Y una cuerda de violín sirve con devoción al bien o al mal que habite la mano que la emplee: igual que los seres humanos, suena como suena la vida cuando se estremece en compañía, en el lecho conveniente, realizando un saber que algunos poseen parte a parte, pero cuya conjunción superior nace del quizás azaroso concurso de ciertos elementos de naturaleza divina; e igual que los seres humanos, separada de esa obra perfecta, sin abrazo, sin encaje, sin la amorosa inteligencia que deriva en el goce común, es instrumento para el dolor, la locura y la muerte.
De todo lo cual, decía Stèfano Bardelli, deduzco que de un objeto así tiene que haberse valido Sanofevich en su momento.
El momento de su fuga, en enero, que en aquellos parajes diabólicos es el mes menos cruel. Enero de 1925 o de 1926, a juzgar por la fecha probable de su llegada a Rosario, estimada a partir del dinero que, se sabe, produjo Hannah Goldwasser antes de poner fin a su penosa existencia.
3. Pájaros, mujeres, comida
Pero no puedes llevar la prueba más allá de un cierto punto.
Deja que el frío se fije en tu mano en un grado extremo
y tus dedos se descompondrán hasta su raíz […]
La determinación verdadera del mal consiste en
esta imposibilidad de remedio.
John Ruskin, Sésamo y azucenas
Mica ci vuole forza per tirare il grilletto, ci vogliono i coglioni.
Jimmy Fratianno, mafioso
Uno de los guardias del penal que, por razones poco claras, había salido de los límites del presidio, apareció muerto, degollado con un objeto de características imposibles de precisar, completamente desnudo y, naturalmente, desarmado, a un par de leguas del edificio, el mismo día en que Sanofevich se esfumó para siempre.
Stèfano Bardelli no me habló de esto sino hasta pasados muchos años, a finales de los cuarenta, cuando la otrora poderosa Migdal, la sociedad de los rufianes, se había disuelto en el silencio, que no debe jamás confundirse con el olvido por mucho que el primero parezca la prueba del segundo, y cuando la mafia, de cuya aventura habíamos conocido, y mal, apenas si una parte menor, ya había pactado su larga supervivencia con los gobiernos de las mayores potencias. No parece probable que en la conferencia de Yalta se haya mencionado a la mafia, llamándola por su nombre y justipreciando el sentido y el efecto de cada una de sus acciones. El minucioso Winston Churchill no se hubiese negado a hacerlo, habida cuenta del definitivo secreto de muchas de las cosas que allí se trataron, pero las referencias de detalle no condecían con el carácter de Stalin, rústico, desmedido, abarcador y amante de la ocultación —cuyos criterios de reparto de zonas de influencia, un tanto toscos a los ojos de sus colegas, excluían el debate casuístico—, ni hubiesen dejado en el mejor lugar ante la historia al presidente Roosevelt, fino negociador de los acuerdos más importantes alcanzados con la Honorable Sociedad. O, para ser más exactos, con una parte de ella, la más poderosa, la más lúcida en términos políticos. Sin embargo, lo cierto es que el mapa del mundo nacido en aquella reunión era, en medida no despreciable, fruto de la acción del maldito clan siciliano, bien arraigado en América: el Partido Comunista no había tomado ni tomaría nunca el poder en Italia, el fascismo sería suavemente sucedido por la democracia cristiana y Roma, faro de Occidente y sede de la Iglesia, permanecería en su lugar por toda la eternidad, y esto sería así porque a Stalin no le interesaba un país tan remoto, como no le había interesado España, y porque el general Patton no había entrado solo en Sicilia: le habían recibido, acompañado y guiado los mafiosos, enemigos jurados del Duce.
Y una parte de la guerra de Patton se había librado en la Argentina, en las ciudades de Buenos Aires y de Rosario, explicaba Stèfano Bardelli. En la época de la humillación de la Migdal, del paso a la notoriedad de Giovanni Galiffi, el capo, el don, don Chicho y, poco después, de un tipo cuyo nombre verdadero nadie conoció jamás pero que, por derivación y por ostensible competencia, todos dieron en llamar Chicho Chico.
