Arthur Conan Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla.

No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra —es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio—. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.

No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos.

—Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? —me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres—. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.

Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.

—¡Pobre de usted! —dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades—. ¿Y qué proyectos tiene?

—Busco alojamiento —repuse—. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.

—Cosa extraña —comentó mi compañero—, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.

—¿Y quién fue la primera? —pregunté.

—Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.

—¡Demonio! —exclamé—, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.

El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.

—No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.

—¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?

—Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.

—Naturalmente sigue la carrera médica —inquirí.

—No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.

—¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?

—No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.

—Me gustaría conocerle —dije—. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?

—Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio —repuso mi compañero—. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.

—Desde luego —contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.

Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.

—Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él —dijo—, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.

—Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da la sensación, Stamford —añadí mirando fijamente a mi compañero—, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.

—No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.

—Encomiable actitud.

—Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.

—¡Aporrear los cadáveres!

—Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.

Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.

Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.

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