Y de él nunca le escuché a mi madre hablar mal. Con Fayo jugábamos al futbol por las tardes. A veces venían sus hermanos, nuestros otros primos, e íbamos a un campo cercano a patear la pelota. Pero siempre nos divertíamos más con Fayo, aunque era mucho más grande que nosotros, quizá por eso mismo. Dos cosas recuerdo en particular de aquel tiempo en la casa-ferretería: la primera se refiere a una ocasión en que, jugando con la pelota, lancé un tiro que se estrelló en una taza de baño. Mi tiro resultó tan potente que, a pesar de las protecciones de cartón que cubrían los costados de ésta, la derribó y se partió a la mitad de las sentaderas. Esto me causó un pavor terrible e incontrolable, porque de todas las cosas de la ferretería, prácticamente los escusados era lo único que podía romperse y, por lo cual, había que tener más cuidado. No recuerdo qué me dijo mi madre ni creo que me importara mucho. Estaba aterrado no para cuando llegara mi padre, que eso era relativo, es decir, podía ser pronto o hasta el siguiente o los siguientes días, sino para cuando se percatara de lo sucedido. Pero mi padre tuvo la ocurrencia de hacer acto de presencia en ese preciso momento, y quizá fue después de todo lo mejor. Lo curioso es que no recuerdo su expresión o lo que dijo o hizo conmigo: mi padre, que recuerde, sólo me pegó una vez, pero eso bastó para siempre; lo que recuerdo es verme a mí mismo desaprobando mi conducta, moviendo la cabeza de un lado a otro, reprimiéndome y censurándome ante mi padre, diciendo: «Muy mal, muy mal hecho, eres un estúpido, estúpido, estúpido. ¿Pero en qué cabeza cabe jugar a la pelota aquí, donde están las tazas de baño…? Pero qué estúpido…». Quizá esa reflexión, a todas luces con la intención de conmover, a esa corta edad, acerca de mi imprudencia, contribuyó a que mi padre tomara el asunto con relativa calma. No lo sé. En realidad no recuerdo qué pasó después. La segunda cosa que recuerdo en particular de aquel tiempo en la casa-ferretería fue cuando Fayo derribó la cortina de la ferretería con la camioneta de mi padre. Mi padre acostumbraba, en sus súbitas y frecuentes desapariciones, dejar su camioneta enfrente de la ferretería. Mientras jugábamos casi oscureciendo a la pelota con mi hermano, Fayo y otros niños de la colonia en la calle, a un lado de la ferretería, que ya estaba cerrada, nos pareció de pronto que la camioneta de mi padre estorbaba. Todo fue cuestión de segundos: Fayo se introdujo por la puertecilla de la cortina a la ferretería por las llaves de la camioneta y al regresar la montó para moverla. El detalle radicaba en que Fayo no sabía manejar y nunca había tomado la camioneta ni cualquier otro auto. La logró encender, no sé cómo, accionó la palanca de velocidad, tampoco sé cómo logró esto, y metió la velocidad… La camioneta dio un respingo y enseguida se desplazó a toda velocidad en reversa. Fayo giró el volante e hizo que la parte trasera de la camioneta se incrustara estrepitosamente en la cortina; sin embargo, la viga superior de la pared logró amortiguar apenas el impacto y sostener en pie el frente de la construcción. Recuerdo que mi tío Augusto, el padre de Fayo, que tuvo que venir volando, y los vecinos que se dieron cita, improvisaron con tablas una especie de empalizada para sostener la viga de arriba, que estaba a punto de desplomarse, y cubrir de algún modo el hueco que se había formado. La lámina retorcida de la cortina fue extraída en su totalidad de los extremos de las paredes y la parte trasera de la camioneta quedó completamente abollada. Fayo había escapado y creo que durante semanas no lo volvimos a ver. No recuerdo si regresó a trabajar con mi padre en la ferretería. Era de suponer que no. Ahora creo que de no haber sido por ese violento giro que hizo, de manera consciente o inconsciente, la camioneta hubiera causado otra desgracia, o una verdadera desgracia que lamentar. Por otra parte, y como de costumbre, mi padre no se enteró de lo ocurrido hasta días después, cuando la situación estaba ya en cierta forma controlada. Entonces como que de la casa-ferretería recuerdo más bien cosas relativas a estropicios y destrozos. Pero quizá en realidad esto no fuera más que un reflejo de nuestra vida interior y familiar, tan colmada de estropicios y destrozos, y de la cual se derivó la ruptura conyugal, si es que existía vida conyugal, entre mi padre y mi madre, lo que originó que nos trasladáramos mi madre y mis hermanos a la casa-
galera propiedad del abuelo, a un pueblo cercano a la capital, de donde habíamos salido sin siquiera decir agua va.
