Si ponemos el foco en las disparidades raciales, la brecha es la siguiente: casi el 85% de los licenciados afroamericanos tienen deudas estudiantiles, en comparación con el 69% de los beneficiarios blancos de títulos, según la organización sin ánimo de lucro Centro de Préstamos Responsables. Aunque existe un claro consenso mediático e incluso social en etiquetar la situación como «la crisis de la deuda estudiantil», sólo los demócratas Elizabeth Warren, Tulsi Gabbard y Bernie Sanders fueron lo suficientemente claros a la hora de defender la cancelación total o masiva de dicha deuda en sus campañas para la nominación a candidato presidencial de las elecciones de 2020. Tampoco hay apenas rastro de defensa política de una universidad realmente pública. Según el Institute For College Access and Success, el 66% de los graduados en ese tipo de facultades salen de las mismas sin haber conseguido pagar por completo su educación. Es decir, cuando hablamos de la crisis de deuda, no nos estamos refiriendo precisamente a préstamos para ir a Harvard o Princeton. Estados Unidos podrá año tras año ocupar los primeros puestos en ránkings elaborados por instituciones privadas sobre las mejores universidades del mundo, eso sí, omitiendo siempre el enorme precio que el acceso a las mismas supone.
La vivienda como apartheid
Construir para destruir comunidades
Al oeste de la ciudad de Baltimore hay levantado un coloso de hormigón de seis carriles que termina de forma abrupta en medio de la nada. La historia de semejante brecha urbana, claramente visible en cualquier mapa de la urbe, se remonta a los años cincuenta, cuando se iniciaron los proyectos de la mayoría de las carreteras interestatales de Estados Unidos debido al aumento del consumo de automóviles. Por aquel entonces, la planificación de dichas infraestructuras decidió que la ruta 40 le pasara por encima a un barrio de mayoría afroamericana en el que vivían 10 mil familias. «Cuando era niña, yo venía a ver a mi padre aquí, que vivía en una de estas calles. Él decía que esto no tenía sentido, que por qué levantar algo que no llevaba a ningún sitio. Dijese lo que dijese, al final él también acabó convirtiéndose en un desplazado.» Denise Johnson se ajusta el nudo del pañuelo que lleva al cuello mientras lamenta no haberse puesto la bufanda en un día de abril extremadamente frío. Estamos en medio de una explanada cuyo único atrezzo es una excavadora al fondo, vallas metálicas y pequeñas casas cuyas construcciones languidecen dispuestas a desplomarse en cualquier momento. El viento penetra hasta los huesos. Le pregunto si quiere que nos movamos e insiste en explicar las consecuencias de la carretera a ninguna parte frente a ella, poniendo el dedo en la cicatriz de la que sería la herida mortal de su barrio de la infancia.
Aquellos que estaban todavía pagando sus casas tuvieron que irse sin recibir lo suficiente como para comprar otro hogar de un valor similar en otro lugar, pero el impacto no sólo debe medirse en términos económicos. Perdimos una comunidad con líderes, con cultura. La avenida Pensilvania era conocida por aquel entonces como el lugar para los negros en la ciudad, de música, danza… perdimos el testimonio de ese tiempo, perdimos iglesias, perdimos escuelas. Es decir, se destruyó el tejido social.
El caso de la carretera a ninguna parte en Baltimore oeste es especialmente sangrante por ser teóricamente un error de proyecto, es decir, que ni siquiera tenía que haber pasado por allí. Sin embargo, es el perfecto ejemplo para ilustrar lo siguiente: uno de los métodos más eficientes y utilizados en Estados Unidos para apuntalar la desigualdad es el uso perverso de las infraestructuras o, directamente, el no dotar de ellas a una comunidad. Así, pese al tiempo transcurrido, Baltimore oeste sigue siendo en la actualidad la zona de la ciudad con un mayor número de casas por ocupar y con un menor número de servicios y comercios en una de las urbes con la tasa de homicidios más alta de todo el país. Cuando las protestas ante la muerte en custodia policial, en 2015, del joven afroamericano Freddie Gay estallaron, la prensa internacional se hizo eco de las mismas. Sin embargo, pocos analizaron cómo el caldo de cultivo estructural que arroja desigualdad racial y falta de oportunidades lo impregna todo, hasta las infraestructuras. El despropósito de la ruta 40 no fue el único, nunca les han dejado remontar. La sacudida más reciente tiene el siguiente nombre: la Línea Roja. John Bullock, concejal por el distrito 9, lo resume de este modo:
Iba a ser una conexión de tren ligero de 14 millas de distancia que iba a unir Baltimore de este a oeste. En la actualidad, no tenemos un sistema integral de transporte. Esto iba a ser parte de ese proceso, algo que permitiría a las personas ir a trabajar, llegar a la escuela, 200 mil millones de dólares iban a ser invertidos por el estado. También 900 millones de dólares del Gobierno federal. Desafortunadamente, tras las elecciones, un nuevo gobernador decidió eliminar todo el proyecto.
