El día había empezado mal, pensó el chico y subió la escalerita que llevaba a la buhardilla con la lentitud que lo caracterizaba y prendió la luz.
Había cosas apiladas por todos lados. Tenían que limpiar y crear un espacio donde preparar las camas, demasiado cansancio de solo de pensarlo. Así que decidió abrir la gran ventana central, para que entrara el aire y la luz, y luego sentarse en algún lugar a holgazanear mientras esperaba a Gaia.
Sus ojos vieron algo que lo impresionaron, un libro sobre una vieja caja de madera, como el que leía el extraño señor que había entrado en el compartimiento.
Verdaderamente, una extraña coincidencia. No era un best-seller de moda, y eso lo inquietó. De repente, se apagó la luz, y Elio empezó a oír la extraña voz que, como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida para sus oídos.
Aun sabiendo que no era posible, sintió terror de que ese hombre estuviera ahí, con él, en la oscuridad. Buscó el interruptor de la luz, pero no logró volver a encenderla, debía haberse quemado la lámpara. Un miedo profundo se apoderó de él. La voz era cada vez más fuerte, la sentía resonar dentro de su cabeza. Trató de llegar a la ventana a tientas, arrastrando los objetos que encontraba a su paso.
Al llegar a la manija, no logró abrirla. Entonces, fuera de sí, empezó a golpearla con los puños con la esperanza de poder desbloquearla.
Temblaba y lo recorría un sudor frío.
De repente, se encendió la luz. Elio se dio vuelta de golpe, quería gritar, pero la voz se le había quedado en la garganta.
Vio a Gaia.
—Elio, ¿estás bien? ¿Qué es todo ese ruido? ¿Te lastimaste?
El chico, blanco como un papel, tenía la mirada desorbitada y temblorosa.
Gaia lo abrazó fuerte, preocupada, y le susurró:
—¿Está todo bien? Te sucedió otra vez, ¿no? Esa cosa extraña que te envuelve en confusión…
Elio no respondía ni le devolvía el abrazo. Todavía estaba muy lejos, atrapado en sus pensamientos, y no lograba sentir el calor de ese abrazo, como si fuera de piedra.
Lentamente, el abrazo se disolvió. Elio comenzaba a volver en sí.
Lo primero que hizo fue voltearse para controlar si este extraño manuscrito estaba verdaderamente allí donde lo había visto, o si solo se lo había imaginado.
Por desgracia, aún estaba allí. Su mirada se volvió gélida.
Gaia, habiendo notado toda la escena, se acercó para tomarlo, para ver si realmente era el motivo de la inquietud del hermano. Se interpuso entre la mirada de Elio y el libro.
Sí, estaba mirando ahí. Se giró, lo tomó y, encarándolo con el libro en la mano, le preguntó:
¿Es esto lo que te inquieta tanto? —Elio se mantuvo en silencio—. Háblame, Elio. No puedo ayudarte si te obstinas a no hablar.
—El tren —susurró Elio.
—El tren, ¿qué quiere decir «el tren»?
—En el tren vi una copia de ese libro.?
—¿Y eso qué tiene de extraño?
—Lo tenía un sujeto extraño que estaba sentado en la fila al lado de la mía, mientras ustedes estaban en el vagón restaurante.
—Muchas personas leen mientras viajan.
—Pero no es un libro común, ¿no lo ves? —Elio se agitó.
Efectivamente, Gaia había notado la particularidad de la tapa del libro y se asombró aún más cuando lo abrió.
Estaba escrito en una lengua que le resultaba desconocida; las imágenes, todas en blanco y negro, ilustraban personajes extraños en un marco de bosques y lunas llenas. Muchas de esas figuras eran, como mínimo, angustiantes.
Gaia hizo como si nada, cerró inmediatamente el libro y lo lanzó en un rincón, tratando de simular indiferencia.
—Vamos, es solo una coincidencia, y ese es solo un libro viejo.
Elio ya se había hundido nuevamente en el silencio; sus oídos silbaban otra vez.
La chica trató de distraer al hermano, aunque esas imágenes espectrales no abandonaban su mente.
