Liev N. Tolstói - Ana Karenina

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Ana Karénina, novela del escritor ruso León Tolstói publicada en 1877.
La novela es considerada una las oras maestras del Realismo. El personaje de Ana Karénina esta inspirado de Aleksandr Pushkin.
Muchos críticos calificaron la obra como un «romance de alta sociedad», Fiódor Dostoyevski declaró que era una «obra de arte». Vladímir Nabókov secundó esta opinión, admirando sobre todo la «magia del estilo de Tolstói» y la figura del tren, que se introduce ya en los primeros capítulos (los niños jugando con un tren de juguete), desarrollada en capítulos siguientes (la pesadilla de Anna) hasta llegar al majestuoso final.

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El no lo recordaba ya, pero la francesa llevaba diez años riendo de aquello.

–Vaya, vaya a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty lo hace muy bien ahora?

Cuando Levin se acercó a Kitty de nuevo, la severidad había desaparecido del semblante de la joven; sus ojos le miraban, como antes, francos y llenos de suavidad, pero a él le pareció que en la serenidad de su mirada había algo de fingido y se entristeció.

Kitty, tras hablar de su anciana institutriz y de sus rarezas, preguntó a Levin qué era de su vida.

–¿No se aburre usted viviendo en el pueblo durante el invierno? –le preguntó.

–No, no me aburro. Como siempre estoy ocupado… –dijo él, consciente de que Kitty le arrastraba a la esfera de aquel tono tranquilo que había resuelto mantener y de la cual, como había sucedido a principios de invierno, no podía ya escapar.

–¿Viene para mucho tiempo? –preguntó Kitty.

–No sé –repuso Levin, casi sin darse cuenta.

Pensó que si se dejaba ganar por aquel tono de tranquila amistad, se marcharía otra vez sin haber resuelto nada; y decidió rebelarse.

–¿Cómo no lo sabe?

–No, no sé… Depende de usted.

Y en el acto se sintió aterrado de sus palabras.

Pero ella no las oyó o no quiso oírlas. Como si tropezara, dio dos o tres leves talonazos y se alejó de él rápidamente. Se acercó a la institutriz, le dijo algunas palabras y se dirigió a la caseta para quitarse los patines.

«¡Oh, Dios, ayúdame, ilumíname! ¿Qué he hecho?», se decía Levin, orando mentalmente. Pero, como sintiera a la vez una viva necesidad de moverse, se lanzó en una carrera veloz sobre el hielo, trazando con furor amplios círculos.

En aquel momento, uno de los mejores patinadores que había allí salió del café con un cigarrillo en los labios, descendió a saltos las escaleras con los patines puestos, creando un gran estrépito y, sin ni siquiera variar la descuidada postura de los brazos, tocó el hielo y se deslizó sobre él.

–¡Ah, un nuevo truco! –exclamó Levin.

Y corrió hacia la escalera para realizarlo.

–¡Va usted a matarse! –le gritó Nicolás Scherbazky–. ¡Hay que tener mucha práctica para hacer eso!

Levin subió hasta el último peldaño y, una vez allí, se lanzó hacia abajo con todo el impulso, procurando mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando ligeramente el hielo con la mano hizo un esfuerzo rápido y violento, se levantó y, riendo, continuó su carrera.

«¡Qué muchacho tan simpático!», pensaba Kitty, que salía de la caseta con mademoiselle Linon, mientras seguía a Levin con mirada dulce y acariciante, como si contemplase a un hermano querido. «¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que no esté bien? A eso llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien quiero, pero a su lado estoy contenta. ¡Es tan simpático! Pero ¿por qué me diría lo que me dijo?»

Viendo que Kitty iba a reunirse con su madre en la escalera, Levin, con el rostro encendido por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó pensativo. Luego se quitó los patines y logró alcanzar a madre a hija cerca de la puerta del parque.

–Me alegro mucho de verle –dijo la Princesa–. Recibimos los jueves, como siempre.

–¿Entonces, hoy?

–Nos satisfará su visita –repuso la Princesa, secamente.

Su frialdad disgustó a Kitty de tal modo que no pudo contener el deseo de suavizar la sequedad de su madre y, volviendo la cabeza, dijo sonriendo:

–Hasta luego.