Prácticamente la mitad de los trabajadores en la ciudad de Baltimore no pueden acceder a sus empleos mediante transporte público. En este contexto, la llegada de dicha línea iba a suponer, de entrada, dos mil nuevos trabajos a la zona. Tras la cancelación del proyecto –cuyos fondos ya estaban aprobados– por parte del nuevo gobernador, se inició la apertura de una investigación; sin embargo, el caso fue cerrado posteriormente por la Administración Trump. Fin del espejismo. Si en la época de la construcción de las interestatales se esgrimió como causa para los diferentes atropellos el hecho de que los afroamericanos no tuvieran derecho al voto, aún hoy día siguen siendo víctimas de tretas legales y burocráticas. «Lo teníamos todo en orden, la solicitud aprobada, los dólares federales, gente que trabajó por esto por más de 12 años, así que voy a usar el término abandono, además por servidores públicos. Luego hay levantamientos y disturbios, y nadie se explica por qué», remacha Denise Johnson. Se une a nuestra conversación Samuel Jordan, presidente de la Coalición por la Equidad en el Transporte de Baltimore, quien remarca que lo perdido fue el mayor proyecto de transporte público de la historia del estado, para el que se estimaba que serviría diariamente a 50 mil personas.
Este no es un problema aislado o exclusivo de esta ciudad. Toda la nación está desarrollada en función de iniciativas racistas. Va de construir contra negros y pobres, contra las personas que dependen del transporte público, que no tienen acceso a un vehículo privado. Nosotros vamos a persistir en la construcción de la Línea Roja, porque no sólo será justo para las personas negras de esta ciudad, sino que demostrará que traer la prosperidad aquí es crear prosperidad para toda la nación.
150 millas al sur, carteles conmemorativos recién estrenados visten calles deslavazadas, con una extraña mezcla de construcciones decadentes colindando a su vez con inmuebles que parecen por estrenar. Estamos en Richmond, concretamente en Jackson Ward.
Este barrio evolucionó esencialmente después de la guerra civil y durante los siglos xix y xx, y ya en 1920 era conocido como el Harlem del sur, la Black Wall Street. La segunda calle justo detrás de nosotros era un vibrante distrito de negocios. Cada negocio y cada dirección era propiedad de hombres o mujeres afroamericanos, había organizaciones fraternas afroamericanas, conocidas como sociedades de ayuda mutua. Básicamente eran agencias de seguros que permitieron a esta población combinar sus limitados recursos para ayudarse mutuamente, creando estructuras y comunidad. En este contexto, surgen líderes como Maggie L. Walker.
Ethan Bullard recita el contexto en el que vivió la primera mujer afroamericana al frente de un banco en Estados Unidos. Ha debido hacerlo cientos de veces, como procurador del lugar histórico nacional dedicado a ella y aun así le sigue poniendo la misma pasión que un niño que repite la lección por la que acaba de obtener un sobresaliente. Walker consiguió ese hito histórico en 1903 y, para hacernos una idea de su importancia, el sufragio femenino no llegaría hasta el año 1920. Sin embargo, el poderío económico afroamericano de esa zona no serviría de nada a nivel político, cuando se decidió que la autopista interestatal 95 destrozara con su paso dicho barrio. El único elemento de la comunidad que consiguió un pequeño desvío para sobrevivir al huracán de hormigón fue una iglesia: sólo Dios en los cincuenta pudo anteponerse a unos planes de construcción federales. Benjamin C. Ross, historiador de la parroquia, lo define como una «victoria agridulce», porque la destrucción de numerosos hogares supuso la mudanza de muchos miembros de la comunidad y la congregación religiosa tardaría años en recuperarse. El distrito no tanto, pues prácticamente un siglo después sus habitantes tienen un ingreso medio por debajo del umbral de la pobreza. De milla de oro negra a milla de la miseria.
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