejas se pusieron a bailar. Cuando cogió a Rebecca en sus brazos, le pareció que iba a llorar.

Arnie no quería ni oír hablar de la Evander Childs ni de Gun Hill Road ni de la Calle 92. No quería saber qué decía el estudiante de bachillerato médico con quien Rebecca estaba saliendo. Cuya mano le había tocado los muslos secretos. Era completamente insoportable saber que aquel fantasma los conocía de una forma específicamente erótica que a él le estaba vedada. Él los había tocado decorados con ligas y medias. Unos muslos distintos. Ella había estado en el Copa, en el Royal Roost y en el Lewisohn Stadium para asistir al concierto de Gershwin. Ella hablaba del New Yorker , del Vogue , de e. e. cummings. Volaba ante sus ojos, flotando en sus zapatos I. Miller de charol de tacón alto.

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