Michel Bonnefoy Rosenzuaig - Punto de no retorno
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Ella es una de las personas que más me ha explicado la psicología de mi padre. Fuera de mi madre, nadie conocía mejor sus hábitos. Fresia vivía en nuestra casa, le lavaba la ropa, preparaba la comida, ordenaba su habitación y estudiaba sus costumbres para anticipar. Lo único en que no se metía era en los utensilios de pesca. Ahí nadie se metía, excepto mi hermana que a veces lo ayudaba a preparar un viaje. Mi padre era un excelente pescador de agua dulce. Lo dice todo el mundo, empezando por Fresia, que no sabe de pesca, ni de río ni de mar.
Una vez, cuando todavía era niño, mi madre me mostró el canasto donde metía las truchas y las carpas muertas. Olía mal. También me mostró la caja metálica con las moscas y los anzuelos, los plomos, los flotadores y las cucharas. Los carretes iban aparte. También me mostró las cañas, porque tenía varias, más largas, más flexibles, de una pieza o desmontables. Ese día me regaló la gorra de pescador que usaba para el sol y para la lluvia. No sé qué la hice. Era niño y no entendí que esa gorra era importante, porque era de mi papá. Las cosas simplemente me gustaban o no me gustaban. Sus botas de goma estuvieron un tiempo detrás de la puerta, hasta que desaparecieron. Me quedaban grandes y no me importó que un día no estuviesen más en su sitio.
Si hubiese tenido papá, hubiese sido más cuidadoso con esos detalles, porque habría entendido que no era cualquier gorra ni eran unas botas sucias. Sabría que un objeto de un papá no es un objeto cualquiera. Pero era muy pequeño para entender los misterios de los sentimientos. Yo sabía del amor, pero del otro, del que sentía por la niña que a veces me miraba y que yo espiaba en el colegio; Verónica se llamaba, de ella sí me acuerdo, era bonita y era buena alumna, no como yo que tenía malas notas. Supongo que a ella sus padres la ayudaban a hacer las tareas. Eso facilita las cosas, pero mi mamá no tenía tiempo, siempre trabajando o encerrada en el baño llorando. Nosotros la escuchábamos y le veíamos la cara en la mesa, nunca con apetito, como si hubiese cenado en el hospital antes de regresar a la casa. De mi papá tampoco recibía ayuda por razones obvias.
Creo que mi vida no cambió sustancialmente con la muerte de mi padre. Como dije antes, algunos aspectos mejoraron, como la actitud de los adultos hacia mí y mi hermana, todo el mundo más tolerante. También mi madre, menos exigente con el equilibrio en nuestra alimentación, podíamos permutar la betarraga por una dosis suplementaria de puré, y Fresia nos dedicaba más tiempo. En el colegio, paradójicamente, nada sufrió modificaciones, ni en las notas, que no subieron, ni en la maestra, que se hizo la desentendida. Tampoco disminuyeron los castigos y las tareas, siempre excesivas. Verónica no se dio por enterada hasta mucho más tarde. Un día, algunas semanas después del suceso, quizás meses, en el recreo de las diez, aunque pudo haber sido en el segundo recreo, de pronto me dijo de sopetón que mi padre había muerto. El tono no fue de interrogación, sino de información, como si yo no estuviese enterado. Si sé , le respondí. ¿Entonces por qué no me habías dicho nada? , me soltó con ese sonsonete de reproche inconfundible en las niñas que no soportan que uno piense en otra cosa que no sea ellas. Fue una falta de confianza de mi parte, lo reconozco, un olvido imperdonable, porque nuestra relación merecía que se lo dijera. Recuerdo ese impasse como un obstáculo en nuestra relación. Estaba ofendida y dolida. Creo que para ella fue más grave que yo no le hubiera informado, que la misma muerte de mi padre. A veces, en una situación, la importancia que adquiere un componente de esa misma situación es desproporcionada al papel que juega ese componente en el conjunto de la situación. Con las mujeres a menudo sucede eso: se enojan con uno por errores que uno comete sin mala intención y pierden la dimensión de lo global. Al menos eso me indicaba mi experiencia, corta, dado que a los ocho años no había tenido la ocasión de conocer otra mujer además de Verónica.
La vida siguió su curso, alejándose semana a semana del accidente fatal. Ese año floreció el cerezo del patio de la casa, se llenó de copos de nieve, aunque no trajo la alegría que solía suscitar en la familia. Mi papá nos congregaba debajo del árbol para enseñarnos la evolución de los brotes. Mientras algunas ramas culminaban en un botón cerrado, en otras el capullo ya desplegaba sus pétalos blancos. De esa escena no me acuerdo, pero me la cuentan cada año en primavera, cuando florece el cerezo.
