Durante las clases de la señorita Plume, se ataba una pluma a los dedos y bajaba la cabeza para fingir que estaba tomando notas, aunque en realidad aprovechaba parar echarse una más que necesaria siesta. En una ocasión, mientras sus compañeras aprendían a maquillarse, Brystal usó los materiales para dibujarse un par de pupilas en los párpados y nadie se dio cuenta de que estuvo durmiendo toda la demostración. A la hora del almuerzo, cuando el resto de las niñas iban a la panadería de la Plaza Mayor, Brystal visitaba la tienda de muebles y «probaba los productos» hasta que los dueños la descubrían.
Los fines de semana, dormía los ratos libres que le dejaban las tareas de casa. En la iglesia, se pasaba la mayor parte de la misa con los ojos cerrados, fingiendo que rezaba. Por suerte, sus hermanos hacían lo mismo y sus padres no se daban cuenta.
Dejando de lado el cansancio, Brystal creía que su plan estaba saliendo a la perfección, y que no parecía en absoluto sospechosa, como había temido en un primer momento. A su familia solo la veía unos minutos por la mañana, así que no quedaba mucho tiempo para que le preguntaran sobre sus tareas diarias. De todos modos, estaban tan concentrados en la primera semana de Barrie como juez adjunto que en ningún momento le preguntaron por su trabajo como voluntaria en la Casa para los Desamparados. Aun así, por si acaso, Brystal se había inventado algunas historias sobre dar de comer a los hambrientos y bañar a los enfermos.
El único contratiempo se produjo a principios del segundo mes de trabajar en la biblioteca. Una noche, cuando Brystal entró, se encontró al señor Woolsore agachado buscando algo debajo de un mueble.
—Señor Woolsore, ¿puedo ayudarlo? —le preguntó.
—Estoy buscando el tercer volumen de Campeones de campeones —le contestó el anciano—. Un estudiante me lo ha pedido esta tarde y parece que se ha desvanecido de los estantes.
Lo que el bibliotecario no sabía era que Brystal lo había cogido prestado la noche anterior. Se tiró del abrigo con más fuerza alrededor de los hombros para que el señor Woolsore no se diera cuenta de que lo llevaba debajo del brazo.
—Estoy segura de que está aquí, en algún lugar —dijo—. ¿Quiere que lo ayude a buscarlo?
—No, no, no —gruñó, y se puso de pie—. El ayudante debe de haberlo guardado mal, ¡el muy idiota! Pero déjalo en el mostrador si aparece mientras limpias.
En cuanto el señor Woolsore se marchó, Brystal dejó el tercer volumen de Campeones de campeones sobre el mostrador. Fue una solución simple a una situación igual de simple, pero Brystal no quería vivir una situación más complicada y que la descubrieran. Así pues, a fin de evitar cualquier riesgo futuro, decidió que sería mejor que dejara de llevarse libros. En adelante, cuando terminara de limpiar, se quedaría a leer en la biblioteca. Por eso a veces no regresaba a casa hasta primera hora de la mañana y tenía que colarse por una ventana para entrar.
Al principio, Brystal asumió sin más ese cambio en el plan. Por la noche, cuando la biblioteca estaba vacía, se volvía un lugar mucho más tranquilo, el lugar perfecto para perderse en un buen libro. Y, en ocasiones, la luna brillaba tanto a través del techo de cristal que ni siquiera necesitaba un farol para leer. Pero, por desgracia, no pasó mucho tiempo antes de que se sintiera demasiado cómoda allí.
Una mañana, la despertaron las campanas de la catedral, pero esa vez sonaron de un modo distinto. En lugar del habitual tintineo distante que la iba despertando poco a poco, un estruendo metálico la hizo poner de pie enseguida. El ruido fue tan repentino y alarmante que se quedó desconcertada. Cuando al fin fue consciente de su paradero fue cuando recibió la segunda sorpresa de la mañana: no estaba en su habitación. ¡Seguía en la biblioteca!
—¡Ay, no! —suspiró—. ¡Me quedé dormida leyendo! ¡Papá se pondrá furioso si se entera de que he pasado la noche fuera! ¡Tengo que llegar a casa antes de que mamá se dé cuenta de que no estoy en mi habitación!
