Julio Verne - Viaje al centro de la Tierra

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El profesor alemán Otto Lidenbrock descubre un escrito cifrado de un sabio islandés del siglo XII que afirma haber llegado al centro de la Tierra: Arne Saknussemm (basado en la figura de Arne Magnussen, escritor y recopilador de sagas nórdicas).
El profesor Lidenbrock pretende seguir los pasos de Saknussemm, y emprende una expedición acompañado por su escéptico sobrino Axel y el impasible guía islandés Hans.
El grupo ingresa por un volcán hacia el interior del globo terráqueo, en donde vivirán innumerables peripecias, incluyendo el asombroso descubrimiento de un mar interior y un mundo mesozoico completo enterrado en las profundidades, así como la existencia de iluminación de carácter eléctrico.
En esta novela, Verne utiliza uno de los inventos existentes en la época: la lámpara del minero, creada por los físicos franceses Dumas y Benoît a partir de la bobina de Ruhmkorff y del tubo de Geissler.2 Es infundada, pues, la idea de que fue el mismo Verne quien inventó esta fuente muy luminosa

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Una vez adoptada esta resolución, aguardé cruzado de brazos. Pero no había contado con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.

Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta cerrada y la llave no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado?; evidentemente mi tío al regresar de su precipitada excursión.

¿Lo había hecho por descuido o con deliberada intención? ¿Quería someternos a los rigores del hambre? Esto me parecía un poco fuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser Marta y yo víctimas de una situación que no habíamos creado? Entonces me acordé de un precedente que me llenó de terror. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Me acuerdo que en aquella ocasión sufrí dolores de estómago que nada tenían de agradables para un joven dotado de un devorador apetito.

Supuse que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las exigencias del hambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la pobre. Por lo que a mí respecta, la imposibilidad de salir de casa me afligía mucho más que la falta de comida, por razones que podrán adivinar fácilmente.

Mi tío trabajaba sin cesar; su imaginación se perdía en un dédalo de combinaciones. Vivía fuera del mundo y verdaderamente apartado de las necesidades terrenas.

A eso del mediodía, el hambre me aguijoneó seriamente. Marta, como quien no quiere la cosa, había devorado la víspera las provisiones encerradas en la despensa; no quedaba, pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonor me hizo aceptar la situación sin protestas.

Por fin sonaron las dos. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a abrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exageraba la importancia del documento; que mi tío no le daría crédito: que sólo vería en él una farsa; que, en el caso más desfavorable, lograríamos detenerle a su pesar; y, en fin, que era posible que a la larga diese él mismo con la clave del enigma, resultando en este caso infructuosos los sacrificios que suponía mi abstinencia.

Estas razones, que con indignación hubiera rechazado la víspera, me resultaron entonces excelentes; llegué hasta juzgar un absurdo el haber aguardado tanto tiempo, y resolví decir cuanto sabía.

Andaba, pues, buscando la manera de entablar conversación, cuando se levantó el catedrático, tomó su sombrero y se dispuso a salir.

¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnos encerrados en ella… ! ¡Eso nunca!

-Tío -le dije de pronto.

Pero él pareció no haberme oído.

-Tío Lidenbrock -repetí, levantando la voz.

-¿Eh? -respondió él como quien se despierta de súbito.

-¿Qué tenemos de la llave?

-¿Qué llave? ¿La de la puerta?

-No, no; la del documento.

El profesor me observó por encima de las gafas y debió ver sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.

Sin embargo, jamás pregunta alguna fue formulada en el mundo de un modo tan expresivo.

Yo movía la cabeza de arriba abajo.

Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, cual si estuviese hablando con un desequilibrado.

Yo entonces hice un gesto más afirmativo aún.

Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.

Este mudo diálogo, en aquellas circunstancias, hubiera interesado al más indiferente espectador.

Si he de ser franco, no me atrevía a hablar, temeroso de que mi tío me ahogase entre sus brazos en los primeros transportes de júbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuve que responderle.

-Sí -le dije-, esa clave… la casualidad ha querido…

-¿Qué dices? -exclamó con indescriptible emoción.

-Tome -le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita-; lea usted.

-Pero esto no quiere decir nada -respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos.

-Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin…

No había terminado la frase, cuando el profesor lanzó un grito… ¿Qué digo un grito? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.

-¡Ah, ingenioso Saknussemm! -exclamó-; ¿con que habías escrito tu frase al revés?

Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera.

Estaba redactado en estos términos:

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat

umbra Scartaris Julii intra calendas descende,

audax viator, el terrestre centrum attinges.

Kod feci. Ame Sahnussemm.

Lo cual, se podía traducir así:

Desciende al cráter- del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.

Ame Saknussemm.

Al leer esto, pegó mi tío un salto, como si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le proferían un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente; oprímíase la cabeza entre las manos; chocaba las sillas; corría de lugar los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.

-¿Qué hora es? -preguntó, después de unos instantes de silencio.

-Las tres -le respondí.

-¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después…

-¿Después qué… ?

-Después prepararás el equipaje.

-¿Su equipaje?-exclamé.

-Sí; y el tuyo también -respondió el despiadado catedrático: entrando en el comedor.

Capítulo 6

Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me mantuve sereno, sin embargo. y resolví ponerle buena cara. Sólo argumentos científicos podrían detener al profesor Lidenhrock, y había muchos y muy poderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y eso me ocupó toda la comida.

No hay para qué decir las imprecaciones de mi tío al encontrarse la mesa completamente vacía. Pero, una vez explicada la causa, devolvió la libertad a Marta, la cual corrió presurosa al mercado y desplegó tal actividad y diligencia que. una hora más tarde, mi apetito se hallaba satisfecho y me di exacta cuenta de la situación.

Durante la comida, dio muestras el profesor de cierta jovialidad, permitiéndose esos chistes de sabio, que no encierran peligro jamás; y, terminados los postres, me hizo señas para que le siguiese a su despacho.

Yo obedecí sin chistar.

Se ubicó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro.

-Axel -me dijo, con una amabilidad muy poco frecuente en él-: eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando, cansado ya de luchar contra lo imposible. iba a darme por vencido. No lo olvidaré jamás y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

“Bien” pensé; “se halla de buen humor: éste es el momento oportuno para discutir esta gloria”.

-Ante todo -prosiguió mi tío-. te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y hay muchos que quisieran emprender esta aventura de la cual, hasta nuestro regreso no tendrán noticia alguna.

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