Jesús Burgaleta Clemo - La conversión es un proceso

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En estos tiempos, cuando lo valioso es lo inmediato, instantáneo, fulminante, puntual, el autor nos demuestra que, por lo contrario, la conversión es un proceso.¿Qué es la conversión? ¿Cómo es su dinámica en la persona? ¿Por qué hablar de proceso?A través de
Las Confesiones, donde Agustín describe de qué se convierte, en qué situación se encuentra, qué es esa realidad del pecado de la que pretende salir y cuál es la acción de Dios con el hombre, Jesús Burgaleta Clemos intenta responder a esas preguntas y demostrar el delicado y difícil proceso en el que se pone en juego la dimensión más honda de la persona, cuando esta se acerca a Dios.Este libro, adaptado para una lectura ágil y amena, se ofrece como una ayuda para comprender el camino espiritual de quien busca responder radicalmente al Señor y también como instrumento de formación para los agentes pastorales que acompañan procesos de conversión en una comunidad creyente.

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Las costumbres sociales ejercen un peso sobre él, como si estuviera a merced del mar en una embarcación sin mando. “En el dintel de estas costumbres se encuentra el niño Agustín” (Cf. L. I, c. XIX y L. VI, c. VII), siguiendo el aliento de una sociedad que le proponía como único móvil el deseo de agradar a los demás.

La fuerza del ambiente social es enorme. El medio es capaz de convertir al hombre en un títere. En esta situación se encuentra Agustín, como nos lo narra en este largo texto:

“Me precipitaba con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto más cuanto más torpes eran... ¿Qué cosa hay más digna de deshonra que el vicio? Y, sin embargo, por no ser deshonrado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más traidores, fingía haber hecho lo que no había hecho para no parecer tanto más despreciable cuanto más inocente y tanto más vil cuanto más casto” (L. II, c. III).

Esta influencia social es muy activa. Cuenta que cuando decidió convertirse no quiso comunicarlo a nadie, de momento, para evitar que lo contradijeran y criticaran. Este medio social interviene como una censura y como un elemento amortiguador de la voz de Dios que llama a la conversión.

Otro aspecto que merece ser destacado es la solidaridad en el pecar. No sólo los demás ayudan a pecar; esa misma solidaridad es un tipo de pecado. Narrando el famoso robo de las peras, nos dice que no robó sólo por robar, sino también por hacer el mal en común. Esta sociedad empuja a Agustín a conseguir el dinero y a ambicionar la gloria.

En resumen, podemos decir que la sociedad está ciega: “Tenían aquellos estudios, que se llamaban nobles, por objetivo las discusiones del foro y sobresalir en ellas tanto más meritoriamente cuanto más fraudulentamente. Tanta es la ceguera de los hombres que hasta de su misma ceguera se glorían” (L. III, c. III).

2.4. Personalización de la estructura de pecado

Agustín no sólo es pecador porque lo rodea un mundo inmerso en el pecado, lo es también, y fundamentalmente, porque él mismo asimila esas incitaciones al pecado. La estructura de pecado es una fuerza activa que empuja al hombre a hacerse a sí mismo pecador. Esta realidad aparece con claridad en su escrito: él mismo asimila todo este mundo de valores que lo rodea. La perversidad no es sólo estructural, sino también personal: “La perversidad de ellos y la mía” (L. V, c. VIII).

3. LA CONCUPISCENCIA

Agustín detecta también otra fuerza importante, interior al hombre, que lo empuja ferozmente al pecado y que llama concupiscencia. La describe como un afecto o amor que lleva a desear lo prohibido y que se convierte así en fuente de iniquidad o de pecado. Este afecto habita en el deleite de los sentidos corporales y, por medio de ellos, penetra hasta el alma provocando el afán de curiosidad.

El poder que sobre la voluntad del hombre ejerce la concupiscencia es muy grande. Arrastra, empuja, oscurece, contamina, se pone en contra de la ley, reduce al hombre a servidumbre, disminuye la serenidad, es como un fuego.

4. LA VOLUNTAD PERSONAL LIBRE

Para Agustín está bien claro que el pecado no es obra de Dios, ni tampoco obra de una sustancia corpórea, preexistente, paralela, que obra el mal en el hombre. El pecado es obra del hombre, nace de su voluntad o del libre albedrío. En efecto, la causa del pecado hay que ponerla en la voluntad. El pecado surge de la elección que hace la voluntad del mal sobre el bien.

De tal modo, que tanto los hábitos como esa especie de necesidad que experimenta el hombre nacida de la costumbre proceden, en última instancia, de la libre voluntad, como lo explica Agustín en este texto: “Ligado no por cadena ajena, sino por mi propia férrea voluntad… Mi voluntad perversa se hizo pasión, la cual, servida, se hizo costumbre, y la costumbre no contrariada se hizo necesidad” (L. VIII, c. V).

La raíz, por tanto, del pecado no está en el obrar o el hablar, que son sus síntomas, sino en la voluntad, porque las obras proceden del interior: “Lloren conmigo y lloren por mí todos los que dentro de sus corazones, de donde proceden las obras, hacen algo bueno” (L. X, c. XXXIII).

6- Agustín se refiere a los a los espectáculos públicos, organizados tanto en las sociedades griegas como romanas con el objetivo de divertirse o recrearse en ellos o bien para honrar a sus dioses. Se iniciaban con sacrificios y otras ceremonias religiosas e incluían muchas veces combates y peleas sangrientas.

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