Antón Chéjov - Un drama de caza

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Después de publicar una inmensa cantidad de cuentos, Chejóv se decidió a escribir una novela, pero no una tradicional sino una de género policial, tal vez la primera en Rusia. La tituló Un drama de caza y fue publicada por entregas en un periódico de ínfima categoría El periódico donde publicó su novela desapareció poco después de haber impreso la última entrega. Chejóv, al parece, no guardó ninguna copia En 1919, quince años después de su muerte, un estudioso de Chejóv tuvo acceso a la sección de censura de un organismo policiaco y allí encontró todos los capítulos de la novela. EN forma de libro apareció en 1923, en la tercera edición de sus Obras completas. Para sus lectores fue, por varias razones, una sorpresa […

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Fui el primero en romper el silencio.

—Me permito presentarme —le dije acercándome—. Me llamo Zinoviev. Permítame también que le presente a mi amigo, el conde Karnieiev. Le rogamos nos disculpe por habernos metido en su hermosa casa sin ser invitados. No lo hubiésemos hecho de no habernos obligado la tormenta...

—Nuestra casa no va a derrumbarse porque estén aquí —contestó, tendiéndome la mano.

Mostró su dentadura espléndida. Me senté en una silla a su lado, y le conté cómo la tormenta había interrumpido nuestra marcha. La conversación se inició con el tema del tiempo —el comienzo de los comienzos—. Mientras hablábamos, Mitka tuvo tiempo de ofrecer al conde dos vasos más de vodka, y mi amigo, creyendo que yo no lo miraba, hizo después de cada trago su mueca favorita.

—¿Quiere usted tomar algo? —me preguntó, y desapareció antes de que yo hubiese respondido.

Las primeras gotas de lluvia azotaron las ventanas. Me acerqué a la ventana y sólo pude ver el agua que resbalaba por el cristal y el reflejo de mi nariz. Un relámpago iluminó los pinos más cercanos.

—¿Están cerradas todas las puertas? Mitka, bandido, cierra las puertas. ¡Ay, Señor, qué desastre!

Una campesina de vientre enorme y cara estúpida entró en la sala. Saludó al conde en voz baja y extendió sobre la mesa un mantel blanco. Detrás de ella, Mitka llevaba algunos platos. En un minuto hubo en la mesa vodka, ron, queso y trozos de algún ave asada. El conde bebió un vaso de vodka sin poner atención en la comida.

El polaco olfateó el ave con cierta desconfianza y luego comenzó a devorarla.

—La lluvia ha comenzado, ¡mire! —le dijo a Olenka, que había vuelto a entrar.

Se acercó a la ventana y en ese preciso instante un resplandor azul iluminó nuestras caras. Un trueno retumbó estruendosamente y tuve la impresión de que algo enorme y pesado se había desprendido del cielo y rodaba por la tierra. Las lunas de los cristales y los vasos temblaron con ruido cristalino.

—¿No le asustan las tormentas? —le pregunté a Olenka.

Ladeó la cabeza sobre un hombro y me miró con aire de infantil confianza.

—Tengo miedo —murmuró, después de reflexionar durante un momento—. Mi madre murió durante una tormenta... Los periódicos escribieron sobre ella. Iba corriendo en medio del campo y lloraba; era muy desgraciada; su vida había sido muy amarga. Dios tuvo compasión de ella y la mató con su celestial electricidad.

—¿Cómo sabe usted que hay electricidad allá?

—Lo he aprendido... ¿Usted no lo sabe? La gente que muere por una tormenta o en la guerra, y las mujeres que fallecen al dar a luz, van todos al paraíso. Aunque no esté escrito en los libros, es la verdad. Mi madre está ahora en el paraíso. También yo pienso que un rayo me va a matar un día y que iré al paraíso... ¿Es usted un hombre culto?

—Sí.

—Entonces no se ría... Esta es la manera como me gustaría morir: vestirme con un traje elegante y costoso, como uno que le vi el otro día a la propietaria Sheffer, que es muy rica; ponerme pulseras en los brazos, subir hasta la cúspide de la tumba de piedra y dejar que me mate un rayo..., de modo que toda la gente pueda verme. Un enorme trueno, y nada más.

—¡Qué fantasía tan extraña! —dije sonriendo y mirando los ojos de la muchacha, llenos de horror sagrado ante la idea de una muerte violenta—. ¿Así que usted no quiere morir vestida de manera ordinaria?

—No —dijo Olenka con obstinación—. Además, me gustaría que todo el mundo me viera.

