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David Sedaris: Calypso

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David Sedaris Calypso

Calypso: краткое содержание, описание и аннотация

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Sedaris se va a la playa, en la costa de Carolina, para intentar desconectar de todo, pero no puede huir de sí mismo. Ni de su familia. Ni de su trabajo. Ni de su adicción a la pulserita que le cuenta los pasos. Ni del suicidio de su hermana. Ni de su padre de derechas. Ni de Donald Trump. ¿La única solución? Reírse de sí mismo y de sus miserias como catarsis necesaria para seguir viviendo.Según The Guardian, el diario británico más prestigioso, «David Sedaris es el rey indiscutible de la literatura humorística». Y Calypso es su obra definitiva, la que contiene toda su risa, toda su melancolía. Chistes escatológicos con una prosa digna de Dorothy Parker, animales acomplejados, fantasmas alcohólicos y toda la ternura del mundo.Un libro sobre ese instante en el que te das cuenta de que tu vida tiene mucho más pasado que futuro. Y echas la vista atrás, mientras sonríes.

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Desde que me compré el Fitbit he visto cosas con las que jamás habría imaginado que me cruzaría. Una vez vi una vaca con manchitas color café que tenía dos patas larguísimas saliéndole de la vagina. Esa tarde había salido a deambular con mi amiga Maja, que fue la que echó a correr para avisar al granjero. Yo me quedé en el sitio, vigilando a la vaca, lleno de envidia al pensar en los pasos extra que mi amiga estaba sumando con esa carrera. Después de llevar tanto tiempo viviendo en el campo, lo normal sería que ya hubiera visto nacer a más de un ternero, pero no: era mi primera vez. La sorpresa más grande me la llevé al ver la nula exaltación de la madre. Se pasaba un rato gimiendo flojo tirada en la hierba y, al rato, se levantaba y empezaba a comérsela, todo el rato con las patas de su hijo asomándole por detrás.

«¿Estás de coña? —me daban ganas de decirle—. ¿No aguantas ni cinco minutos sin comer?»

A su alrededor había otras vacas y ninguna de ellas parecía alterarse lo más mínimo ante la escena.

—¿Crees que sabrá que hay un bebé al otro extremo de esas patas? —le pregunté a Maja cuando volvió—. A cualquier mujer le explican en el hospital qué va a pasar antes de dar a luz, pero ¿cómo interpreta ese dolor un animal?

Me vino a la cabeza la primera vez que tuve una piedra en el riñón. Fue en 1991, en Nueva York, cuando no tenía ni dinero ni seguro médico. Todo lo que sabía era que me dolía muchísimo y que no podía permitirme ir al médico. Me pasé la noche entera creyendo que me moría. Al amanecer fui al baño, meé sangre y con ella me salió una especie de guijarro de esos que echa la gente en las peceras. Ahí empecé a atar cabos.

¿Qué habría pensado si, después de siete horas de agonía, me hubiera salido del agujero del pene una criatura del tamaño de un puma adulto exigiéndome comida nada más verme? ¿Era ésa la experiencia que estaba atravesando aquella vaca? ¿Daba por hecho que se estaba muriendo o tenía algún instinto natural que le hacía estar preparada?

Maja y yo estuvimos ahí mirando durante una hora. Cuando el sol se empezó a ocultar nos marchamos, decepcionados. Al día siguiente viajé a Londres y, cuando regresé a Sussex, varias semanas después, y volví a pasar por aquel prado, vi a la vaca y a su ternero juntos, pero no de la forma idílica que yo había imaginado sino más bien como dos completos extraños esperando a que abrieran las puertas de la oficina de Correos.

En mis caminatas he visto un montón de animales. Zorros y conejos. Me he encontrado cara a cara con ciervos, armiños, un erizo y más faisanes de los que puedo contar con los dedos de las manos. Todos los tejones que he visto estaban muertos, atropellados por coches y devorados por babosas que a su vez eran atropelladas por otros coches y devoradas por otras babosas.