Era la época de Frei. Cuando mi padre murió, el Presidente de la República era Alessandri, pero cuando Verónica se ofendió conmigo y mi mamá dejó de obligarnos a comer betarragas y la gente era tolerante con mis desmanes, el Presidente era Frei. No sé qué opinaban de él los comunistas, porque después del accidente, el asunto del comunismo verdadero y del falso dejó de ser tema de conversación en la casa. La tragedia apaciguó los ímpetus de mis tíos, que consideraron que el ambiente no se prestaba para controversias ideológicas. Seguramente estimaron que la permanencia de mi madre en el partido adquiría una función terapéutica, que neutralizaba el extravío político que significaba integrar las filas del estalinismo.
La verdad es que no sé si ella siguió acudiendo a las reuniones de célula, por la condenada consulta que tuvo que abrir para subvenir a las necesidades de sus dos hijos, es decir, las mías y las de mi hermana, además de las de ella y las de Fresia, que vivía en nuestra casa. Las pacientes del hospital, más las de la consulta, no le dejaban mucho tiempo para pensar en el marxismo-leninismo, los proletarios del mundo y la Unión Soviética. No me cabe duda que no claudicó en ninguna de sus convicciones profundas, pero me temo que las prioridades cambiaron al encontrarse sola con dos hijos y un sueldo de empleado público, digno pero insuficiente. La sociedad no contemplaba el escenario de las madres solteras, al menos no en el nivel de clase-media-profesional, como se le llamaba a nuestra clase social.
No sé si Verónica era de clase-media-profesional, nunca fui a su casa ni le pregunté si su padre estaba muerto o qué hacía su mamá, pero todo indica que éramos parecidos. Me pregunto qué será de Verónica hoy, cincuenta años después, cómo habrá atravesado los períodos tumultuosos de la Unidad Popular y la dictadura. A mí me cambiaron de colegio antes del golpe, de tal manera que perdí el contacto con ella antes de ese fatídico 11 de septiembre de 1973, cuando la vida cambió para tantos chilenos. Eso sucedió diez años después de la muerte de mi padre. Me pregunto cómo hubiesen influido en mí y en mi familia esa brutal irrupción de los militares en la escena política si él hubiese estado vivo.
A los seis, siete, ocho años uno no se formula preguntas existenciales ni hace especulaciones sobre las variantes posibles en la vida, según si tal o cual evento no hubiese ocurrido. En esa primera mitad de la década del 60, nadie se preparaba para un golpe de Estado, menos yo que vivía pendiente de la relación inversamente proporcional entre las tareas y el tiempo con los amigos de la cuadra. Obviamente, me dolía cuando descubría a mi mamá en su sufrimiento, pero debo confesar que no era mi preocupación mayor. Y la ausencia prolongada y absoluta de mi padre iba rápidamente diluyendo su figura en mi volátil memoria.
Nunca había manifestaciones en la calle Santa Julia, donde jugábamos al fútbol o hacíamos carreras de patines. Los pocos vehículos que circulaban sabían que esa cuadra era peligrosa por los niños que se apoderaban del asfalto. No era una calle de tránsito hacia ninguna parte. Por ahí solo transitaban los vehículos de los habitantes del barrio o de las eventuales visitas a nuestros vecinos, lo que no era habitual durante la tarde. Tampoco había disputas políticas durante los encuentros con los tíos, a veces debajo del cerezo un domingo a la hora de once, un momento estelar porque había palta molida, manjar, pan amasado y a veces hasta helado y Fanta. El país parecía avanzar en paz y sin tropiezos. La señora del almacén, donde Fresia me mandaba a comprar algún ingrediente que le faltaba para un guiso, seguía dando «ñapa» y empacando con el mismo papel feo la harina y las lentejas. Nunca decía “no hay”, como sucedía después de que ganó las elecciones Allende, cuando Fresia ya no me decía anda a comprar medio kilo de arroz sino anda a ver si llegó arroz . En ese entonces yo ya era grande y militante, tenía quince años, pero algunas personas, sobre todo Fresia, mi mamá y mi hermana me reprochaban un comportamiento infantil, no sistemático, pero recurrente, especialmente cuando intervenía la imagen ausente de mi papá. Según ellas, cada vez que se hablaba de él o que él aparecía en una situación, yo retrocedía en la edad y actuaba como un niño de ocho años. Fresia fue la que empezó con esa observación.
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