Todos vuestros dolores proceden de no estar siendo plenamente vosotros mismos. Siempre que sufres, lo haces porque de alguna manera no estás siendo plenamente tú. Siempre que tienes miedo, es porque de alguna manera percibes que una situación, o una persona, o una cosa, o un algo, o un alguien, pueden hacer que no seas tú. Dicho llanamente, siempre que dejaste de ser tú, sufriste. Siempre que fuiste plenamente tú, fuiste plenamente feliz.
Si el mundo te dio miedo, es porque sentías que no te permitía ser tú mismo. Si no quieres unirte al mundo, es porque de alguna manera crees que tiene el poder de hacer que no seas tú. Piensas eso cada vez que experimentas el hecho de que no haces lo que verdaderamente deseas hacer. Tú sabes quién eres y lo sabes muy bien, porque fuiste creado en la certeza de tu ser. Solo de eso se puede tener certeza.
La verdadera certeza, que es lo que te lleva a sentirte seguro y por lo tanto en paz, procede de la certeza de saber quién eres en verdad. Intentar sustituir esa certeza por otro tipo de certezas, tratando de que el dinero, las relaciones humanas, o muchas otras cosas terminen transformándose en certeza, es lo que ha hecho que vivas en un estado de incertidumbre permanente.
Ciertamente lo que estás buscando es seguridad, para poder vivir sin miedo. Donde no hay seguridad no hay certeza y, por ende, hay duda. Donde hay duda hay incertidumbre acerca de tu propia identidad. Si bien la crisis de identidad ya pasó, aún quedan los recuerdos de los patrones de pensamiento y respuesta emocional respecto de la duda y la certeza.
Fuiste creado en la plena certeza de Dios. Él no dudó acerca de ti ni duda de ninguna manera. Podemos sintetizar, diciendo que si tienes miedo hay duda y eso se debe a que no recuerdas quién eres. Por lo tanto, tu problema ya no es de identidad, sino de memoria. Este es el motivo por el que hemos concebido esta obra que va dirigida a la sanación de la memoria de quién eres en verdad. Nunca será demasiado el recordar una y otra vez que eres el hijo de Dios, que eres invulnerable, que tienes un Padre que piensa, actúa, ama e interviene en tu vida en forma directa. Quizá lo llames milagros, o leyes de la naturaleza. No importa el nombre que le des. Lo que importa es el hecho de que aceptes que Dios no es solamente la pura abstracción, sino que es uno contigo y actúa plenamente en ti.
Si hay algo que he querido demostrar en la cuaresma es precisamente que no existe tal cosa como dos voluntades. Ya hemos hablado acerca de esto. La voluntad de Dios para ti es que seas feliz, al igual que la tuya. Por lo tanto, no hay diferencias en la esencia de lo que dispone el hombre y Dios. Que deseas ser feliz está fuera de toda discusión, pero que no sabes cómo alcanzarla o, mejor dicho, que buscabas alcanzarla de un modo ajeno a la verdad, tampoco hay dudas.
De cómo ser feliz es de lo que estamos hablando. En última instancia esta es la meta, puesto que el pecado, o lo que es contrario al amor, es todo lo que de un modo u otro te priva de felicidad.
III. La seguridad del amor
Hijo mío, quiero cerrar es a sesión pidiéndote que tomes asiento allí donde estés recibiendo estas palabras y te olvides del mundo. Que sueltes todas tus creencias acerca de lo que yo soy. Quiero que hagas silencio y en ese silencio empieces a sentir el amor que eres. Siente cómo tu ser descansa en paz. Siente cómo tu ser vive en armonía. Sumérgete en el silencio. Deja que te abrace. Quédate en silencio y escucha la voz del amor diciéndote:
Hijo, gracias por regresar a casa. Quédate en la presencia de mi amor. Ya has retornado al hogar. Te amo. Velo por ti. Tú eres mi hijo bien amado. Quiero cuidar de ti. No te estoy llamando al sufrimiento, porque yo ya pasé a través de todos los sufrimientos humanos. Lo hice para que tú no tengas que pasar por ellos. No quiero sacrificios, quiero misericordia al igual que tú. Quiero que seas feliz tal como tú también lo deseas. Quiero que sueltes todas las cosas que te preocupan. Dámelas a mí. Esa preocupación que tienes ahora, entrégamela. Te amo.
Mi hijo bien amado. Soy tu padre y quiero cuidarte cada día más. Quiero pedirte de todo corazón, de padre a hijo, que me dejes actuar más en tu vida. Que me permitas demostrarte todo mi amor. Quiero pedirte que te abras a los milagros. Que confíes en mí. Yo voy a resolver tus problemas y vos vas a ser feliz. Te amo, hijo mío. No es necesario que te crucifiques. La crucifixión ya ocurrió y no se necesita que vuelva a ocurrir. Ya no tienes que morir para resucitar, porque la muerte ya fue abolida por mí. Ya no es necesario seguir sufriendo más.
Hijo mío, estás viviendo en los tiempos de la resurrección. Quédate en mi corazón, no te apartes de él. Estoy aquí donde tú estás. Recuerda una vez más que ese problema que tanto te preocupa, hijo mío, lo voy a resolver para ti. Ese miedo que te está paralizando no tiene razón de ser. Lo que crees que ocurrirá no va a suceder. Más bien verás ahí la benevolencia de la creación para contigo.
Amado mío, yo pasé por el monte de los olivos, también por la vía dolorosa hasta la muerte en cruz, y luego me dirigí hacia la resurrección. Lo hice para que el dolor, y todo lo que no formaba parte del amor quede unido a la luz de la santidad y sea transmutado. Todo esto con un solo fin, que seas feliz.
Hijito de mi corazón, confía plenamente en mí.
Soy tu Padre y te amo. Confía en mí.
Ahora decimos amén y nos quedamos en silencio, recibiendo al amor.
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