Cuando Maja y yo vimos parir a la vaca, ya rondaba los veinticinco mil pasos diarios de media, que son unos diecisiete kilómetros. Pantalones que no me entraban, ya casi se me caían, y empecé a notarme la cara más fina. Entonces subí a treinta mil pasos diarios y cada vez llegaba a sitios más lejanos. «Hemos visto a David en Arundel agarrando una ardilla muerta con su palo», le decían los vecinos a Hugh. «Lo hemos visto a las afueras de Steyning empujando un neumático a un lado de la carretera», «... en Pullborough descolgando unos gayumbos de la rama de un árbol». Antes del Fitbit, jamás salía a la calle después de la cena. Ahora, en cuanto acabo de lavar los platos, camino hasta el pub, y de vuelta a casa, una distancia de tres mil ochocientos noventa y cinco pasos, concretamente. Por mi zona no hay farolas y las casas del lugar, a las once de la noche, ya tienen las luces apagadas o casi. Oigo a los búhos y el aleteo de las perdices a las que molesta la luz de mi linterna. Una noche oí un traqueteo y me di cuenta de que la camioneta que había aparcada delante de mí se estaba moviendo de atrás a delante. Por donde vivimos es muy habitual que la gente folle dentro de sus coches. Lo sé porque soy el que recolecta sus condones usados, casi siempre tirados en plena carretera o en zonas de descanso. Además de los condones, en una zona que suelo patrullar me encuentro siempre cajas vacías de Kentucky Fried Chicken y una legión de toallitas desinfectantes. «¿Comen pollo frito antes de follar, o follan y luego comen pollo frito?», me pregunto en silencio.

Echo la vista atrás hacia aquella época donde solo caminaba treinta mil pasos al día y pienso: «Joder, ¿cómo se puede ser tan vago?». Cuando alcanzo los treinta y cinco mil pasos, el Fitbit me manda un dibujo de una medallita, y otra cuando llego a cuarenta mil y otra más, a los cuarenta y cinco mil. Ahora rondo los sesenta mil pasos diarios, que son unos cuarenta kilómetros. Caminar esa distancia con cincuenta y siete años, los pies planos y una bolsa de basura gigante a las espaldas me lleva unas nueve horas. Es mucho tiempo, pero procuro no malgastarlo: escucho audiolibros, podcasts. Hablo con la gente. Aprendo cosas. Por ejemplo, ahora sé que antaño los granos de pimienta se vendían de uno en uno, y tenían tanto valor que la gente se cosía los bolsillos después de guardárselos, para que no se los robaran.

Al final de mi primer día de hacer sesenta mil pasos llegué a casa, linternita en mano, teniendo muy claro que lo siguiente sería alcanzar los sesenta y cinco mil, y que no me rendiría hasta que los pies se me separaran por completo de los tobillos. Quizás incluso sin pies seguiría caminando, clavando mis tibias desnudas en el suelo una vez tras otra. ¿Por qué hay gente que puede usar algo como el Fitbit como si nada, y a otros nos domina por completo, se vuelve nuestro amo y puede llegar a destrozarnos la vida? Caminando junto a la carretera me venía a menudo a la cabeza un programa de la tele que solía ver hace años: se llamaba Obsessed . En un episodio salía una mujer que tenía en su casa dos cintas de correr y caminaba sobre ellas como un hámster en su rueda desde que se despertaba hasta que se iba a dormir. Su familia cenaba y ella los miraba desde arriba, subida a la máquina mientras preguntaba jadeando a sus hijos qué tal les había ido el día. Yo tenía claro que esa señora era ridícula —me lo podía pasar bien viéndolo, pero era una mezcla de diversión y grima, como cuando veo algún episodio de Acumuladores compulsivos — pero de repente empecé a verme reflejado en ella. Aunque, a ver, no es lo mismo caminar sobre una máquina. Eso es algo que no aporta nada a la sociedad. Yo cumplo un propósito, ayudo a mi comunidad. Esa señora y yo tampoco nos parecemos tanto , ¿no? ¿No?

En reconocimiento de toda la bazofia que había ido limpiando desde que me compré el Fitbit, el ayuntamiento del pueblo decidió ponerle mi nombre a un camión de la basura. La persona encargada de la gestión me escribió un correo electrónico preguntando qué tipografía prefería para que grabaran mi nombre en el camión y yo respondí: «Arial en cursiva».

«¿Lo pillas? —le dije a Hugh—. Erial . Mi curso imparable por el erial.»

Hugh había perdido la paciencia conmigo más o menos cuando alcancé los treinta y cinco mil pasos, así que apenas respondió con un suspiro de hartazgo.

Al poco de haberme decidido por una tipografía en concreto, por motivos que aún desconozco, se me murió el Fitbit. Cuando le di un toquecito y vi que la pantalla seguía en negro, casi me da algo. Pero al instante me invadió una gran sensación de libertad. Era como si volviera a recuperar mi vida. Pero... ¿así era? Caminar cuarenta kilómetros, o tan solo subir y bajar las escaleras, de repente parecían actos sin sentido. Si nadie cuenta y registra todos tus pasos, ¿para qué los das? Aguanté cinco horas antes de encargar un nuevo Fitbit, con envío exprés. Me llegó al día siguiente, por la tarde. Al abrir la caja me temblaban las manos. Diez minutos más tarde, con mi nuevo amo bien ceñido a la muñeca izquierda, ya estaba saliendo a dar una vuelta, a pleno trote, casi corriendo, ansioso por recuperar el tiempo perdido.

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