—¿Te acuerdas cómo se enfureció cuando Kuzma la mencionó? Parecía que iba a golpearnos. No se defiende así a una mujer cuando le es a uno indiferente —añadió el conde.
—Algunos hombres lo hacen... Pero no es eso lo importante. Si hoy gritaba de ese modo, ¿qué no hará con los pobres tipos que tiene bajo su mando? Estoy seguro de que los sirvientes, mayordomos, cazadores y el resto de la grey que preside, no pueden ni siquiera acercarse a ella. El amor y los celos nos vuelven injustos, duros de corazón, misántropos. Apuesto a que a causa de Olenka debe haberle hecho imposible la vida a más de uno de los tipos que están bajo su mando. Sería bueno que tomaras con mucha reserva todas las quejas que haga contra tus servidores. Ponle límites a su poder, al menos por un tiempo. Cuando pase el amor, las cosas se normalizarán. Al fin y al cabo, no es un mal hombre.
—¿Y qué piensas del padre de la muchacha? —me preguntó el conde, riendo.
—Un loco que debería estar en el manicomio y no cuidando tus bosques. Deberías poner un letrero a la entrada de tu finca que dijera “Manicomio”. No falta nadie: el guardabosque, la lechuza, Franz el jugador, un vejete enamorado, una muchacha exaltada y tú, a quien ha perdido el alcohol.
—¿Por qué debe recibir este guardabosque un salario? ¿Cómo puede cumplir con su trabajo si está loco?
—Sin duda Urbenin lo conserva sólo por amor a su hija... Urbenin dice que estos ataques se le repiten cada verano... Eso no me parece lógico. Este guardabosque no está enfermo cada verano, sino siempre. Felizmente, tu Piotr Iegorich no miente muy a menudo y se traiciona cuando lo hace.
El coche entró en el patio y se detuvo en la puerta. Bajamos. La lluvia había cesado. Las nubes, iluminadas por los relámpagos, corrían hacia el norte, descubriendo un espacio cada vez más amplio de cielo estrellado. La Naturaleza había visto cómo se restauraba la paz.
Y esa paz parecía atónita ante la calma, el aire perfumado, la música de los ruiseñores, el silencio de los jardines durmientes y la luz acariciadora de la luna naciente. El lago despertaba de su sueño diurno, y su suave murmullo acariciaba el oído humano.
En esas condiciones nada apetece más que atravesar los campos en una cómoda calesa o remar por el lago... Pero nosotros entramos en la casa... Allí era otra clase de poesía la que estaba esperándonos.
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