Ezio Costa Cordella - Por una Constitución Ecológica

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Uno de los factores diferenciadores entre nuestro presente y el pasado es el aumento de la conciencia en materia ambiental. Sin embargo, esto no se ha convertido aún en sistemas sociales, económicos y jurídicos que den cuenta de los desafíos que se nos imponen. El impulso destructivo de las ideologías dominantes en el siglo XX mantienen la hegemonía en sus diversos espacios, apenas intentando acomodarse a una nueva realidad que los supera. Mientras en 1972 creíamos que había una gran degradación ambiental, en 2020 sabemos que estamos en medio de la sexta extinción masiva de especies, que la Tierra ya se calentó en más de un grado Celsius y que un porcentaje significativo del agua dulce del planeta está contaminada. Si la Constitución que Chile se propone redactar y poner en vigencia en los próximos años pretende tener alguna lógica de realidad, es esencial que ella tome como base las condiciones ambientales en las que se desarrollará la comunidad jurídicopolítica que constituyen los pueblos de Chile.
Este libro explora los detalles del concepto de «Constitución Ecológica», que refiere a las normas que se contengan en una Constitución de manera transversal y que, poniendo a la protección ambiental como uno de los ejes centrales de la organización social, persiga armonizar las actividades de la sociedad y la naturaleza.
La nueva Constitución de Chile no va a cambiarlo todo, pero puede constituir una primera piedra fundamental en ese cambio. Este libro es una invitación a soñar con esa posibilidad y a reflexionar sobre las maneras en que la Constitución puede llevarnos en esa dirección. Los cambios sistémicos son urgentes y estamos en posición de comenzarlos. Ezio Costa Cordella

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Vamos bastante tarde, pues la trayectoria de emisiones actuales, aunque se cumplan los compromisos del Acuerdo de París, nos pone en un aumento promedio de temperatura de la Tierra por sobre los 2º, que es el máximo al que aspirábamos (a pesar de ser un riesgo para la vida humana) y el máximo del que hemos estudiado las consecuencias. Entre esas consecuencias se cuenta el aumento del nivel del mar en 56 cm al 2100, la pérdida de 80% del Ártico, 35 días más de verano en promedio, severas olas de calor y de frío de manera más frecuente, 200 millones de personas más en el mundo que estarán expuestas a las sequías severas y una pérdida del 13% del PIB global per cápita.7

La crisis climática y ecológica nos expone severamente, con múltiples riesgos para nuestro bienestar individual y colectivo. En Chile, sabemos bien lo que significan los desastres asociados a la naturaleza. Mientras los terremotos no tienen relación con este proceso, otros desastres como la sequía, los grandes incendios forestales y las inundaciones sí son potenciados por el proceso de crisis climática, exponiendo nuestras vidas y nuestras formas de subsistencia.

Todos estos eventos eran gestionados, hasta hace muy poco, como eventos accidentales, aunque cíclicos, en los que la única posibilidad era cierto nivel de prevención y, sobre todo, la reacción. Pero no se veía que estos eventos eran –y son–, en realidad, provocados por nosotros mismos, y por qué entonces debemos también preocuparnos de las consecuencias que tienen muchas actividades que hasta el momento son valoradas por la comunidad, muchas veces no viendo los costos que ellas tienen para nosotros mismos y para nuestras hijas/os y nietas/os.

Las precipitaciones en el centro sur de Chile disminuirán a niveles aún peores de los que estamos hoy. Los glaciares se derretirán, las marejadas aumentarán, las olas de calor cobrarán más muertos. ¿Qué debiéramos hacer?

Muchas personas se preguntan si es pertinente que hagamos algo desde Chile. Algunas dicen que somos un país pequeño en términos de emisiones, algunas creen que somos un país sin influencia y otras creen que somos muy pobres y que debemos crecer económicamente antes de actuar. Me parece que estas visiones no ven el panorama completo.

La mayoría de las actividades que nos han puesto en esta crisis son actividades locales. Pueden estar interconectadas globalmente, pero son locales y producen impactos locales y globales. Las mismas termoeléctricas que contaminan suelo, agua y aire en las “zonas de sacrificio”8 son las que emiten GEI y potencian las crisis. Los mismos bosques nativos que se talan para aumentar la superficie cultivable son los que nos hacen perder capacidad de absorción de gases de efecto invernadero, estabilidad de los ciclos hídricos en las cuencas y refugio para las diversas especies. Los mismos humedales que se secan para construir nuevos balnearios son a la vez los que morigeran la temperatura a nivel local, regulan el ciclo hídrico, previenen inundaciones y sirven de hábitat a miles de especies.

