Johan August Strindberg - Solo
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© LOM edicionesPrimera edición, abril de 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560013996 ISBN digital: 9789560014160 Traducido desde el sueco por Roberto Mascaró (título original: Ensam , Editorial Albert Bonniers, Estocolmo, 1903) Imagen de portada: «Cuatro habitaciones» de Vilhelm Hammershøi, Dinamarca, 1914. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 6800 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro n°: 303.021 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
I
Después de una estadía de diez años en provincia, estoy de vuelta en mi ciudad natal y me encuentro cenando con los viejos amigos. Somos todos más o menos cincuentones, y los más jóvenes están por sobre o cercanos a los cuarenta. Nos asombramos de no haber envejecido desde la última vez que nos vimos. Por cierto, se insinúa un poco de gris en las barbas y en las sienes, pero también hay algunos que parecen más jóvenes que antes, y éstos reconocen que al llegar a los cuarenta se produjo un extraño cambio en sus vidas: se sintieron de pronto viejos, creyendo estar en el final de sus días; descubrieron enfermedades que no existían; los brazos se les ponían rígidos y les costaba ponerse el abrigo; todo les parecía viejo y gastado; todo se repetía, volviendo como eterna monotonía; los jóvenes arremetían temerarios, sin ningún respeto por las obras de los mayores. Lo más irritante era que los jóvenes hacían los mismos descubrimientos que habíamos hecho nosotros, y lo peor de todo era que traían sus viejas novedades como si nunca antes hubiesen sido descubiertas.
Sin embargo, mientras hablábamos de viejas memorias, que eran las de nuestra juventud, nos hundimos hacia atrás en el tiempo, vivimos literalmente en el pasado y nos encontramos veinte años antes, de modo que alguno se preguntaba si el tiempo realmente existía.
–Ya lo ha resuelto Kant, –informó un filósofo–. El tiempo es tan sólo nuestra manera de entender la existencia.
–¡Vaya! También yo he pensado eso, porque cuando recuerdo pequeños sucesos de hace cuarenta y cinco años, me resultan tan nítidos como si hubiesen sucedido ayer; y lo que sucedió en mi infancia está tan cerca en el recuerdo como lo que he vivido hace un año.
Y entonces nos preguntamos si todos habrían pensado igual en todas las épocas. Un setentón, el único que considerábamos anciano en el grupo, señaló que no se sentía viejo aún (se había casado hacía poco y tenía un hijo recién nacido). Ante esta valiosa información tuvimos la sensación de que éramos muchachos, y el tono de la conversación se hizo muy juvenil.
Yo había notado en el primer encuentro que los amigos estaban como siempre, y esto me había asombrado; pero también había observado que no sonreían tan rápidamente como antes y que empleaban una cierta cautela al hablar. Habían descubierto la fuerza y el valor de la palabra hablada. Por cierto, la vida no nos había suavizado el juicio, pero la sensatez nos había enseñado que uno recibe de vuelta todas las palabras; y también habíamos reconocido que no es suficiente utilizar los tonos mayores, sino también los menores, para aproximarse a expresar la opinión sobre una persona. Además, nos liberábamos; las palabras no estaban adornadas, las opiniones no eran respetadas; volvíamos al viejo trote y todo se volvía apariencia; pero era entretenido.
Entonces sobrevino una pausa. Varias pausas. Y de pronto, un desagradable silencio. Los que habían hablado más sintieron una congoja, como si hubiesen perdido la cabeza de tanto hablar. Sentían que durante los últimos diez años entre ellos se habían establecido nuevos lazos, y nuevos y desconocidos intereses habían aparecido entre ellos; y que los que se habían expresado libremente habían chocado con arrecifes, habían arrancado hilos, habían pisoteado tierra recién cultivada, lo cual todos habían percibido, y habían visto miradas armadas para el ataque y la defensa, esas contracciones de las comisuras con las que los labios ocultan una palabra silenciada.
Cuando dejamos la mesa fue como si los hilos recién tendidos se hubiesen roto. El ambiente se cortó y cada uno se halló en situación de defensa; cada uno se encerró en sí mismo. Pero entonces, cuando también era necesario hablar, se dijeron frases que por los ojos se notaba que no seguían a las palabras; y por las sonrisas, que no coincidían con las miradas.
Fue una noche insoportablemente larga. Los intentos de revivir viejas memorias, en grupo y de persona a persona, fracasaron. Se preguntaba, por pura ignorancia, sobre cosas sobre las que no se debía preguntar. Por ejemplo: –¿Cómo está tu hermano Herman? (Una pregunta formal, sin sentido, para informarse sobre algo que no interesaba. Abatimiento en el grupo).
–Bien, gracias, está como siempre. ¡No se le nota mejoría alguna!
–¿Mejoría? ¿Acaso ha estado enfermo?
–Sí… ¿No lo sabías?
Alguno se echa en medio de la conversación y salva al infeliz hermano de la dolorosa confesión de que Herman ha estado enfermo.
O algo así: –Hace tiempo que no veo a tu mujer.
(En estos días, ella estaba pidiendo el divorcio).
O así: –Tu hijo debe de estar hecho un hombre. ¿Ya se ha graduado?
(Y resultó que el muchacho era la esperanza perdida de la familia).
En una palabra, se había perdido la continuidad y al final se rompió el vínculo. Pero también habíamos probado la seriedad y la amargura de la vida, y finalmente ya no éramos tan muchachos.
Cuando nos separamos, por fin, en la puerta, sentimos la necesidad de dispersarnos rápidamente y no como antes, de alargar la reunión en un café. Los recuerdos de la juventud no habían tenido la esperada influencia refrescante. Todo lo pasado era paja de establo en la cual había crecido el presente, y esa paja había fermentado, se había consumido y comenzaba a enmohecerse.
Y se notó que ya nadie hablaba del futuro, sino sólo del pasado, por la simple razón de que estábamos ya en el soñado futuro y no se podía fantasear sobre él.
* * *
Dos semanas después me encontré sentado a la misma mesa, con casi la misma compañía y en el mismo lugar. Ahora, cada uno en su casa, había tenido tiempo de leer, de repasar las respuestas a todas las afirmaciones que la vez anterior, por cortesía, habíamos dejado sin responder. Veníamos preparados, y ahora la cosa se cortaba como la leche agria. Los que estaban cansados eran perezosos o preferían la buena comida, dejaban que lo desparejo se emparejase, se escabullían y dejaban un silencio tras de sí; pero los luchadores se trababan. Habíamos estado de acuerdo en el programa secreto, que nunca fue anunciado del todo claramente, y nos acusábamos entre nosotros de herejía.
–¡No, nunca he sido ateo! –gritaba uno.
–¿Ah, no? ¿No?
Y entonces comenzaba una discusión que debería haber tenido lugar veinte años antes. Se intentaba hacer consciente lo que durante la feliz época del crecimiento había crecido de manera inconsciente. El recuerdo no nos asistía; habíamos olvidado lo hecho y lo dicho; uno se citaba a sí mismo y a otros incorrectamente, y se inició el tumulto. Al primer silencio alguien retomó el mismo tema, y la conversación se volvió una noria. Y entonces se acalló, ¡y recomenzó otra vez!
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