Las personas que estudiamos conocen el valor que pueden tener esos desafíos intelectuales –incluso los que inducen a la perplejidad y la confusión– en el estímulo del interés por los asuntos propios de sus asignaturas. Muchas de ellas hablaban de descubrir lo innovador, lo incongruente y lo paradójico. Con analogías cuidadosamente escogidas, llegaban incluso a conseguir que lo familiar pareciera raro e intrigante y que lo extraño resultara familiar. Nos encontramos con personas que salpicaban constantemente sus clases con anécdotas personales, e incluso con relatos emotivos, para ilustrar lo que de otro modo no serían más que asuntos y procedimientos puramente intelectuales. Muchos de ellos hablaban de comenzar por lo que parece más familiar y fascinante a los estudiantes y luego ir hilando lo nuevo y lo diferente en el tejido del curso. Un profesor lo explicaba así: «Es una especie de diálogo socrático… comienzas con un enigma y dejas a alguien perplejo, bastante liado y confuso. Esos enigmas y líos generan preguntas en los estudiantes, y es entonces cuando tú comienzas a ayudarlos a deshacer los líos».
En los muchos artículos publicados sobre motivación humana, hay discusiones frecuentes sobre tres factores que pueden influenciar a personas diferentes de forma distinta. Algunas personas responden primariamente al desafío de llegar a dominar algo, metiéndose en la materia e intentándola comprender en toda su complejidad. Se considera a estas personas aprendices profundos. Otras reaccionan bien a la competición, a la lucha por el oro y a la posibilidad de hacerlo mejor que nadie. Si bien esto puede resultar una gran motivación para algunos, también puede dificultar el aprendizaje. En el aula, los individuos así se convierten frecuentemente en aprendices estratégicos, interesados en sacar las mejores notas, pero sin apenas voluntad de esforzarse en llegar lo bastante profundo como para desafiar sus propias percepciones. Aprenden para el examen y después borran rápidamente la materia para hacer sitio a alguna otra cosa. «Son», apunta Craig Nelson, profesor de biología en Indiana, «estudiantes bulímicos». Por último, encontramos personas que lo primero que buscan es evitar el error, aquellas que en los artículos especializados se conocen como las que «evitan meterse en líos». En el aula, se convierten a menudo en aprendices superficiales, nunca se ponen en disposición de invertir lo suficiente en ellos mismos para comprobar en profundidad un asunto, ya que temen al fallo, y por tanto se conforman con ir arreglándoselas, con sobrevivir. A menudo recurren a la memorización y sólo intentan reproducir lo que han oído.
En una entrevista tras otra, nos encontramos con profesores que tenían un gran sentido de estas categorías de estudiantes, y que reconocían que, si ajustaban adecuadamente su poder de atracción a cada individuo, podían influir en la forma en que sus estudiantes se aproximaban al aprendizaje. Se daban cuenta de que los seres humanos pueden y deben cambiar, y que la naturaleza de su instrucción puede tener una influencia grandísima en ese proceso. Los que «evitan meterse en líos» padecen de falta de confianza, por lo que la motivación por el aprendizaje les podría llegar con una creencia más sólida en que son capaces de aprender. Los mejores profesores diseñan cuidadosamente tareas y objetivos de aprendizaje para promover la confianza y para infundir ánimo, pero proporcionando a los estudiantes grandes desafíos y haciéndoles sentir que se enfrentan a ellos con suficiente solvencia. También reconocen que la cultura de algunas aulas produce estudiantes bulímicos, anima a los alumnos a poner énfasis en la regurgitación de datos y la consiguiente purga.
