Arthur Conan Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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—Habiendo tenido previamente la precaución de acordar con su compañero un posterior punto de encuentro —observó Holmes.

—En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta mañana me puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado a la puerta del Halliday's Private Hotel, en la calle Little George. Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la lista de huéspedes.

—Sin duda es usted el caballero que estaba esperando —observaron—. Dos días hace que aguarda su visita.

—¿Cuál es su habitación —inquirí.

—La del piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.

—Subiré ahora mismo —dije.

Confiaba que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar quizá una frase comprometedora. El botones se ofreció a conducirme hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al cabo de un estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un ademán de la mano, y se disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi algo que me revolvió el estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de la puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo frontero. Di un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar a mi altura. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la habitación, abierta de par en par, yacía hecho un ovillo y en camisa de dormir el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus miembros. Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de inmediato al individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de señor Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante profunda para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que encontré en la pared, encima del cuerpo del asesinado?

Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de horror, antes incluso de que Sherlock Holmes hablara.

—La palabra «RACHE», escrita con sangre —dijo.

—Así es —repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos durante un rato.

Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo estremecimiento de lo acontecido.

—Nuestro hombre ha sido avistado... —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.

Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.

—¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera conducirnos hasta el asesino? —preguntó.

—En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía firma.

—¿Nada más? —insistió Holmes.

—Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda caja de pomada con dos píldoras dentro.

Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.

—¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! —exclamó jubiloso—. El caso está cerrado.

Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de pasmo.

—Tengo ahora entre las manos —añadió con aplomo mi compañero— los hilos que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta el descubrimiento del segundo cadáver, se me revela casi con la nitidez de lo efectivamente visto. Les haré una demostración de eso que digo. ¿Podría agenciarse las píldoras?

—Las traigo conmigo —repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja blanca—; hice acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama, para ponerlas después a buen recaudo en la comisaría. Están aquí de milagro, ya que no les atribuyo la menor importancia.

—¡Déme esas píldoras! —exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose hacia mí, añadió: —Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?

Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se tornaban casi transparentes vistos al trasluz.

—De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua —observé.

—Exactamente —repuso Holmes—. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto sufrimiento?

Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé sobre un cojín, encima de la alfombra.

—Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes, y sacando su cortaplumas hizo verdad lo que había dicho—. Devolveremos la primera mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se disuelve en el líquido.

—No dudo que todo esto es fascinante —terció Lestrade en el tono herido de quien sospecha estar siendo víctima de una broma—; ¿pero qué demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?

—¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro, que no desdeñará el ofrecimiento.

En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor que antes de la libación.

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