Monica Drake - La locura de amar la vida

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Monica Drake exhibe en La locura de amar la vida la cara más vulnerable y humana de varios personajes a lo largo de décadas, a menudo huyendo o tratando de encontrar su sitio en un mundo demasiado grande y hostil. A lo largo de ese tiempo, de esas páginas, la vida revela su esencia como algo simultáneamente comprimido y expansivo; en un reflejo de lo que implica haber vivido tanto, y asistir al paso de esos años en un abrir y cerrar de ojos. Todo ello, con una pátina de humor áspero, ácido y preciso, que arranca sonrisas cómplices o carcajadas según el momento, observaciones agudas, personajes imperfectos pero fuertes y los escenarios oscuros de Van Sant-ish, en Portland.

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Agarré la mano de Colin, dirigiendo el haz de luz de vuelta a lo que había llamado mi atención.

Había una silla de madera de tamaño infantil, girada a medias contra la pared en una esquina oscura. Era una silla roja, con flores pintadas. En la silla había dos sándwiches de queso fundido quemados y una colección de bandas elásticas anchas de color azul.

Lu se retorció en mis brazos, tratando de bajarse.

—Dios mío —dije. Agarré a Lu con más fuerza, alejándola, pero ¿de qué?, ¿de las sobras?

—Basura del último propietario —dijo Colin. Dejó caer el haz de luz al suelo de tierra.

—¡Alumbra el queso fundido! ¡Míralo! —le urgí.

Pero él agitó la luz por la pared.

—¿Qué estamos buscando, el rostro de la Virgen María?

—Esa es nuestra cena quemada, recién salida de la basura. La he tirado ya dos veces.

Tuve que agarrar la mano de Colin para conseguir que alumbrara la comida quemada, como si fuesen sospechosos en una rueda de reconocimiento.

—Puede que tengamos un problema de moho negro. Y tú necesitas dormir.

—Yo preparo nuestras comidas. Absolutamente todas —susurré.

—¿Ahora nos vamos a poner altivos? —me dijo. Estaba cansado.

—No. Pero reconozco esos sándwiches.

Este era mi idioma. La casa me estaba hablando. Me hablaba sobre mis propios errores: no se desvanecen. La basura se tira, pero reaparece en pequeños pedazos, como el reflujo de sangre, la ráfaga que causa un soplo en el corazón. ¿Por qué esta basura en particular? Porque este era mi error, una noche en la que fui descuidada. Fue la noche que Nessie había estado afuera sola.

—De la noche que quemé la cena —dije. ¿Quién estaba haciendo esto?—. Tú eres científico. Eso es una prueba material, justo ahí.

—No es una prueba —dijo Colin, y añadió—: Deberíamos pedirte cita, mañana temprano...

—¿Con quién? —exploté—. ¿Con qué tipo de doctor? ¿Quién habla sobre queso fundido? Esto es entre nosotros, esto es un matrimonio. Cosas de familia.

—Un terapeuta —me dijo con una especie de calma forzada. Sabía lo que estaba pensando. Él sería el razonable esta vez.

—Esto no es sobre mí —le dije—. Ni sobre ganar. Esto es sobre las niñas.

Yo quería hacer lo correcto, lo mejor. Este era su mundo de ensueño, su futura pesadilla.

—Quiero que sean felices...

—Son felices —me dijo.

—... y que estén seguras —añadí.

—No podríamos estar más seguros —me respondió.

—Eso no me tranquiliza.

Se dirigió a las escaleras, llevándose la linterna consigo, dejándome en la humedad y la oscuridad, a no ser que fuera detrás de él.

Llevé a Lu arriba, a la cama. Me sentía nerviosa y cansada, pero asustada de caer dormida, tenía que pensar. Ya no quería vivir allí, en nuestro paraíso, sola. La casa me inquietaba, pero ¿con comida vieja y quemada? Parecía una minucia y algo grave al mismo tiempo. Un sándwich de queso fundido era pequeño, ordinario, una trivialidad, pero a la vez era completamente material, muy real y, entonces, ¿cómo habían llegado esos sándwiches a la bodega?

En su habitación, Lu empezó a decir de nuevo:

—¡Tata!

—No, eres demasiado mayor. La tata es para bebés —le dije.

—¡La necesito! —exclamó. ¿De dónde venía esto? Debería de haberse olvidado ya—. ¡No puedo esperar!

Una nueva frase. Cuando la volvió a decir le pregunté:

—¿Para qué?

