Michel Bonnefoy Rosenzuaig - Punto de no retorno

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Una madre le explica a su hijo de seis años que su padre acaba de morir en un accidente de tránsito. Los años transforman su entorno, en un país donde todo se detuvo de repente. Solo él y su padre permanecen iguales.

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LOM edicionesPrimera edición octubre 2019 Impreso en 1000 ejemplares ISBN - фото 1 LOM edicionesPrimera edición octubre 2019 Impreso en 1000 ejemplares ISBN - фото 2

© LOM edicionesPrimera edición, octubre 2019 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560012289 ISBN digital: 9789560013484 RPI: 307.977 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Mi papá murió un día como hoy, lluvioso, hace cincuenta años, en una carretera segundaria en la Región de Los Lagos, un domingo por la tarde, aunque pudo haber sucedido en la mañana. A los niños no se les cuentan los detalles. Ya es mucha consideración que mi madre nos haya sentado en la alfombra de la sala, a mi hermana y a mí, el domingo por la noche para explicarnos que nuestro papá había muerto y que eso significaba que no lo volveríamos a ver, que los muertos se van para siempre, no porque quisiesen abandonarnos, sino porque los accidentes suceden. Por supuesto, no nos comunicó la noticia con esa frialdad. No paraba de llorar. Trataba de contener los sollozos y esconder las lágrimas, pero los dos nos dimos cuenta de que estaba triste. Nunca antes la habíamos visto así. Después sí, a cada rato la veíamos llorar, generalmente cuando creía que estaba sola y que no la estábamos viendo.

No pudo haber sucedido el sábado, salvo que la lluvia no les hubiera permitido instalar la carpa al borde del lago y hubiesen tenido que regresar a Santiago antes de lo previsto. Cualquiera sea la verdad, el día y la hora del accidente no modifican la tragedia. Durante todos estos años, los distintos componentes del drama han cambiado de sitio infinidad de veces en el almacén de la memoria. Hoy, lo que más recuerdo de esa noche es la tristeza de mi mamá. No recuerdo la desaparición de mi papá, sino las lágrimas de mi mamá. A los seis años de edad no podía entender eso de la muerte. Mi hermana y yo estábamos tristes por mi mamá y ella por nosotros. No quiero decir que no estábamos tristes por la muerte de nuestro padre ni ella por la partida del hombre que amaba, pero llorábamos más por nosotros tres que por él. Quizás mi hermana, que era más grande, acababa de cumplir nueve años, entendió el drama de la muerte y lloraba por mi papá. No lo quería más que yo, pero tenía más relación con él, una relación más de persona. La mía era de cachorro juguetón, casi sin diálogo. Las palabras apenas servían para acompañar las morisquetas de los juegos.

Esa mañana yo había roto un trompo de plástico que me habían comprado hacía menos de una semana. Les había prometido que lo cuidaría y que ése no se rompería, como todos los anteriores. Tenía los pedazos en el bolsillo del pantalón y mi mortificación era que mi mamá se acordara del trompo y yo tuviera que explicarle que se había roto cuando lo estrellé contra la pared para verificar que era irrompible, como me lo habían garantizado: Este te tiene que durar porque es irrompible . Tenía los sentimientos confundidos entre la tristeza de mi mamá y el alivio, porque en esas condiciones no se acordaría del trompo de mala calidad.

Finalmente, nos mandó a acostarnos con una sonrisa que a nadie engañó, porque el ánimo no estaba para risas. En esa época yo no diferenciaba la risa de la sonrisa. Ahora que soy grande entiendo que la diferencia no es de intensidad, sino de contenido, porque la risa es una reacción espontánea de alegría y la sonrisa es calculada y sirve incluso para la tristeza. La risa hace bien, pero es menos práctica. Ese domingo en la noche, cuando los tres estuvimos sentados sobre la alfombra rojiza con dibujos de ramas y venados y flecos en los bordes, de eso sí me acuerdo porque yo estuve jugando a enredarme los dedos en los flecos mientras mi mamá nos explicaba eso de la muerte de mi papá. Del color de alfombra también me acuerdo, porque siguió estando en la sala mucho tiempo después. Ese domingo, entonces, la sonrisa de mi mamá no era una expresión espontánea de alegría, sino una seña útil que pretendía concluir la conversación con una nota tierna, consoladora y cargada de esperanza en un futuro que dependía de nuestra capacidad para superar el dolor.

