Siempre de azul
Cuentos escritos en pandemia
MARÍA DOLORES CABRERA
Siempre de azul
Cuentos escritos en pandemia
© María Dolores Cabrera, 2021
© Tektime, 2021
© Libros Duendes, 2021
Primera edición
Edición y maquetación:
Editorial Libros Duendes S.A.S.
www.librosduendes.com
Diseño de cubierta:
Marcelo Calderón/Paulina Jarrín
Estudio Pánico
wearepanico.com
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación en cualquier forma, ya sea mediante fotocopia o cualquier otro procedimiento sin el consentimiento por escrito de las/los titulares de los derechos de autoría.
“¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos?”
Eduardo Galeano
En los años 2020 y 2021 se ha vivido confusión y dolor en el mundo. El virus Sars Cov 2, nos respiró en la nuca. La enfermedad y la muerte rondaron alrededor de las familias, de los amigos, de nosotros mismos. El miedo desnudó los sentimientos más encubiertos y salió a la luz la verdadera naturaleza de las personas. Al inicio el encierro, el confinamiento, la paranoia. Después el fracaso económico de los negocios y la inestabilidad financiera a todo nivel. El quiebre de las relaciones humanas. El desbalance en la salud mental y psicológica de la gente. Se vivió episodios de angustia e impotencia de manera individual y colectiva. El aprender a cuidarse para continuar con la vida y el empezar de cero en medio de la nada, en muchos casos con la ausencia definitiva de seres queridos que no pudieron vencer a la Covid 19, fue devastador. Pero hubo algo que no pereció, que ayudó a sublimar el espíritu, que nos levantó y nos redimió: EL ARTE.
Escribir en medio de la alarma, del pánico, de la enfermedad o del duelo, no solo ayudó a resistir sino a ser resilientes. La pintura, la lectura, la poesía o cualquier expresión artística, es a veces la única tabla de salvación a la que se aferra el alma humana frente al caos. En mi caso, escribir ha sido siempre sinónimo de sobrevivir.
No todos los relatos de este libro abordan el tema de la pandemia como tal, pero sí fueron escritos en un momento difícil para la humanidad. La mayoría de estos cuentos se han publicado, mes a mes, en la revista literaria digital Máquina Combinatoria (Ecuador), dirigida por el reconocido escritor y catedrático Iván Rodrigo Mendizábal, a quien agradezco por su generoso altruismo al promover, apoyar y difundir la literatura dentro y fuera del país.
María Dolores Cabrera
Leonardo sale de su casa todas las tardes a la misma hora. Camina por la estrecha calle adoquinada del centro de la ciudad que lo lleva a la parada de buses. Ahí espera hasta que llegue el transporte público que lo traslada al norte de la capital. Siempre cabizbajo, pensativo. Tiene el cabello rizado, oscuro y bastante corto. La tez trigueña y una pequeña cicatriz en la ceja por una agresión que recibió en la infancia, percance del que nunca le ha gustado hablar. Va preocupado por una vida que transcurre sin éxito. La incertidumbre flota en su cabeza como una canoa sobre olas agitadas, veleidosas. Busca de manera constante algo mejor, algo nuevo, estimulante, motivador. Vive solo. No tiene padres, ni hermanos. A los dieciséis años abandonó la casa de sus progenitores porque era infeliz, porque no creyó justo que en un hogar se deba sentir miedo, dolor y decepción. Se alejó de una niñez desdichada y a la vez de su precario pueblo rural. No tiene amigos por timidez y desconfianza. No se ha casado ni tiene pareja y a sus cuarenta y dos años tiene fija en su mente la imagen de una sola mujer.
Leo, como le dicen algunos que lo conocen, llega en media hora a la avenida en la que debe bajarse. Es ancha y siempre está atestada de tráfico. La bulla de los motores, las bocinas de los automóviles, los gritos de la gente que ofrece gangas y ofertas. Todo forma parte de un escenario turbio y caliente al que ya se ha acostumbrado a frecuentar.
