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David Sedaris: Calypso

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David Sedaris Calypso

Calypso: краткое содержание, описание и аннотация

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Sedaris se va a la playa, en la costa de Carolina, para intentar desconectar de todo, pero no puede huir de sí mismo. Ni de su familia. Ni de su trabajo. Ni de su adicción a la pulserita que le cuenta los pasos. Ni del suicidio de su hermana. Ni de su padre de derechas. Ni de Donald Trump. ¿La única solución? Reírse de sí mismo y de sus miserias como catarsis necesaria para seguir viviendo.Según The Guardian, el diario británico más prestigioso, «David Sedaris es el rey indiscutible de la literatura humorística». Y Calypso es su obra definitiva, la que contiene toda su risa, toda su melancolía. Chistes escatológicos con una prosa digna de Dorothy Parker, animales acomplejados, fantasmas alcohólicos y toda la ternura del mundo.Un libro sobre ese instante en el que te das cuenta de que tu vida tiene mucho más pasado que futuro. Y echas la vista atrás, mientras sonríes.

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Trazamos un plan para juntarnos en la nueva casa el próximo Día de Acción de Gracias y, después de despedirnos los unos de los otros, mi familia se dividió en varios grupos y cada cual se dirigió a su respectivo hogar. En la casa de la playa corría la brisa, pero en cuanto dejamos atrás la isla el aire dejó de moverse. Cuanto más aumentaba el calor, más lo hacía mi melancolía. En los sesenta y los setenta la carretera que llevaba a Raleigh pasaba por Smithfield, y a la entrada del pueblo había siempre un cartel gigante donde ponía BIENVENIDOS AL HOGAR DEL KLAN. Esta vez fuimos por otro camino, uno que nos había recomendado mi hermano. Hugh conducía y mi padre iba sentado a su lado. Yo iba hecho una bola en el asiento de atrás, al lado de Amy, y cada vez que alzaba la mirada veía el mismo campo de soja o el mismo edificio de una planta hecho de bloques de cemento que aparentemente ya había visto veinte minutos atrás.

Llevábamos poco más de una hora en la carretera cuando paramos en un mercado de agricultores. Debajo de una carpa al aire libre una mujer nos ofreció gratis unos aperitivos de hummus con maíz y ensalada de judías pintas que aceptamos sin dudar y nos sentamos en un banco. Hace veinte años, lo máximo que te habrían ofrecido en un lugar de ésos —con suerte— habrían sido unos cogollos de lechuga fritos. Ahora tenían café orgánico y queso de cabra artesano. Sobre nuestras cabezas colgaba un cartel donde ponía RANCHO DE LA SUSURRANTE PALOMA y, justo cuando empezaba a pensar que podríamos estar en cualquier parte, me di cuenta de que la musiquilla que salía de los altavoces era cristiana, pero de esa nueva que hay ahora, esa en la que dicen todo el rato que Jesucristo es guay.

Hugh le trajo a mi padre un vaso de plástico con agua.

—¿Estás bien, Lou?

—Estoy normal —respondió mi padre.

—¿Por qué crees que lo hizo? —pregunté cuando volvimos a salir al sol.

Estoy seguro de que eso era en lo que todos pensábamos, habíamos estado pensando, desde que nos enteramos de la noticia. ¿Esperaba que lo de las pastillas fallase y que fuéramos todos a cuidarla hasta que se pusiera bien? ¿Cómo podía alguien querer dejarnos a propósito, a nosotros , de entre todas las personas del mundo? Así lo veía yo, porque a pesar de haber perdido y recuperado la fe en mí varias veces, jamás la había perdido en mi familia y siempre nos había considerado mejores que los demás. Es una creencia como de otra época, algo que arrastro desde la adolescencia, pero me sigo aferrando a esa idea. Nuestro club es el único del que quiero seguir siendo socio. No me imagino dejándolo. Salirse durante un año o dos me parece comprensible, pero ¿tener tantas ganas de abandonarlo como para quitarte la vida?

—No creo que tuviera que ver con nosotros —dijo mi padre.

Pero ¿cómo podría ser eso? ¿Cómo puede el suicidio de alguien no tener nada que ver con su familia?

En uno de los extremos del aparcamiento había un puesto en el que vendían reptiles. En unas peceras gigantes había dos pitones, las dos largas como las mangueras de los bomberos. El calor parecía sentarles bien, las miraba mientras ellas levantaban las cabezas comprobando la resistencia de los techos de las peceras. A su lado había un corralito con un caimán dentro, con la boca cerrada con unas cuerdas. No era un caimán adulto, adolescente como mucho, metro y medio de largo y cara de malas pulgas. Una niña había colado el brazo entre la alambrada y acariciaba el lomo del bicho mientras él la miraba con ansia en los ojos.

—Me los compraría todos solo para matarlos —dije.

Mi padre se secó el sudor de la frente con un Kleenex.