«La escolarización», nos dijo un profesor, «anima a muchos estudiantes brillantes a pensar que se trata de una competición que hay que ganar». Hace poco, Robert de Beaugrande dijo precisamente: «La ‘educación bulímica’ fuerza al estudiante a alimentarse con un festín de ‘datos’ que debe memorizar y utilizar en algunas tareas muy concretamente definidas, tareas que conducen siempre a una única ‘respuesta correcta’ previamente decidida por el profesor o el libro de texto. Tras este uso, los ‘datos’ son ‘purgados’ para hacer sitio al próximo festín. La ‘educación bulímica’ refuerza así un enfoque intensamente local o de corto recorrido, sin considerar ningún beneficio de mayor alcance que pudiera surgir de la sucesión de ciclos de alimentación y purga». 14
Para evitar ciclos así, los profesores que observamos se abstienen habitualmente de hacer llamamientos a la competición. Ponen interés en la belleza, utilidad o intriga de los asuntos a los que intentan dar respuesta con sus estudiantes, y se dedican a conseguir respuestas a preguntas en vez de únicamente al «aprendizaje de información». Hacen promesas a sus estudiantes e intentan ayudar a cada uno de ellos para que consiga cumplirlas en el mayor grado posible. Y lo más importante, esperan más que un aprendizaje bulímico, elaborando y subrayando para sus estudiantes nociones fascinantes sobre lo que significa desarrollarse como personas inteligentes y educadas. Ponen en liza objetivos desafiantes, pero también escuchan a sus estudiantes, las ambiciones de éstos, e intentan ayudarlos a comprender esas aspiraciones de manera más sofisticada y satisfactoria. «Yo muchas veces tengo estudiantes», nos dijo un profesor, «que no son conscientes de la capacidad de aprender que tienen y de las contribuciones únicas que pueden hacer». En el capítulo 4 exploraremos con mayor detenimiento cómo los profesores muy efectivos esperan más de sus estudiantes y les inspiran para que lo consigan.
ADOPTAR UNA VISIÓN DESARROLLISTA DEL APRENDIZAJE
Por último, nuestros sujetos se daban cuenta de que el aprendizaje no sólo afecta a lo que sabemos, sino que puede transformar la manera en que entendemos la naturaleza del saber. Muchos de los profesores conocían el trabajo que William Perry y un grupo de psicólogos del Wellesley College habían hecho para entender el desarrollo intelectual de los estudiantes universitarios. Tanto Perry como Blythe McVicker Clinchy y sus colegas han sugerido cuatro categorías generales por las que pueden ir transitando los estudiantes, cada una con su propio concepto de lo que significa aprender. En el nivel más simple, los estudiantes piensan que aprender no es más que un asunto de cotejo con los expertos, de conseguir las «respuestas correctas» y memorizarlas. 15Clinchy denomina a estas personas «sabedores de lo aceptado». «La verdad, para la persona sabedora de lo aceptado», comenta ella, «es externa». Puede ingerirla, pero no puede evaluarla o crearla por sí misma. Los sabedores de lo aceptado son los estudiantes que se sientan allí, bolígrafos en mano, prestos a tomar apuntes de cada una de las palabras que dice el profesor. 16Confían en que la educación se comporte como lo que Paulo Freire ha apodado el «modelo bancario», en el que los profesores hacen depósitos de respuestas correctas en las cabezas de los estudiantes.
Al final, muchos estudiantes descubren que los expertos no siempre están de acuerdo. Como resultado, empiezan a creer –en el segundo estado de desarrollo– que todo el conocimiento es un asunto de opinión. Estos «sabedores subjetivos» utilizan los sentimientos para razonar: para ellos, «una idea es correcta si se tiene la sensación de que es correcta», tal como lo describe Clinchy. 17Todo es materia opinable. Si consiguen calificaciones bajas, a menudo los estudiantes en este nivel de desarrollo dicen de la profesora que «no le gusta mi opinión».
Unos pocos estudiantes consiguen finalmente hacerse «sabedores del procedimiento»: aprenden a «jugar el juego» de la disciplina. Reconocen que existen criterios para razonar, y aprenden a utilizar esas normas cuando escriben sus textos. Normalmente los reconocemos como nuestros estudiantes más inteligentes. No obstante, tal forma de «saber» no influye en cómo piensan fuera de clase. Ellos le dan sencillamente al profesor lo que quiere, sin que haya influido demasiado ni sustancial ni sostenidamente en cómo piensan, actúan o sienten.
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