—Dale, dame una mano. Corramos estas cajas hacia la luz y empecemos a hacer lugar debajo del tragaluz. Quiero poner la cama ahí. Lamentablemente, nos toca dormir en la misma cama, y yo quiero quedarme dormida mirando las estrellas.
Trabajaron toda la mañana con afán. Gaia, con sus charlas, logró distraer a Elio, que, tras lo ocurrido, parecía reaccionar con un poco más de energía.
Pasaron también buena parte de la tarde limpiando, hasta que la tía los invitó a ir a lavarse. Esa noche llegaba Ercole y había que festejar.
Libero había prometido llevarlos a bailar. En el pueblo se hacía la fiesta anual de la cosecha.
Se oyó que desde el exterior llegaba el sonido de la bocina del viejo autobús que dos veces por semana, luego de haber atravesado las diversas poblaciones partiendo desde la ciudad, llegaba al pueblo, Los scouts lo usaban para volver del campamento organizado en Tresentieri, un bosque no muy lejano.
Libero salió disparado y, como era su costumbre, aferró al hermano, que aún tenía en sus hombros una mochila decididamente demasiado grande, y lo hizo volar arrastrándolo hasta la puerta de casa, donde, habiendo escapado de su abrazo, se encontró en el de su madre.
Ercole estaba feliz por esa demostración de afecto, pero le parecía un poco mucho para un ausencia de solo cinco días. Saludó afectuosamente con dos besos en las mejillas a Gaia, que le pareció muy bonita, y reservó un gélido «hola» al primo, a quien consideraba responsable de la desaparición de la televisión y, sobre todo, de sus amados videojuegos.
Ercole tenía la misma edad que Gaia y era la viva imagen del mito de su mismo nombre: alto, musculoso y atlético, era parte del equipo de lucha libre del pueblo.
Tenía cabello negro, rapado en los constados y como un cepillo en el centro, ojos oscuros y piel cetrina, pero este aspecto duro no reflejaba su verdadera naturaleza de persona apacible e incapaz de guardar rencor.
Adelantaron la cena, para tener tiempo para prepararse para la fiesta. Demasiado, tal vez, pero la tía había preparado un banquete y se necesitaba tiempo para hacer correr toda aquella comida por la mesa.
Ya podrían digerir todo durante la fiesta de la cosecha.
Naturalmente, la espera más larga fue a causa de las dos mujeres de la casa. Elio tenía pocas ganas, se sentía listo así como se había vestido para desayunar. Ercole se puso unos jeans y un kilo de gel en el cabello, imposible entender adónde había ido a parar.
Libero fue, entre los hombres, el que invirtió más tiempo. No salió de su habitación hasta que no estuvo listo. Estaba resplandeciente. Tenía puesto un par de pescadores azules con una camisa que los hawaianos habrían considerado excesiva, pero que en él no desentonaba.
Sus ojos brillaban. Era una de las fiestas que más le gustaban.
Una vez que todos estuvieron listos, Elio intentó escapar a ese suplicio, pero fue arrastrado por el entusiasmo de la tía, que estaba casi irreconocible. Tenía puesto un vestido negro con flores y zapatos de taco alto. Se había soltado el cabello y estaba maquillada. Lo tomó del brazo y lo escoltó fuera de la casa.
A lo largo del camino, se podían admirar, además de las clásicas luces y banderitas de colores, las decoraciones que habían realizado quienes se encargaban de la organización de la fiesta ese año.
A los costados de las calles fardos de heno cuadrados, rectangulares, de todas formas y dimensiones, decoraban el pueblo.
En el centro, el monumento a los caídos estaba rodeado por enormes ruedas de paja.
La plaza principal tenía un escenario sobre el cual la banda contratada para tocar acomodaba sus instrumentos.
Alrededor del área de baile, las sillas ya estaban ocupadas por las personas mayores, que conversaban a la espera de disfrutar viendo bailar a la juventud. Ya los más pequeños corrían por la pista imitando a los más grandes que, en poco tiempo, con delicadeza los habrían evitado durante la danza.
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