Al día siguiente de su muerte, o de la noticia de su muerte, no me despertaron para ir al colegio. Me acuerdo que de repente abrí los ojos con miedo, porque pensé que mi mamá se había quedado dormida, o peor aún, que se había olvidado de mí. Esa semana estaba aprendiendo a leer y ya estábamos en las palabras complicadas, con tres sílabas y más. No era el momento de faltar a clases. Hasta pensé que estaba enojada porque había descubierto lo del trompo y me estaba castigando no llevándome al colegio, lo que no era un castigo muy lógico, al menos según la lógica de ella y de todos los adultos que me rodeaban en esa época. Ningún papá de mis amigos del colegio recurriría a ese método para escarmentar a su hijo, aunque quisiese darle una lección inolvidable.

La casa estaba en silencio, sin voces ni aspiradora ni ruidos en la cocina. Mi hermana no estaba en su cama. Compartíamos la habitación, ella junto a la ventana y yo pegado al armario. Ella tenía mesa de noche, porque le gustaba leer. En esa época ya leía libros. Yo prefería las revistas con dibujos. La gente cree que es más fácil, pero no es así, porque hay que imaginar los diálogos entre el vaquero y los indios, mientras que en el libro te lo cuentan todo con detalle. Basta con avanzar en la lectura para enterarse hasta lo que piensan los personajes. Es más cansador, pero más fácil. Mi hermana no estaba de acuerdo con esa teoría, pero no le interesaba discutir conmigo. Ella prácticamente no me hablaba. Éramos demasiado diferentes. A ella le gustaba leer y jugar con su laboratorio de química y yo era del estilo patines, pelota de fútbol, arcos y flechas. Una vez una pelota le rompió una instalación y se puso furiosa. La culpa no era del todo mía, porque fue un rebote imprevisto en la esquina del armario que desvió la ruta de la pelota hacia el estante del laboratorio. Me dijo de todo y se puso a llorar. Lloraba amargamente, desproporcionadamente, ya que solo se había quebrado una probeta y un frasco rosado.

El hecho es que cuando desperté ya no estaba en la cama, lo que me preocupó doblemente. No sabía si debía levantarme a averiguar o hacerme el enfermo, un recurso del que no se debe abusar aunque sea infalible. En esa época era el estómago el que fallaba en los momentos engorrosos. Ahora que soy grande es la cabeza, más difícil de verificar la veracidad del malestar. Finalmente, opté por salir de la cama a explorar la situación y me llevé una sorpresa: mi hermana estaba en casa, también mi mamá y mis tíos. No así mis primos, lo que era una lástima porque me entiendo bien con ellos.

El ambiente no era el acostumbrado en las reuniones familiares. De inmediato sospeché que era la continuación del asunto de mi papá de la noche anterior. Yo era el único en pijama. Cuando aparecí en la sala todos me abrazaron y me besaron como si fuese mi cumpleaños, que no era. Mi hermana estaba al lado de mi mamá, vestida sin el uniforme del colegio, con cara de haber llorado bastante. Mi mamá tenía la misma cara de la noche anterior. La peor cara era la de mi abuela, la mamá de mi papá, famosa por lo severa. Creo se molestó conmigo porque yo no estaba triste. Eso lo entiendo ahora, retrospectivamente. Ese día solamente sentí que estaba enojada conmigo sin razón, puesto que no era culpa mía si no me habían despertado para ir al colegio, tampoco que su hijo se hubiese muerto. Y del trompo no podía saber que estaba roto, porque yo había escondido los pedazos en un escondite secreto detrás del armario. Mi mamá me llamó para que fuera junto a ella, me abrazó muy fuerte y así se quedó un rato largo, abrazándome, casi ahogándome con un pañuelo que tenía alrededor del cuello. Hacía frío esa mañana dentro de la casa.

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