Javed Khan - Hechizo tártaro

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Hechizo tártaro: краткое содержание, описание и аннотация

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Un ingeniero español, entrado en años, llega a una ciudad situada en los Urales (Rusia) para instalar una línea de producción de Linoleum. Se enamora profundamente de su traductora, una joven tártara veintidós años más joven que él. Inician un tórrido romance que perdura veintinueve años, hasta que un acontecimiento inesperado trunca, trágicamente, su idilio.

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El Gobierno de la Unión Soviética que había llevado, con su catastrófica y alocada carrera armamentista, a la URSS primero a la ruina y luego a su implosión interna, había desaparecido. El borrachín Yeltsin, como buen populista, se había hecho con el poder en Rusia y había declarado su independencia.

Ante los países occidentales se abría un mercado potencial ilimitado, no solo en cuanto a ventas, sino también en cuanto a inversiones o adquisiciones de los muchos recursos naturales de que dispone el país. No en balde, Rusia tiene las mayores reservas de recursos energéticos y minerales del mundo.

Y España no iba a ser menos.

Una empresa española productora de productos plásticos había conseguido colocar al Gobierno de la Republica de Bashkortostán una planta de producción de linóleum, por la intermediación de un español (niño de la guerra), que había ostentado algunos puestos importantes en el ministerio de energía; la planta estaba obsoleta, de hecho, había sido desmontada y abandonada en una localidad del País Vasco cuando en 1983 se produjo una terrible inundación que anegó muchas plantas industriales y su maquinaria quedó inservible. Para su montaje en Rusia se seleccionó un equipo de tres ingenieros de la planta y un ingeniero de una empresa de ingeniería que haría la labor de coordinación.

El vuelo que hacía la ruta Madrid-Moscú-Tokio era operado por Iberia y la JAL (la línea aérea japonesa) y estaba totalmente ocupado, de hecho, había que reservar plazas con bastante antelación.

Y allí, entre los cientos de pasajeros se encontraba Eloy González, el ingeniero que coordinaría el montaje de la planta, unas filas más atrás se encontraban sus tres compañeros provenientes de la fábrica de productos plásticos, es decir, los técnicos.

Eloy estaba en sus cincuenta y pocos años, no muy alto 1,70 m, pelo negro, aunque ya empezaba a clarear por algunos puntos, ojos castaños y una pequeña tripa que demostraba que no practicaba ningún deporte. De hecho, desde que practicara golf en Indonesia solo había practicado el sillón ball (es decir, tumbado en un sofá). Como había sido un alma inquieta, esta nueva aventura le entusiasmaba, Rusia provocaba un morbo difícil de imaginar en la sociedad española.

Hacía más de media hora que los pasajeros habían embarcado, pero no se veía movimiento que indicara que el despegue sería pronto. Las azafatas habían hecho un corrillo y se contaban sus aventuras y desventuras. Para ellas los pasajeros no existían. Típico de Iberia. Solo la azafata de nacionalidad nipona se percató del malestar de los pasajeros y distribuyó la prensa, lo que hizo descender, solo un poco, el malestar. Finalmente, el avión despegó iniciando el vuelo que duraría algo menos de cinco horas.

En aquellas fechas se había iniciado la apertura del llamado «telón de acero», y la curiosidad hacia todo lo que se empezaba a conocer sobre la extinta Unión Soviética era muy grande, pero para algunos pasajeros las noticias y rumores de que, en la situación actual, muy volátil y descontrolada, podía ocurrir cualquier cosa les provocaba inquietud. Las mafias campaban a sus anchas y se estaban apoderando del país. Eloy era consciente de eso y estaba preocupado, además tenía que cuidar de sus compañeros que no habían salido nunca al extranjero.

El aeropuerto de Sherémetevo-2 estaba considerado el más grande de Moscú y acogía a más de 45 millones de pasajeros por año.

Cuando desembarcaron y llegaron a la terminal, la impresión fue tremenda, se encontraron en un hall enorme, envuelto en una semioscuridad amenazante, frío y vacío. Aterrador, a los cuatro empezaron a correrle por su imaginación el KGB y los espeluznantes métodos de interrogación de los sicarios de la temida policía política. Pero todavía estaba por llegar una impresión más escalofriante. ¡El control de pasaportes!