Todas esas actividades de intervención en la naturaleza están permitidas, son valoradas e incluso algunas de ellas son apoyadas activamente por el Estado, mediante subsidios y exenciones de impuestos. La crisis climática y ecológica es global, pero es también la suma de nuestras propias irresponsabilidades locales. Por eso, las soluciones a la crisis y el camino de salida son relativamente nítidos. La cooperación internacional es necesaria por la escala de la crisis, pero lo que Chile puede hacer no tiene que ver exclusivamente con sumar su grano de arena con un esfuerzo local, sino que también tiene que ver con protegerse a sí mismo.

La superación de la crisis climática y ecológica es un dilema de acción colectiva, sin dudas. Por lo tanto, requiere de la acción de todos los países y personas en el mundo, en un esfuerzo consistente. No está en nuestro poder controlar que ello suceda, pero sí está en nuestro poder hacer el máximo esfuerzo posible para aportar con nuestro deber. Nuestro deber ético es hacerlo, aunque existan liderazgos tóxicos a nivel mundial que prefieran convertirse en parásitos del esfuerzo ajeno.

Pero, además, ese esfuerzo tendrá beneficios no solo para el mundo en su conjunto, sino que especialmente para Chile. Conservar un bosque nativo o un humedal, dejar de quemar carbón o leña tiene consecuencias inmediatas y de largo plazo sobre nuestras condiciones de vida; no es únicamente una cuestión de responsabilidad con la humanidad. No solo reduciremos las emisiones de gases de efecto invernadero y aumentaremos la capacidad del bosque nativo de absorberlos, de modo de reducir nuestro aporte a la crisis climática global, sino que también haremos que el aire que respiran los habitantes de zonas de sacrificios vuelva a ser respirable, y que los habitantes de zonas cercanas a bosques nativos no vivan ante el riesgo de aludes e inundaciones, entre otras consecuencias beneficiosas.

Por último, si consideramos la transición ecológica como algo que necesariamente sucederá, pues el otro camino es la destrucción de la civilización, entonces tenemos la oportunidad de liderar esta transición o al menos quedar en buena posición respecto de ella, obteniendo ventajas de ese liderazgo que nos permitan aspirar a un mayor bienestar. Hay ventajas desde el punto de vista político, económico, científico, tecnológico y social.

Si nos centramos en esta última, la gran ventaja a la que debemos aspirar es la de tener una sociedad preparada y coordinada, tal que nos asegure una transición pacífica y centrada en la protección del bienestar de las personas y las comunidades. El Derecho tiene mucho que decir en este sentido.

4. Poder e impotencia del Derecho

El Derecho se presenta a sí mismo como una herramienta social poderosa, que ayuda a moldear de manera definitiva cómo es que se comportan los individuos y se desarrollan las sociedades. Las constituciones son el punto superior de una pirámide de normas que constituyen el ordenamiento jurídico y, por lo mismo, tienen una relevancia superior en esta tarea de guiar el comportamiento, pues definen principios fundamentales que deberán ser seguidos por las leyes, reglamentos, ordenanzas y todo otro tipo de normas jurídicas.

El Derecho por sí mismo, sin embargo, no cambia nada. La confianza en el Derecho es, de alguna forma, la confianza en que la comunidad organizada es capaz de cambiarse a sí misma. Si las normas son expresión de la voluntad del pueblo, entonces confiamos en que esa voluntad que se expresa será capaz de ser respetada por el propio pueblo, llevando a buen puerto sus aspiraciones. La discusión sobre cambiar leyes o cambiar la propia Constitución está muy vinculada a esta confianza, y por eso resultan tan extrañas las objeciones al cambio que usan como argumento la supuesta falta de posibilidades de llevar el Derecho a la realidad.

Un Estado de Derecho supone, precisamente, que será este sistema de normas y principios expresivos de una idea de justicia y de orden el que prevalecerá por sobre otras consideraciones y, en especial, por sobre las opciones que sean preferidas por cada individuo. Por lo mismo, no creer en esa fuerza del Derecho implica suponer que hay poderes más allá de los organizados socialmente, que son capaces de imponerse, cuestión que es de por sí ilegítima.

Pero incluso en cuestiones ambientales no faltan quienes pretenden una impotencia del Derecho frente a los fenómenos de la naturaleza, y usan esa visión para proponer la inacción. No dejan de tener razón en un punto, pues la naturaleza está absolutamente por sobre nuestras capacidades como humanidad –para qué decir como país– para gobernarla. Salvo en sofisticados esquemas de ciencia ficción, la verdad es que la naturaleza siempre nos pasará por encima. ¿Vale la pena entonces regularla? Por supuesto que no, no podemos prohibir los huracanes o regular las sequías. Tampoco se ha escuchado nunca una voz cuerda proponiendo eso.

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