Diana Erika Ibarra Soto - Voces al margen - mujeres en la filosofía, la cultura y el arte

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Mucho se ha escrito sobre las luchas feministas, sobre qué es el feminismo y sobre los tipos de feminismos existentes. Los discursos proliferan y hemos deconstruido bastante las categorías típicas y no tan típicamente femeninas, las corporalidades, las identidades. Sin embargo, ello no ha logrado detener las inercias del pasado que han sido profundamente introyectadas en las culturas, que persisten en las estructuras de desigualdad y que acallan las voces de las mujeres, minusvaloran sus acciones, subordinan sus necesidades. Las voces de mujeres siguen siendo silenciadas en los distintos ámbitos de la ciencia y la cultura, siguen pareciendo escasas o insuficientes y no porque les haga falta potencia, razonabilidad o capacidades para resonar, sino por el peso de un yunque histórico y macizo que pesa sobre ellas. Aunque es verdad que hay varios discursos emergentes que comienzan a tener ecos en algunas sociedades actuales, la mayor parte de las voces femeninas siguen ausentes de sus entornos sociopolíticos y artísticos concretos. También las voces históricas continúan enterradas o son rescatadas a medias desde los encuadres masculinizantes que no dejan relucir la validez de su lado femenino, del tipo de presencia que han tenido.
El lado positivo de todo esto es que si hace años parecía impensable tomarse en serio estas discusiones y preguntarnos con toda frontalidad por mejores justificaciones para las sociedades que tenemos, para las cosas que creamos y hacemos, al menos hoy estamos ya situados en un lugar desde el que podemos cuestionarnos asuntos como: ¿por qué los asistentes de Google y Amazon tienen voces femeninas?, ¿por qué nadie repara ante la frase «los médicos y las enfermeras»?, ¿por qué las futbolistas mexicanas ganan hasta 10 veces menos que ellos?, ¿sirven las acciones afirmativas y las cuotas de género para emparejar el terreno de juego entre varones y mujeres?, ¿realmente podemos evitar los estereotipos de género?, etcétera, y también preguntarnos si son estas las preguntas correctas que debemos hacernos.
Un modo de continuar desmantelando lo que llamamos patriarcado y que produce espacios de inexistencia, de invisibilización, entre los que se cuentan las vidas de mujeres, las voces de mujeres, los pensamientos de mujeres, los escritos de mujeres, puede ser escribir libros como el que ahora presentamos. Representa también un modo de continuar por el camino de la esperanza y la reconstrucción social. Un esfuerzo colectivo de mujeres y varones que desde diferentes disciplinas reflexionan sobre la posibilidad de reinterpretar esto que llamamos femenino, lo que significa ser mujer.
Este proyecto inició a partir de la necesidad de pensar al feminismo de muchas formas, pero que lejos de simplemente enfatizar que el término es analógico y plural, advertía la imposibilidad de concebir un único modo de ser feminista o un sólo modo de ser mujer de cara a los años venideros. Si bien sabíamos que las demandas del feminismo neoliberal, del feminismo decolonial, del feminismo de la diversidad funcional, del feminismo marxista, del ecofeminismo, etcétera, son distintas, veíamos que coinciden también en una cosa fundamental: reconocer que la opresión de los varones hacia las mujeres en sus distintas formas y manifestaciones sigue, persiste, menoscaba y daña vidas humanas en todas las regiones del mundo.

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La justicia de la que habla Platón no es una abstracción, sino el principal engrane en el tejido social. Se piensa la justicia para entender mejor al hombre y se piensa al hombre para encontrar justicia. El uno está ligado a la otra. Platón considera que si comenzamos la disección sobre cualquiera de estos temas necesariamente tendremos que abordar el otro. Y así es.