—Su vestido de hoy es mucho mejor que el más elegante y costoso de los vestidos. Y le queda maravillosamente. Parece usted una flor roja del bosque.

—No, no es verdad, un vestido barato no puede ser hermoso.

El conde se aproximó a la ventana con el propósito evidente de conversar con la bella Olenka. Mi amigo sabe hablar tres idiomas europeos, pero nunca sabe qué decirle a las mujeres. Torpemente, de pie cerca de nosotros, esbozó una sonrisa idiota y mugió:

—Hola, ¿qué tal? —luego retrocedió unos pasos y se fue a buscar la botella de vodka.

—Usted cantaba cuando entró algo así como “Amo la tormenta de comienzos de mayo” —le dije a Olenka—. ¿Hay música que acompañe a esas palabras?

—No —respondió con vivacidad—. Yo invento música para todos los versos que conozco.

Volví la cabeza y descubrí que Urbenin nos observaba con fijeza. En sus ojos latía un odio y un resentimiento que contrastaba curiosamente con la placidez de su rostro.

“¿Estará celoso?”, me pregunté.

Al verse sorprendido se levantó y salió al vestíbulo con gran agitación. Los truenos eran cada vez más frecuentes y profundos. Los relámpagos blanqueaban el cielo, los pinos y la tierra mojada. El chubasco iba para largo. Frente al armario de los libros eché un vistazo a la biblioteca de Olenka. “Dime lo que lees...” Pero de lo que vi no logré obtener ninguna conclusión sobre el nivel mental de la muchacha o su grado de educación. Había una extraña mezcla en esos anaqueles. Tres antologías, un libro de Börne, el manual de aritmética de Evtuchevski, el segundo volumen de las obras completas de Lermontov, novelas de Chkliarevski, varios ejemplares de la revista Trabajo , un libro de cocina... De pronto se abrió la puerta y una nueva persona entró en la sala, lo que me distrajo en mis investigaciones sobre la cultura de Olenka. Era un hombre alto y musculoso, con una bata de algodón y pantuflas hechas jirones; la forma del bigote y las pantuflas le daban un aire de pájaro. La cabeza pequeña se balanceaba en el extremo de un cuello largo en el que destacaba la nuez. Aquel extraño personaje nos examinó con sus ojos verdes y turbios y luego los fijó penetrantemente en el conde.

—¿Están todas las puertas cerradas? —preguntó con voz casi implorante.

El conde me lanzó una mirada y subió los hombros.

—Papá, no te preocupes —dijo Olenka—. Vuelve a tu habitación, todo está cerrado.

—¿El cobertizo está cerrado?

—Es un poco extraño —murmuró Urbenin, volviendo del vestíbulo—. Le asustan los ladrones y vive preocupado por cerrar las puertas. ¡Nikolai Efimich, vuelva a su dormitorio a acostarse! No tenga miedo, todo está cerrado.

—¿Las ventanas también?

El hombre revisó todas las ventanas, verificó que las cerraduras estuviesen en orden, y sin mirarnos, desapareció en su cuarto.

—El pobre hombre tiene a veces estos desarreglos —comenzó a explicar Urbenin, tan pronto como el otro salió de la habitación—. Es un hombre bueno, inteligente. Para su familia es una desgracia. Casi todos los veranos anda con la razón un poco extraviada.

Olenka escondió la cara y se dedicó a arreglar los libros. Era evidente que la locura del padre la avergonzaba.

—El coche ha llegado, Excelencia. Puede volver a su casa cuando lo desee.

—¿De dónde ha salido ese coche? —pregunté.

—Lo mandé venir...

Momentos después, sentado al lado del conde en el coche, escuchaba con malhumor la embestida de la tormenta.

—¡Ese tal Piotr Iegorich nos ha hecho salir tranquilamente de la casa! —mascullé—. ¡Que el diablo se lo lleve! No nos dejó casi tiempo de conocer a Olenka. Por supuesto que no íbamos a comérnosla. Ardía de celos. No me cabe duda que está enamorado de ella.

—Sí, sí, sí... También yo lo he observado. Por celos no nos dejaba entrar a la casa y por celos, también, mandó a buscar el coche... ¡Ja, ja, ja!

—Mientras más tarda en llegar el amor, más ardores produce. Por otra parte, hermano, es difícil no enamorarse de esa muchacha si la ve uno todos los días. ¡Es extraordinariamente hermosa! Pero no está hecha para ese tipo repugnante. Y él debería comprenderlo. Está bien que la adore de lejos, pero que no impida que los demás la admiren. Sobre todo, debe saber que no es para él. ¡Qué viejo imbécil!

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