En aquel momento, Esteban Arkadievich, con el sombrero ladeado, brillantes los ojos, con aire triunfador, entraba en el jardín. Al acercarse, sin embargo, a su suegra adoptó un aire contrito, contestándole con voz doliente cuando le preguntó por la salud de Dolly.

Tras hablar con ella en voz baja y humildemente, Oblonsky se enderezó, sacando el pecho y cogió el brazo de Levin.

–¿Qué? ¿Vamos? –preguntó–. Me he acordado mucho de ti y estoy satisfechísimo de que hayas venido –dijo, mirándole significativamente a los ojos.

–Vamos –contestó Levin, en cuyos oídos sonaban aún dulcemente el eco de aquellas palabras: «Hasta luego», y de cuya mente no se apartaba la sonrisa con que Kitty las quiso acompañar.

–¿Al «Inglaterra» o al «Ermitage» ?

–Me da lo mismo.

–Entonces vamos al «Inglaterra» ––dijo Esteban Arkadievich decidiéndose por este restaurante, porque debía en él más dinero que en el otro y consideraba que no estaba bien dejar de frecuentarlo.

–¿Tienes algún coche alquilado? –añadió–. ¿Sí? Magnífico… Yo había despedido el mío…

Hicieron el camino en silencio. Levin pensaba en lo que podía significar aquel cambio de expresión en el rostro de Kitty, y ya se sentía animado en sus esperanzas, ya se sentía hundido en la desesperación, y considerando que sus ilusiones eran insensatas. No obstante, tenía la sensación de ser otro hombre, de no parecerse en nada a aquel a quien ella había sonreído y a quien había dicho: «Hasta luego».

Esteban Arkadievich, entre tanto, iba componiendo el menú por el camino.

–¿Te gusta el rodaballo? –preguntó a Levin, cuando llegaban.

–¿Qué?

–El rodaballo.

–¡Oh! Sí, sí, me gusta con locura.

Capítulo 10

Levin, al entrar en el restaurante con su amigo, no dejó de observar en él una expresión particular, una especie de alegría radiante y contenida que se manifestaba en el rostro y en toda la figura de Esteban Arkadievich.

Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con las servilletas bajo el brazo, le rodearon, pegándose materialmente a sus faldones.

Saludando alegremente a derecha a izquierda a los conocidos, que aquí como en todas partes le acogían alegremente, Esteban Arkadievich se dirigió al mostrador y tomó un vasito de vodka acompañándolo con un pescado en conserva, y dijo a la cajera francesa, toda cintas y puntillas, algunas frases que la hicieron reír a carcajadas. En cuanto a Levin, la vista de aquella francesa, que parecía hecha toda ella de cabellos postizos y de poudre de riz y vinaigres de toilette, le producía náuseas. Se alejó de allí como pudiera hacerlo de un estercolero. Su alma estaba llena del recuerdo de Kitty y en sus ojos brillaba una sonrisa de triunfo y de felicidad.

–Por aquí, Excelencia, tenga la bondad. Aquí no importunará nadie a Su Excelencia –decía el camarero tártaro que con más ahínco seguía a Oblonsky y que era un hombre grueso, viejo ya, con los faldones del frac flotantes bajo la ancha cintura–. Haga el favor, Excelencia –decía asimismo a Levin, honrándolo también como invitado de Esteban Arkadievich.

Colocó rápidamente un mantel limpio sobre la mesa redonda, ya cubierta con otro y colocada bajo una lámpara de bronce. Luego acercó dos sillas tapizadas y se paró ante Oblonsky con la servilleta y la carta en la mano, aguardando órdenes.

–Si Su Excelencia desea el reservado, podrá disponer de él dentro de poco. Ahora lo ocupa el príncipe Galitzin con una dama… Hemos recibido ostras francesas.

–¡Caramba, ostras!

Esteban Arkadievich reflexionó.

–¿Cambiamos el plan, Levin? –preguntó, poniendo el dedo sobre la carta.

Y su rostro expresaba verdadera perplejidad.

–¿Sabes si son buenas las ostras? –interrogó.

–De Flensburg, Excelencia. De Ostende no tenemos hoy.

–Pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿son frescas?

–Las hemos recibido ayer.

–¿Entonces empezamos por las ostras y cambiamos el plan?

–Me es indiferente. A mí lo que más me gustaría sería el schi y la kacha , pero aquí no deben de tener de eso.

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