Polemarco piensa que la justicia es “hacerle bien al amigo y mal a los enemigos” (República, I, 332d, 334b), mientras que Trasímaco sostiene que es “lo que conviene al más fuerte” (República, I, 338c2) o que los verdaderamente “inteligentes y buenos” llegan a la política para satisfacer sus intereses, pues la injusticia es provechosa (República, I, 348d3-4). Al inicio del libro II de la República (357a-362c) Glaucón, mediante el mito de Giges, cuestiona si la naturaleza humana es capaz de la justicia en sí misma. ¿El hombre actúa justamente sólo cuando se sabe observado o también podría hacerlo cuando no tiene que rendirle cuentas a nadie? En el fondo de esta pregunta se esconde el núcleo de lo que significa ser una persona humana. El debate sobre la justicia debe pausarse para tejer primero la cuestión humana.

La concepción que cada individuo, en primer lugar, y la sociedad, en segundo, tenga sobre la justicia determinará la forma de comportarse para consigo mismo y hacia los demás. La acción, como lo pensaba Sócrates, es precedida por una creencia. Como se piense que es la justicia, así será el acto humano. La proporción entre uno y otra es evidente.

La definición de Polemarco apunta hacia una concepción natural, mientras que la de Trasímaco es de índole convencional. Por último, la aportación de Sócrates parece deslindarse de una y otra concepción para reestablecer la pregunta por el hombre. Si la justicia es excelencia (areté), como afirma Sócrates, hay que cuestionarnos, ¿excelencia de qué? Es de excelencia humana, es decir, la justicia es una virtud que cuando se posee hace de la persona una mejor persona. Ante lo que procede la duda de Glaucón: ¿la areté es una posibilidad real?

En otro diálogo —Alcibíades— Sócrates dialoga con el propio Alcibíades sobre la naturaleza de lo justo. Tras un ejercicio mayéutico se concluye que la justicia es siempre buena y que lo bueno es siempre útil (Cf. Alcibíades, 116d). Que la justicia sea útil no debe entenderse con el utilitarismo y pragmatismo de nuestros días. Nada más alejado de eso que esta noción de justicia y utilidad. Dicho diálogo continúa y Sócrates le exige a Alcibíades que si realmente quiere ser un buen político debe, en primer lugar, obedecer al mandato délfico que decretaba: Conócete a ti mismo (124a). Al solicitarlo, Sócrates pretende que Alcibíades reflexione sobre lo que significa ser un hombre. Las tres posibilidades que se mencionan allí son: 1. Somos nuestro cuerpo, 2. Somos nuestra alma y 3. Somos el compuesto de cuerpo y alma (130a). La exigencia es que para ser un buen gobernante autoconocerse es indispensable. El buen político es el máximamente justo, pero para poder gobernar a los demás antes debe aprender a gobernarse a sí mismo, es decir, ser justo consigo mismo.

El cuerpo

Somos materia. Cuando vemos a alguien conocido lo reconocemos por su cuerpo. Es común pensar que sobre todo somos nuestro cuerpo. Ante la pregunta quién soy, con seguridad aparecen rasgos físicos en la propia descripción. ¿Qué significa afirmar que somos nuestro cuerpo? Primeramente, reconocer lo que es más evidente: soy lo que veo, escucho, huelo y palpo. Soy esta materia que habla, siente, se expresa y se mueve.

Todo esto es cierto. Preguntémonos ahora por las implicaciones de afirmar que soy materia. Si soy mi cuerpo, sólo soy lo que percibo y siento, pero, ¿también soy lo que pienso? Mi cuerpo como materia es una entidad que es lo que es y sobre la que no tengo ningún tipo de gobierno. Me explico. Cuando estoy agitado por hacer ejercicio no puedo evitar sudar, mi cuerpo lo hace con o sin mi consentimiento. Cuando huelo algo podrido no puedo evitar sentir náuseas. Cuando ya terminé de crecer, no puedo crecer ningún centímetro más. Cuando no he comido no puedo evitar que me duela la cabeza. Cuando estoy deshidratado no puedo evitar la muerte.