E insistía Bardelli en Sanofevich y en Hannah Goldwasser, porque veía en ellos el retrato acabado de su tiempo.
El guardia degollado tenía dos o tres cosas esenciales para el que pretendiera fugarse: algo de abrigo, un arma, un impermeable. A Sanofevich debe de haberle bastado con un tirón de la cuerda de violín para cercenarle el cuello. Después, ha de haberle desnudado, poniéndose todas las prendas que le sirvieran, porque no es probable que el muerto fuese tan grande como él, y recogiendo el resto en un hatillo, para emplearlas para protegerse aún más cuando pudiera permitirse descansar, lo que sólo ocurriría al cabo de una larga jornada. En el mapa que decoraba la comandancia del penal, visto en el momento de su ingreso, Sanofevich había aprendido lo necesario para imaginar su ruta.
Tenía que subir hacia el norte, atravesando la Isla Grande de Tierra del Fuego, cruzar como pudiera el Estrecho de Magallanes, que en ciertos puntos parecía realmente angosto, y seguir y seguir hasta alcanzar, si no Buenos Aires, algún lugar en el que adquirir el aspecto humano que ya había empezado a perder en los días del proceso y que habría perdido por completo al finalizar su fuga, si conseguía hacerlo.
El oficialmente llamado Presidio Nacional, que la mayoría conocía como penal de la muerte o como infierno del sur, no era una cárcel a lo Montecristo, ni una cantera de horrores como la que conoció Jean Valjean, sino una prisión moderna, un panóptico benthamiano, construido al comenzar el siglo: un edificio central con cinco pabellones en forma de martillo que convergen en él. Cada pabellón tiene dos plantas con setenta y seis celdas individuales y un techo de chapa acanalada. En la parte exterior, en la zona extendida del martillo, estaban y siguen estando, ya que, si bien no se emplea desde 1947 el penal continúa allí, las instalaciones mínimas: duchas, baños, algo que denominaban enfermerías. El total de celdas es, si uno se pone a multiplicar, de trescientas ochenta, pero en ciertos momentos llegó a haber seiscientos presos. La estrella de cemento estaba rodeada por una cerca de alambre tejido de dos metros de altura. Desde la parte más alta del conjunto, en el recinto central, se ve la ciudad de Ushuaia. Y desde la ciudad se ve la cárcel. La fuga debía, pues, hacerse de noche.
Había que alcanzar de noche el pie de los montes Martial y comenzar su travesía, perderse en la nieve antes de que amaneciera.
Si hoy se mira el lugar, la escapada parece imposible. Pero hubo quien salió de él, cualquiera haya sido su destino ulterior y, según la historia recordada por Stèfano Bardelli, Sanofevich lo consiguió.
Ha de haber echado a andar, pues, sin hacer cálculos que necesariamente fallarían y que, por acertados que hubiesen podido resultar, no hubiesen mejorado su situación. Los kilómetros de la Isla Grande, unos cuatrocientos, podían llevarle días, semanas o meses, y días, o semanas, o meses, podían llevarle los que tuviera que recorrer por el continente, unos dos mil quinientos hasta Buenos Aires, unos tres mil hasta Rosario. Porque él no pensaba atravesar la zona argentina de la Isla Grande y pasar la frontera para encontrarse en Chile en pocos días, que era lo que la lógica más elemental reclamaba a poco que se mirara el mapa, sino regresar, regresar al mundo de Novak, al mundo de los traficantes.
La primera etapa era la más difícil y, de creer en la leyenda, nadie había salido de ella con vida. Claro que, pensaba Sanofevich, si alguien se hubiera salvado, ¿quién lo sabría? ¿Acaso quien huye con éxito de una cárcel va por ahí contándolo? ¿Acaso él había hablado alguna vez de Siberia?
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