Al acercarse a la esquina precisa, comienza a temblar. Son los nervios. Le ocurre siempre y no puede evitar que la duda lo atormente cada vez que titubea antes de entrar al salón de juegos de azar en el subsuelo de un hotel. En esos momentos y por los prejuicios de una sociedad hipócrita, confunde la sutil diferencia entre el bien y el mal, el delicado límite entre lo correcto y lo incorrecto, el corto paso con el que atraviesa desde la luz hasta el fondo del abismo. La frágil línea entre el placer y la angustia, entre la demencia y la cordura, entre el utópico cielo y el averno de la vida. Tiene miedo de no saber qué es lo que en realidad elige en aquel momento. Pero finalmente entra, aunque tenga que tragar la saliva con firmeza para cruzar ese umbral.
Una vez adentro, el olor le es familiar. El ambiente habitual. La alfombra con rombos de color vino, círculos verdes entrelazados y líneas con vértices amarillos, es llamativa y recargada. No hay ventanas, solo luces estridentes que están encendidas de día o de noche y el tintineo perenne de los timbrecitos que emiten las máquinas de juego. Todos conocen al hombre que acaba de entrar. Modesto y serio. Sencillo pero impecable.
—Buenas tardes, Don Leo —le dicen a su paso los empleados, los crupier y hasta el administrador. Él responde a los saludos mientras echa un vistazo por toda el área, en especial hacia la esquina derecha del fondo, donde por lo general está Gabriela. Mujer de piel blanca y un pelo lacio y negro que llega hasta su hombro. Misteriosa y reservada. Silente. Siempre bien maquillada aunque sin excesos. Poco comunicativa. Responde a las preguntas de quienes se dirigen a ella, con monosílabos o con un leve movimiento de cabeza. Sonríe muy poco. Leonardo la mira y siente alivio, una especie de consuelo que lo aplaca tan solo porque ella está ahí, porque su sola presencia le da seguridad. Imagina el perfume que usa y cree que puede percibirlo disperso por todo el salón. La mujer aún es algo joven y casi nunca repite el vestido que usa. Su máquina de juego es fija, siempre la misma. Si está ocupada cuando ella llega, se retira y regresa luego. La temática arácnida de ese juego la cautiva hasta la pasión y tal vez hasta la locura. Las posibilidades de los resultados del azar, incluyen la combinación de todas las variedades posibles de arañas pero cuando acierta cuatro en línea recta, de la especie Latrodectus mactans o viuda negra, gana el premio mayor. Leonardo vive intrigado con aquella enigmática figura femenina y le obsesiona la idea de que llegue el día en que pueda descubrirla, conocerla bien por dentro y por fuera.
El hombre se sienta en la mesa de juego, casi siempre pide un whisky y empieza con el póker. Está seguro del conocimiento que tiene sobre las cartas pero también está fascinado con la suerte en la que pone su futuro, el desafío de su existencia. Eso lo excita, le emociona, le estimula a seguir. Le agrada el aroma que despide el fieltro verde que forra las mesas. Le cautiva el sonido de las fichas al rodar, al mezclarse unas con otras y al ser recogidas en grupos y también le gustan los uniformes de etiqueta del personal.
Para Leonardo, el azar y la buena o mala suerte, no solo implica el ganar o perder dinero. Asocia la ventura del triunfo trivial con todo lo positivo, con la salud, con el amor, con la felicidad y asimismo, conecta el fracaso banal con todo lo negativo, con la enfermedad, con de desamor, con los desencuentros, con la desdicha, la traición, la desilusión y el fracaso.
—Si esta tarde he de ganar, Gabriela me sonreirá —especula— Si ocurre lo contrario, ni siquiera me mirará. La suerte atrae a la suerte y el infortunio al infortunio, se repite él.
Aquella noche, Leo pierde una cantidad importante de billetes y antes de salir del local, sudoroso y contrariado, levanta la mirada. Gabriela no solo que lo ignora sino que en ese preciso momento cruza hacia la puerta de salida del brazo de un tipo de apariencia vulgar. Lleva puesto un sombrero de tono llamativo y caricaturesco, una chaqueta a cuadros que no combina con el pantalón y los zapatos deportivos. Todo un fantoche ridículo —piensa— pero hay que aceptar que hoy ha sido su día.
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