—Quiero volver a ser pequeña —me dijo. Excepto que «pequeña» sonó más como «begueña».

¡Quiero volver a ser begueña!

Una frase completa. Esa era mi hija, precoz y locuaz, todo lo que una madre podría desear. ¿Era mi trabajo decirle que nunca volvería a ser begueña?

—Begueña en la antigua casa —me dijo, llorando, y se abalanzó contra mí.

—Era una buena casa, pero no vamos a volver —le dije.

No íbamos a volver a los alquileres, y no íbamos a volvernos jóvenes, ella no volvería a ser pequeña de nuevo. La vida se mueve en una dirección. La llevé a nuestra cama, donde Colin no quiso acostarse, y me acosté a su lado hasta que sus sollozos dieron paso a sus sueños de niña.

Una noche salí por la puerta frontal hacia el jardín, en la oscuridad. La luna era de un color blanco frío. Los árboles crujían y se reían. Una brisa se deslizó por mis piernas, bajo el camisón corto que llevaba. Qué mundo tan sensual. Por aquel entonces pensaba que era mayor. Pensaba que era una adulta. No sabía que todos mis grandes errores estaban ante mí, aún por llegar.

Siempre la última en pie cada noche, me levantaba de nuevo y recorría la casa. La mayoría de las noches me encontraba a mí misma en la planta baja, encaramada en el brazo del sillón, observando a Colin respirar. Desde ahí podía ver su mejilla atrapada contra el cuero desgastado de nuestros muebles de segunda mano, hasta que su piel se arrugaba como un acabado de cuero propio.

Había días en que intentaba hablar con él sobre vender la propiedad. No estábamos cómodos allí. Nadie dormía bien.

—¿Así que nos mudaríamos a una caja clausurada en las afueras, con todo liberando radón?

Yo no quería eso tampoco.

—A esta casa le ocurre algo malo. Antes no solíamos discutir. Creo que está embrujada —me atreví a decir en voz alta.

—Está embrujada por ti, siempre despierta, siempre preocupada. Vete a la cama —me instó.

¡Pero yo intentaba dormir! Siempre.

Más tarde, cuando se durmió, se puso la almohada encima, cubriéndose la mitad de la cara para bloquear nuestro pequeño mundo. Presioné la suave extensión de la almohada con la palma de la mano... Podía ver las letras rojas del sótano en mi imaginación. Aparté la mano, tratando de no M-Á-T-A-L a ese amargo anciano que se había apoderado de la delgada complexión de Colin.

Me bebí los restos de su copa de whisky nocturna.

Nessie estaba en la planta de arriba, rodeada de su ramo de pretendientes inflados, los globos flotantes. Traía uno nuevo a casa cada día. Por lo que yo sabía, estaba lista para fugarse con un vendedor de coches.

El whisky ayudaba. Después de eso, empecé a servirme una copa cada noche. Bebía vino como si fuera medicina a medianoche, o una copa por la mañana, o cuatro por la mañana, para intentar dormir, o al menos para relajarme un poco mientras estaba despierta. Me paseaba por los pasillos con Lu en un brazo y una copa de vino en la otra mano, y cantaba con la radio que nunca pude encontrar. Aquellas noches eran terribles, pero se hicieron tan familiares que, volviendo la vista atrás, incluso diría que eran bonitas. Ahora me sacaría los ojos con mis propias manos si eso me devolviera cualquiera de aquellas noches, con niños pequeños y necesitados, llenos de tierra, y mi marido enojado y mi casa con moho rodeada de peras caídas y podridas, y manzanas nuevas en aquellas noches cálidas en las que el verano se transformaba lentamente en otoño.

Una tarde, unos niños vecinos se abrieron camino entre los arbustos. Habían aprendido el nombre de Vanessa y la invitaron a jugar, chillando ¡Ness-ssie! Eran niños callejeros, y no siempre el mismo grupo. ¿De dónde venían? Jugaban en el jardín, armando ese tipo de jaleo lleno de empujones y zarandeos, todo inocencia por ahora. Confiaban los unos en los otros lo suficiente como para jugar a la gallinita ciega, con calcetines altos envueltos alrededor de sus ojos.

—Lleva a tu hermana —le decía, pero su hermana Lu era demasiado pequeña. Cuando Nessie salía corriendo sin ella, la dejaba irse. Era mi culpa que hubiera tanta diferencia de edad entre ellas. Deseaba haberlas tenido con menos años de distancia; pero, si las hubiera tenido en diferentes años, ¿serían unas niñas distintas?

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