Al pensar que soy mi cuerpo reduzco mi existencia a una materia sobre la que no tengo ningún tipo de injerencia. Ni siquiera puedo enamorarme de quien yo quiera: las feromonas condicionan quién me va a gustar. Así que pensar que soy mi cuerpo es renunciar a la posibilidad de la libertad. Platón también pensaba esto. Reducir el hombre a la materia es hacerlo esclavo de sí mismo, es buscar ser sin jamás poder auténticamente ser. Muy similar a lo que le pasa a Polemarco en su definición sobre la justicia.

Polemarco consideraba que ser justo es hacer bien al amigo y mal al enemigo. Esta es una concepción muy natural, casi empírica, como el cuerpo, de lo que es la justicia. Tanto que de aquí se desprende la tan manida definición que espeta: Darle a cada quien lo que le corresponde. Justo es, entonces, tratar bien al amigo y no tratar bien al enemigo. A cada uno le hemos dado lo que le corresponde. A quien nos trata bien, le hemos devuelto con una buena acción y a quien nos ha tratado mal, le devolvimos su mal. Natural, evidente, intuitiva, así es la definición de justicia aportada por Polemarco. Se parte de una doble equivalencia: el amigo hace el bien y el enemigo hace el mal. El cuerpo es lo que soy porque el cuerpo es lo que veo y lo que veo es lo que es.

La definición de Polemarco queda de la siguiente manera: la justicia es hacer bien y hacer mal. Está violando un principio lógico fundamental, el de no contradicción, algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en las mismas circunstancias. La justicia no puede, en su definición, ser buena y mala, pues lo uno excluye a lo otro. Además, como colofón, si la justicia es una virtud y toda virtud es lo que sirve para la excelencia humana, no puede contener el mal que excluye la posibilidad de toda excelencia. De la misma manera sucede cuando se piensa que somos nuestro cuerpo.

Al afirmar que somos nuestro cuerpo decimos que somos lo que no podemos ser, pues como se comentó líneas antes, no puedo solicitarle nada a mi cuerpo pues éste realiza todas sus tareas con independencia de lo que a mí me guste o no, quiera o no. Una de las características de la persona humana es su libertad, por lo que al sentenciar que somos nuestro cuerpo afirmamos que libremente somos lo que nos esclaviza, lo que no nos permite ser libres. Hemos violado el principio de no contradicción: soy lo que no me permite ser. Pensar la justicia como correspondencia equivale a reducir la reflexión antropológica al cuerpo. Las consecuencias de ambas creencias son devastadoras.

El sexo y el género

El análisis antropológico continúa. Tras haber descartado que no somos nuestro cuerpo vale la pena preguntarnos si somos algo de nuestro cuerpo. Tal vez además de colocar rasgos físicos en la respuesta a la pregunta quién soy también se haya agregado que soy hombre o mujer o transgénero u homosexual. Algo dicen de lo que cada uno de nosotros es. Definitivamente la combinación cromosomática configura ciertos rasgos con los que nos identificamos. La masa muscular, los ciclos biológicos, el acomodo de ciertos huesos, el grosor del cuerpo calloso, la voz, la vellosidad facial y otros desarrollos que son afectados por ese minúsculo accidente: X o Y.

Nuevamente vale la pena preguntarse: ¿lo que soy se reduce a mi sexo o mi género, si fuera el caso? No, porque esto dice algo de lo que soy, pero no expresa en su totalidad lo más importante de lo que soy. Incluso es posible caer en trampas biológicas y estereotipos innecesarios. Porque es cierto que muscularmente el hombre es más fuerte que la mujer o que la mujer es la única que puede engendrar a un bebé o que los ciclos hormonales en unas y otros son distintos. Esto ha dirigido a algunos a pensar que con lo enunciado tenemos razones suficientes para afirmar que el hombre es superior y mejor a la mujer, que la función de la mujer es quedarse en casa cuidando bebés y administrando el hogar, o que el mal humor de una mujer responde a su ciclo hormonal.

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