Recuerdo el día en que llegamos al pueblo en la camioneta del abuelo, no la vieja camioneta Chévrolet, sino una camioneta un poco más pequeña y de modelo más reciente, una Dodge blanca, repleta su batea con nuestras cosas. Mi tío Federico, hermano de mi madre, había ido por nosotros. Recuerdo que lo que más me sorprendió fue la cantidad de niños que se amontonaban alrededor de la camioneta. Había niños de todos los tamaños y de distintas edades por todas partes. Mientras mi madre y mis hermanos bajaban cosas pequeñas y mi tío, con ayuda de otros hombres, introducían las camas y los muebles más grandes y pesados a la casa- galera , yo observaba con cierto recelo a los niños que se lanzaban sugerentes miradas entre ellos y me parecía que sonreían con malicia. Había un niño regordete y con los pelos parados trepado en el borde de una barda de una casa vecina que no dejaba de sonreír pícaramente. Alguien, una mujer, le gritó: «¡Pillo, baja de inmediato de allí!». Y el chiquillo se escurrió por la barda dando un salto temerario hacia el lado de la calle, y echó a correr como endemoniado metiéndose en un acceso que se hallaba justo a un lado de la casa- galera . Yo no tenía la menor idea de que iríamos a vivir al pueblo en el que vivían los abuelos, ni mucho menos que viviríamos en una casa- galera , que hasta entonces desconocía, incluido el zaguán en donde el abuelo guardaba su vieja camioneta Chévrolet y otros cachivaches que tanto me atrajeron. Conocía, desde luego, la casa de los abuelos, en la que solía quedarme una temporada, sobre todo en vacaciones o en uno que otro fin de semana. Esto me resulta aún un misterio: yo no recuerdo si mi madre me dejaba con mis abuelos por su cuenta o si era yo el que pedía, por decisión propia, quedarme con ellos. Sea como fuera, guardo gratos recuerdos de aquellas veces en que, aún viviendo en la ciudad, permanecía una temporada en casa de los abuelos. Sobre todo, me gustaba compartir el cuarto con Diana, la muchacha que era nuestro familiar de lejos y que ayudaba a la abuela en las labores de casa. Recuerdo que se rumoraba, mi madre también lo creía, que Diana estaba enamorada de mi tío Federico. Diana no era una mujer lo que se dice agraciada, era más bien flaca y dientona y tenía un gran diente de oro, que resaltaba cada vez que reía o sonreía, además de ser chismosa y de acostumbrar llorar cada vez que mi tío Federico la trataba o le hablaba mal. No recuerdo que fuera particularmente amable o cariñosa conmigo. Pero me gustaba compartir la habitación con ella. Por las noches, dormíamos en una pequeña cuarto, de una serie de cuartos conectados entre sí, que se hallaba a un costado de la casa principal, donde vivían los abuelos. La habitación y la casa de los abuelos estaban separadas por un pequeño patio-zaguán en el que el abuelo guardaba sus camionetas; de manera ocasional dejaba estacionada allí su vieja camioneta Chévrolet, junto con la Dodge blanca. Este patio tenía un techo de concreto, como toda la casa principal, de modo que era algo oscuro: el zaguán de la casa- galera en donde llegamos a vivir posteriormente también estaba techado, pero su techo era de teja, al igual que el techo de la casa-
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