—Te ayudaría encantado.

Cuando éramos jóvenes y viajábamos hacia la playa, miraba por la ventana del coche esperando a que fueran pasando por delante de mis ojos todos los puntos clave del trayecto —el silo de Purina al sur de Raleigh, el cartel del Klan— sabiendo que cuando volviera a verlos, una semana más tarde, me sentiría peor que nunca. Se habrían acabado las vacaciones, no habría más razones para vivir hasta que llegara la Navidad. Llevo una vida mucho más plena que por entonces, pero aquella vuelta a casa traía de la mano las mismas sensaciones de entonces.

—¿Qué hora es? —le pregunté a Amy.

Y ella, en vez de contestar «¿A quién le importa?», respondió:

—Dímelo tú, que eres el que lleva reloj.

En el aeropuerto, varias horas más tarde, saqué un poco de arena de mi bolsillo y pensé en el último instante que habíamos pasado en la casa que acababa de comprar. Estaba en el porche delantero con Phyllis, que acababa de cerrar la puerta, y nos volvimos para ver a los demás, que estaban en la entrada para coches de la casa.

—Ésa es una de tus hermanas, ¿no? —preguntó señalando a Gretchen.

—Lo es —dije—. Y las dos que hay su lado también lo son.

—Y también tienes un hermano —dijo ella—. Así que sois cinco, guau. Si eso no es una gran familia, nada lo es.

Contemplé los coches a los que muy pronto nos subiríamos, hornos al rojo vivo todos ellos, y dije:

—Pues sí. Sí que lo es.

El Pequeñín

Una mañana estaba dando vueltas por casa cuando de repente me pregunté cuánto mediría Rock Hudson. No suelo pensar en él, pero había vuelto a ver la película Gigante hace poco y por eso me rondaba por la cabeza.

Una de las muchas cosas que nunca entenderé es por qué una búsqueda en el navegador de mi ordenador es distinta a una búsqueda en el navegador de cualquier otra persona. Mi hermana Amy, por ejemplo. Entra en Google, escribe «¿Qué aspecto tiene una mujer de cincuenta años?» y le salen unas imágenes que no me puedo creer que estén permitidas en internet, sin filtros, y que cualquiera pueda verlas. No me refiero a fotos rollo Playboy , no, fotos rollo Hustler , mujeres abiertas de piernas por todas partes. Como si hubiera buscado «¿Qué aspecto tienen los adentros de una mujer de cincuenta años?».

Busqué lo mismo que mi hermana, pero en mi ordenador, y me salieron fotos de Meg Ryan y de Brooke Shields, las dos sonriendo.

Miré a Hugh y dije:

—Este ordenador mío es tan... moralista.

Y dije lo mismo después de ir a buscar lo de Rock Hudson. «¿Cuánto medía...?», empecé a escribir pero, antes de poder terminar la frase, Google la completó por mí con un contundente «¿... Jesucristo? ¿Quieres saber cuánto medía Jesucristo?».

«Bueno, la verdad es que sí —pensé—. Pero yo había venido aquí por Rock Hudson.»

Si Amy abre su portátil y escribe «¿Cuánto mide...?», estoy convencido de que Google se lo autocompleta con «¿... la polla de Tom Hardy?». A mí, por desgracia, me toca Jesucristo. El cual, según no se sabe qué deducciones, dicen que medía metro ochenta, un dato que —en mi opinión— es absurdo. ¿Qué probabilidades hay de que fuese alto y también guapo? ¿Lo describen así en la Biblia? En muchos cuadros de la Europa medieval, Jesucristo aparece como si lo acabaran de sacar del fango de debajo de un puente, pero en los libros de texto religiosos y en los dibujos esos que te venden en las tiendas cristianas, aparece siempre como una mezcla entre Kenny Loggins y Jared Leto, siempre poniendo ojitos, siempre blanco —por supuesto— y siempre con una melena castaña —jamás negra— que a menudo ondea al viento. Y siempre tiene un cuerpazo, sobre todo cuando está colgado en la cruz, la cual —digámoslo de una vez— estaba diseñada a conciencia para que la tripa y los hombros de cualquiera lucieran en todo su esplendor.

A veces me pregunto qué pasaría si alguien esculpiera una figura de Jesucristo representándolo como un obeso mórbido, con tetas y cicatrices de acné juvenil, con pelo en la espalda. Y encima que midiera un metro cincuenta, un metro sesenta como máximo. «¡Sacrilegio!», gritaría la gente. Pero ¿por qué? Hacer el bien no te convierte de forma automática en un guaperas. Si tienes dudas, basta con mirar a Jimmy Carter. Unirse a Hábitat para la Humanidad no le mejoró esos piños que parecen lápidas. Bueno, me suena que tenía los dientes grandes, igual me equivoco. Debería googlearlos. En el portátil de Amy.

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