Brystal se guardó las gafas de lectura debajo del vestido, colocó los libros que había estado leyendo en un estante cercano y salió de la biblioteca tan rápido como pudo. Fuera, las campanas de la catedral provocaban un huracán de ruido en la Plaza Mayor. Brystal se tapó los oídos, pero aun así le resultó difícil mantenerse erguida, ya que el sonido la azotaba onda tras onda. Corrió por el camino del este y llegó a casa justo con la última campanada. La señora Evergreen estaba de pie en el porche delantero, mirando frenéticamente en todas direcciones en busca de su hija. Los hombros casi se le desplomaron hasta los pies cuando vio que Brystal corría hacia ella.
—¡¿Dónde demonios estabas?! —le gritó—. ¡Casi me matas del susto! ¡Casi llamo a la Guardia Real!
—¡Lo siento, mamá! —respondió Brystal, respirando con dificultad—. Pu..., pue..., puedo explicarlo...
—¡Será mejor que tengas una buena razón para no haber estado en la cama esta mañana!
—¡Ha..., ha..., ha sido un accidente! —dijo Brystal, y rápidamente se inventó una excusa—. Me quedé despierta hasta tarde haciendo las camas en la Casa para los Desamparados... Esas camas parecen tan cómodas que no pude evitar acostarme en una de ellas... ¡Lo siguiente que he oído han sido las campanas esta mañana! Ay, por favor, ¡perdóname! ¡Entro y lavo los platos de la cena enseguida!
Brystal intentó entrar en la casa, pero su madre le bloqueó el paso.
—¡Esto no es por los platos! —le dijo—. ¡No te imaginas el miedo que me has hecho pasar! ¡Estaba convencía de que estabas muerta, tirada en algún callejón de por ahí! ¡No me vuelvas a hacer esto!
—No lo haré, lo prometo —dijo Brystal—. En realidad, solo ha sido un accidente estúpido. No quería que te preocuparas. Por favor, no le cuentes nada a papá. Si se entera de que he pasado la noche fuera, no me dejará volver a la Casa para los Desamparados.
Brystal sentía tanto pánico que no estaba segura de si su actuación estaba resultando convincente. La mirada de su madre era difícil de descifrar. La señora Evergreen parecía convencida y escéptica a la vez, como si fuera consciente de que su hija no estaba diciendo la verdad pero aun así eligiera creerse sus mentiras.
—Ese voluntariado... —empezó la señora Evergreen—. Sea lo que sea, debes ser más cuidadosa si no quieres perderlo. Tu padre no tendría problema en prohibirte seguir con él si creyera que te está volviendo irresponsable.
—Lo sé —dijo Brystal—. No volverá a ocurrir. Lo prometo.
La señora Evergreen asintió y rebajó la tensión de su mirada.
—Está bien. Puede que solo te vea unos minutos por la mañana, pero me he dado cuenta de que ese voluntariado te está haciendo feliz —dijo—. Eres distinta desde que empezaste. Y es bueno verte tan alegre. No me gustaría que algo cambiara eso.
—Me hace muy feliz, mamá —dijo Brystal—. De hecho, jamás pensé que podría serlo tanto.
A pesar de la felicidad de su hija, algo en el entusiasmo de Brystal hacía que la señora Evergreen se sintiera visiblemente triste.
—Bueno, eso es maravilloso, cariño —dijo con una sonrisa poco convincente—. Me alegra oírlo.
—Pues no pareces muy alegre —le dijo Brystal—. ¿Qué ocurre, mamá? ¿Se supone que no debo ser feliz?
—¿Qué? No, claro que no. Todos merecemos un poco de felicidad de vez en cuando. Todos. Y nada me alegra más que saber que eres feliz, es solo que..., que...
—¿Qué?
La señora Evergreen volvió a esbozarle una sonrisa a su hija, pero esta vez Brystal supo que era auténtica.
—Que echo de menos tenerte cerca, eso es todo —confesó—. Ahora, ve arriba antes de que tu padre o tus hermanos te vean. Yo prepararé los platos mientras tú limpias. Cuando hayas terminado, ven a ayudarme en la cocina. Felices o no, el desayuno no se prepara solo.
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