Tuvieron que transitar por una especie de pasillo con las paredes del techo y del lateral izquierdo cubiertas con espejos y a su derecha una ventanilla. En el interior, un funcionario con mirada penetrante, unos ojos fríos como el acero y mirada inquisidora que alargaba la mano, sin decir palabra, pidiendo el pasaporte. El individuo ojeaba las páginas, elevaba la mirada escrutando al pasajero, volvía a mirar las páginas y volvía a observar al pasajero. Eloy, que había llevado una vida bastante ajetreada y había sufrido todo tipo de situaciones desagradables en sus viajes por países poco recomendables, empezó a sentirse nervioso, tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para ocultar esos temores porque una reacción nerviosa por su parte hubiese desencadenado de forma inmediata una reacción de sospecha en el funcionario y creado una situación embarazosa.

Finalmente, el funcionario con una última mirada fría, gélida como un témpano, agarró el sello y le estampó el pasaporte. Eloy, nada más salir del trance, exhaló un respiro profundo y esperó a que sus compañeros pasaran por el mismo trámite.

Reunidos los cuatro y algo más relajados se dirigieron a recoger sus equipajes. Otra ardua tarea, no había carritos para las maletas. En un rincón oscuro y con unos individuos mal encarados pululando por allí, encontraron unos carritos. Cuando se acercaron para coger alguno, uno de los individuos les pidió cinco dólares o no había carrito. Decidieron que no querían carrito. Recogieron sus maletas y de dispusieron a salir.

Habían recuperado la calma, estaban más relajados y esto los llevó a cometer una estupidez. Observaron el letrero que decía «Nothing to declare» (Nada a declarar) y se dispusieron a cruzarlo, no antes sin hacer un chiste malo: «Vaya —exclamó uno de ellos—, estos comunistas se han civilizado».

Pero nada más cruzar, Eloy, que era perro viejo, pensó: «Llevamos herramientas especiales que luego tendremos que sacar del país, así que será mejor declararlas».

Intentaron volver a entrar, pero no se lo permitieron. Rotundamente les dijeron «Net» (no). Decidieron hablar con los agentes de aduanas y otro rotundo «Net». Finalmente decidieron marcharse esperando que el cliente en la ciudad de destino arreglara el entuerto.

La siguiente aventura era encontrar un medio de transporte que les condujera al aeropuerto de vuelos domésticos. De los cuatro aeropuertos que hay en Moscú, el de Domodedovo es el que alberga los vuelos hacia el este, a las ciudades situadas en Siberia y las estribaciones de los Montes Urales.

La distancia entre el aeropuerto de Sherémetevo-2, situado al norte de Moscú y el de Domodedovo situado al sur es de 90 km y discurre por el anillo perimetral que rodea Moscú hasta llegar a la intersección con Sovkhoza Lenina para enlazar con la A-105 hasta Domodedovo. El trayecto discurre por zonas boscosas totalmente despobladas.

Como el desmembramiento de la URSS había sido muy reciente, la sociedad rusa aún mantenía todos los automatismos soviéticos, así que la terminal para extranjeros estaba aislada en un extremo del aeropuerto totalmente separada y alejada de la terminal para los nacionales.

Para desplazarse hasta la terminal para extranjeros había que atravesar una zona de aparcamiento de los aviones. La terminal, por llamarla de algún modo, era una sala mal iluminada, sin asientos y con tres mostradores sin indicación alguna, nadie del personal hablaba inglés, solo ruso y tampoco había servicio de megafonía. Cuando a voz en grito anunciaban algo, Eloy tenía que estar atento para escuchar la palabra mágica, ¡UFÁ! Pero nunca la escuchaba.

Y pronto comenzaron los problemas.

No anunciaban la salida de ningún vuelo, la terminal, o lo que fuera, empezó a llenarse de gente. Era el mes de octubre y la vuelta de los estudiantes extranjeros. Y la terminal se convirtió en un remedo del hall de las Naciones Unidas. Gente de color, amarillos, sudamericanos, árabes y unos cuantos norteamericanos en viajes de negocios. Pronto no hubo espacio donde sentar las posaderas. Los servicios empezaron a desprender tal olor a orines que hacía imposible entrar en ellos, así que la gente salía de la terminal y orinaba en la rueda delantera de los aviones allí aparcados.

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