Julio Verne - Viaje al centro de la Tierra

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El profesor alemán Otto Lidenbrock descubre un escrito cifrado de un sabio islandés del siglo XII que afirma haber llegado al centro de la Tierra: Arne Saknussemm (basado en la figura de Arne Magnussen, escritor y recopilador de sagas nórdicas).
El profesor Lidenbrock pretende seguir los pasos de Saknussemm, y emprende una expedición acompañado por su escéptico sobrino Axel y el impasible guía islandés Hans.
El grupo ingresa por un volcán hacia el interior del globo terráqueo, en donde vivirán innumerables peripecias, incluyendo el asombroso descubrimiento de un mar interior y un mundo mesozoico completo enterrado en las profundidades, así como la existencia de iluminación de carácter eléctrico.
En esta novela, Verne utiliza uno de los inventos existentes en la época: la lámpara del minero, creada por los físicos franceses Dumas y Benoît a partir de la bobina de Ruhmkorff y del tubo de Geissler.2 Es infundada, pues, la idea de que fue el mismo Verne quien inventó esta fuente muy luminosa

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Esperé algunos instantes sin que el profesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, Dios mío! Sopas de perejil, tortilla de jamón nuez moscada, solomillo de ternera con compota de ciruelas, y, de postre, langostinos en dulce, y todo abundantemente regado con exquisito vino del Mosa.

He aquí la apetitosa comida que se perdió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de buen sobrino, me creí en el deber de comer por los dos, y deglutí de un modo asombroso.

-¡No he visto en los días de mi vida una cosa semejante! -decía la buena Marta, mientras me servía la comida. ¡Es la prirnera vez que el señor Lidenbrock falta a la mesa!

-No se concibe, en efecto.

-Esto parece presagio de un grave acontecimiento -añadió la vieja criada, sacudiendo sentenciosamente la cabeza.

Pero, a mi modo de ver, aquello lo que presagiaba era un escándalo horrible que iba a promover mi tío tan pronto se percatase de que había devorado su ración.

Me estaba yo comiendo el último langostino, cuando una voz estentórea me hizo volver a la realidad de la vida, y, de un salto, pasé del comedor al despacho.

Capítulo 3

-Se trata sin duda alguna de un escrito numérico- decía el profesor, frunciendo el entrecejo. Pero existe algo oculto, un secreto que tengo que descubrir, porque de lo contrario…

Un gesto de iracundia terminó su pensamiento.

-Siéntate ahí, y escribe- añadió indicándome la mesa con el puño.

Obedecí con rapidez.

-Ahora voy a dictarte las letras de nuestro alfabeto que corresponden a cada uno de estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. ¡Pero, por los clavos de Cristo, cuida de no equivocarte!

Él empezó a dictarme y yo a escribir las letras, unas a continuación de las otras, formando todas juntas la incomprensible sucesión de palabras siguientes:

mm.rnlls esreuel seecJde

sgtssmf unteief niedrke

kt,samn atrateS Saodrrn

erntnael nuaect rrilSa

Atvaar .nxcrc ieaabs

Ccdrmi eeutul frantu

dt,iac oseibo kediiY

Una vez terminado este trabajo arrebatóme vivamente mi tío el papel que acababa de escribir, y lo examinó atentamente durante bastante tiempo.

-¿Qué quiere decir esto? -repetía maquinalmente.

No era yo ciertamente quien hubiera podido explicárselo, pero esta pregunta no iba dirigida a mí, y por eso prosiguió sin detenerse:

-Esto es lo que se llama un criptograma, en el cual el sentido se halla oculto bajo letras alteradas a propósito, y que, combinadas de un modo conveniente, formarían una frase inteligible. ¡Y pensar que estos caracteres ocultan tal vez la explicación, o la indicación, cuando menos, de un gran descubrimiento!

En mi concepto, aquello nada ocultaba; pero me guardé muy bien de expresarle mi opinión.

El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y lo comparó uno con otro.

-Estos dos manuscritos no están hechos por la misma mano -dijo-; el criptograma es posterior al libro, tengo de ello la evidencia. En efecto, la primera letra es una doble M que en vano buscaríamos en el libro de Sturluson, porque no fue incorporada al alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Por consiguiente, entre el documento y el libro median por la parte más corta dos siglos.

Esto me pareció muy lógico; no trataré de ocultarlo.

-Me inclino, pues, a pensar -prosiguió mi tío-, que alguno de los poseedores de este libro trazó los misteriosos caracteres. Pero, ¿quién demonios sería? ¿No habría escrito su nombre en algún sitio?

Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, que hacía de anteportada, descubrió una especie de mancha, que parecía un borrón de tinta; pero, examinada de cerca, veíanse en ella algunos signos borrosos. Mi tío comprendió que allí estaba la clave del secreto, y ayudado de su lente, trabajó con tesón hasta que logró distinguir los caracteres únicos que a continuación transcribo, los cuales leyó de corrido:

-¡Ame Saknussemm! -gritó en son de triunfo- ¡es un nombre! ¡Un nombre islandés, por más señas! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡El de un alquimista célebre!

Miré a mi tío con cierta admiración.

-Estos alquimistas -prosiguió-, Avicena, Bacán, Lulio, Paracelso, eran los verdaderos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos realmente asombrosos. ¿Quién nos dice que este Saknussemm no ha ocultado bajo este casi ilegible criptograma alguna sorprendente invención? Tengo la seguridad de que así es.

Y la viva imaginación del catedrático comenzó a exaltarse ante esta idea.

-Sin duda -me atreví a responder-; pero, ¿qué interés podía tener este sabio en ocultar de ese modo su maravilloso descubrimiento?

-¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No hizo Galileo otro tanto cuando descubrió a Saturno? Pero no tardaremos en saberlo, porque no descansaré, ni he de ingerir alimento, ni he de cerrar los párpados en tanto no arranque el secreto que encierra este documento.

“Dios nos asista” -pensé para mis adentros.

-Ni tú tampoco, Axel -añadió.

-Menos mal -pensé yo-, que he comido ración doble.

-Y además -prosiguió mi tío-, es preciso averiguar en qué lengua está escrito el jeroglífico. Esto no será difícil.

Al oír estas palabras, levanté vivamente la cabeza. Mi tío prosiguió su soliloquio.

-No hay nada más simple. Contiene este documento ciento treinta y dos letras, de las cuales, 53 son vocales, y 79, consonantes. Ahora bien, esta es la proporción que, poco más o menos, se observa en las palabras de las lenguas meridionales, en tanto que los idiomas del Norte son infinitamente más ricos en consonantes. Se trata, pues, de una lengua meridional.

La conclusión no podía ser más atinada y exacta.

-Pero, ¿cuál es esta lengua?

Aquí era donde yo esperaba ver vacilar a mi sabio. a pesar de reconocer que era un profundo analizador.

-Saknussemm era un hombre instruido -prosiguió-, y, al no escribir en su lengua nativa, es de suponer que eligiera preferentemente el idioma que estaba en boga entre los espíritus cultos del siglo XVI, es decir, el latín. Si me engaño, recurriré al español, al francés, al italiano, al griego o al hebreo. Pero los sabios del siglo mentado escribían. por lo general, en latín. Puedo, pues, con fundamento, asegurar a priori que Saknussemm utilizó el latín.

Yo di un salto en la silla. Mis recuerdos de latinista se sublevaron contra la suposición de que aquella serie de palabras ininteligibles pudiesen pertenecer a la dulce lengua de Virgilio.

-Sí. latín -prosiguió mi tío-; pero un latín confuso.

“En hora buena” pensé; “si logras ponerlo en claro, demostrarás que eres listo”.

-Examinémoslo bien -añadió, tomando nuevamente la hoja que yo había escrito-. He aquí una serie de ciento treinta y dos letras que ante nuestros ojos que se muestran en un aparente desorden. Hay palabras. como la primera, mm.rnlls, en que sólo entran consonantes; otras, por el contrario, en que abundan las vocales: la quinta. por ejemplo, unteief o la penúltima, oseibo. Evidentemente, esta disposición no ha sido combinada. sino que resulta matemáticamente de la razón desconocida que ha presidido la sucesión de las letras. Me parece indudable que la frase primitiva fue escrita regularmente, y alterada después con arreglo a una ley que es preciso descubrir. El que poseyera la clave de este enigma lo leería de corrido. Pero, ¿cuál es esta clave, Axel? ¿La tienes por ventura?

Nada contesté a esta pregunta, por una sencilla razón: mis ojos se hallaban abstraídos en un adorable retrato colgado de la pared: el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausencia me tenía muy triste; porque, ahora ya puedo confesarlo, la bella curlandesa y el sobrino del catedrático se amaban con toda la paciencia y toda la flema alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que se enterase mi tío, demasiado geólogo para comprender semejantes sentimientos. Era Graüben una encantadora muchacha, rubia, de ojos azules, de carácter algo grave y espíritu algo serio; mas no por eso me amaba menos. Por lo que a mí respecta, la adoraba, si es que este verbo existe en lengua tudesca. La imagen de mi linda curlandesa se trasladó en un momento del mundo de las realidades a la región de los recuerdos y ensueños.

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